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Authors: Kami Garcia & Margaret Stohl

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico

Hermosas criaturas (6 page)

BOOK: Hermosas criaturas
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Tuve que dar las luces hasta para salir del aparcamiento. No se veía a mucho más de un metro delante del coche. No era un día para conducir, los rayos atravesaban el cielo oscuro que se extendía ante mí. Conté, como Amma me había enseñado hacía años —uno, dos y tres— y el trueno estalló, lo que significaba que la tormenta no andaba a más, según los cálculos de Amma, de unos cuatro o cinco kilómetros.

Me detuve ante el semáforo que había en el Jackson, uno de los tres existentes en todo el pueblo. No se me ocurría qué hacer. La lluvia golpeaba ruidosamente el coche. La radio permanecía estática, pero escuché algo. Subí el volumen y la canción fluyó por aquellos altavoces de mierda.

Dieciséis lunas.

La canción que había desaparecido de mi lista de reproducción. Ese tema que nadie parecía oír y que Lena Duchannes había estado tocando con la viola. La canción que me estaba volviendo loco.

El semáforo cambió a verde y el Cacharro arrancó tambaleándose por el camino. Estaba en marcha y no tenía ni la menor idea de adónde iba.

Los relámpagos continuaron atravesando el cielo. Conté: uno, dos. La tormenta se estaba acercando. Puse en marcha los limpiaparabrisas, pero no servían de nada. Apenas podía ver más allá de la mitad de la manzana. Un rayo centelleó de nuevo. Conté: uno. El trueno retumbó sobre el techo del Cacharro y la lluvia se volvió horizontal. Las gotas golpeteaban sobre el parabrisas con tanta fuerza que parecía que se iba a romper en cualquier momento, lo cual, considerando el estado en el que estaba el coche, no habría sido raro.

Yo no perseguía a la tormenta, era ella la que me perseguía a mí y al final me había alcanzado. Apenas podía mantener las ruedas sobre la calzada y el Cacharro comenzó a patinar de forma errática de un lado a otro entre las dos calles que daban a la Route 9.

No veía nada. Pisé a fondo el freno, dando vueltas en la oscuridad. Las luces fluctuaron apenas durante un segundo y un par de grandes ojos verdes me devolvieron la mirada desde la mitad de la calzada. A primera vista me pareció que era un ciervo, pero me había equivocado.

¡Había alguien en la carretera!

Sujeté el volante con ambas manos, con la mayor fuerza posible, y mi cuerpo se estampó contra el lateral del coche.

Ella tenía la mano extendida. Cerré los ojos esperando el impacto, pero éste no tuvo lugar.

El Cacharro se detuvo con una sacudida, a no más de un metro. Las luces formaron un pálido círculo de luz en la lluvia, reflejándose en unos de esos baratos chubasqueros de plástico que se pueden comprar a tres dólares en la tienda. Era una chica. Lentamente, se apartó la capucha del rostro, dejando que la lluvia le cayera sobre la cara. Ojos verdes, pelo negro.

Lena Duchannes.

No podía respirar. Sabía que ella tenía los ojos verdes, porque los había visto antes, pero esta noche tenían un aspecto diferente, distintos a otros ojos cualquiera que yo hubiera visto antes. Eran muy grandes y de un verde antinatural, un verde eléctrico, como los relámpagos de la tormenta. Allí de pie bajo la tempestad, ni siquiera parecía humana.

Salí a trompicones del coche hacia la lluvia, dejando el motor en marcha y la puerta abierta. Ninguno de los dos dijo ni una palabra, y nos quedamos de pie en mitad de la Route 9 debajo de esa clase de diluvio que sólo se veía cuando hay un huracán o una borrasca del noreste. La adrenalina me corría por las venas y tenía los músculos en tensión, como si mi cuerpo aún esperara el golpe.

El pelo de Lena chorreaba agua y revoloteaba bajo el soplo del viento. Di un paso hacia ella y su cabello me azotó. Olía a limones y a tomillo mojados. De repente, el sueño regresó, como si fuera una ola que pasara sobre mi cabeza. Esa vez, cuando ella me cogió la mano, había visto su rostro por única vez.

Ojos verdes y pelo negro. Lo recordaba. Era ella, y ahora la tenía de pie justo delante de mí.

Tenía que asegurarme, así que la cogí de la muñeca y allí estaban aquellos diminutos arañazos en forma de media luna, justo donde mis dedos se habían aferrado a su muñeca durante el sueño. Cuando la toqué, una descarga eléctrica me recorrió el cuerpo. Cayó un rayo sobre un árbol situado a poco más de tres metros de donde estábamos, partiendo el tronco limpiamente por la mitad. Comenzó a arder.

—¿Estás loco? ¿Tan mal conductor eres? —Se apartó de mí, con los ojos verdes centelleantes… ¿de ira? De lo que fuera.

—Eres tú.

—¿Qué era lo que pretendías? ¿Matarme?

—Eres real. —Sentía las palabras extrañas en la lengua, como si la tuviera llena de algodón.

—Pues casi soy un cadáver, por tu culpa.

—No estoy loco. Creí que me estaba volviendo loco, pero no. Eres tú. Estabas justo ahí, delante de mí.

—No por mucho tiempo. —Me dio la espalda y comenzó a andar por la calzada. Ésta no era la manera en que había pensado que nos encontráramos.

Corrí hasta caminar a su lado.

—Has sido tú la que ha aparecido de la nada y se ha colocado en mitad de la calle.

Hizo un gesto de despedida con el brazo como si lo que estuviera rechazando fuera algo más que esa idea. En ese momento distinguí el largo coche negro en las sombras. El coche fúnebre, con la capota alzada.

—¿Ah, sí? Estaba buscando a alguien que me ayudara, pedazo de genio. El coche de mi tío se ha parado. Sólo tenías que haber conducido por tu sitio en vez de intentar atropellarme.

—Tú eres la chica que aparece en mis sueños. Y la canción. Esa extraña canción que me encontré en el iPod.

Lena se giró y se puso frente a mí.

—¿Qué sueños? ¿Qué canción? ¿Estás borracho o me estás gastando alguna clase de broma?

—Sé que eres tú. Tienes esas marcas en la muñeca.

Ella volvió la mano y se las miró, confusa.

—¿Éstas? Tengo un perro. Pasa del tema.

Pero yo sabía que no estaba equivocado. Veía su rostro en mi sueño con toda claridad. ¿Cómo era posible que ella no lo supiera?

Se puso de nuevo la capucha y comenzó el largo paseo hacia Ravenwood bajo el diluvio. Me puse a su lado.

—Pues te doy un consejo. La próxima vez, no te bajes del coche en mitad de la calzada durante una tormenta. Llama al 911.

Ella no dejó de andar.

—No iba a llamar a la policía. Se supone que no tengo que conducir. Sólo puedo conducir si voy con alguien y, de todos modos, tengo roto el móvil. —Desde luego, estaba claro que no era de aquí. La única manera de que la policía te detuviera en este pueblo era si te pillaban conduciendo por el lado contrario de la carretera.

La tormenta parecía arreciar. Tuve que gritar por encima del aullido de la lluvia.

—Déjame que te lleve a casa. No deberías andar por aquí.

—No, gracias. Esperaré a que aparezca el siguiente chico que me quiera atropellar.

—No va a aparecer ningún otro chico. Pasarán horas antes de que venga nadie por aquí.

Ella reanudó la marcha.

—No me importa. Caminaré.

No podía dejarla vagabundeando por ahí bajo aquel diluvio. Mi madre me había criado demasiado bien para eso.

—No puedo dejar que regreses a casa con este tiempo tan malo. —Y como si quisiera darme la entradilla en una obra de teatro, el trueno estalló sobre nuestras cabezas y su capucha voló de nuevo—. Conduciré como si fuera mi abuela. O como si fuera la tuya.

—No dirías eso si conocieras a mi abuela. —El viento arreciaba y ella gritaba también.

—Vamos.

—¿Qué?

—El coche. Métete dentro. Conmigo.

Ella me miró y durante un segundo no estuve seguro de si iba a ceder.

—Será más seguro que ir caminando, sobre todo si eres tú quien va conduciendo.

El Cacharro estaba empapado. A Link se le iba a ir la cabeza cuando lo viera. La tormenta sonaba diferente cuando nos metimos en el automóvil, más alta y más tranquila al mismo tiempo. Oía cómo la lluvia golpeaba el techo, pero el sonido lo ahogaba el del latido de mi corazón y el castañeteo de mis dientes. Puse el coche en marcha. Era consciente de la presencia de Lena a mi lado, sólo a unos centímetros, en el asiento del copiloto. La miré a hurtadillas.

Aunque era un coñazo, era preciosa. Tenía unos ojos verdes enormes. No podía hacerme una idea de por qué esta noche parecía tan distinta. Tenía las pestañas más largas que había visto en mi vida y su pálida piel aún lo parecía más en contraste con su cabello negro. En el pómulo, justo debajo de su ojo izquierdo, distinguí una diminuta marca de nacimiento de color marrón claro en forma de luna creciente. No se parecía a ninguna otra persona de Jackson, ni a nadie que yo hubiera visto en toda mi vida.

Se quitó el chubasquero mojado sacándoselo por la cabeza. Debajo llevaba una camiseta y unos vaqueros negros que se le habían quedado tan pegados que parecía que se hubiera caído en una piscina. El chaquetón gris arrojó un chorro de agua sobre el asiento de piel sintética.

—Me es… estás mirando.

Aparté la mirada hacia el parabrisas o a cualquier lado menos donde estaba ella.

—Deberías quitarte eso, sólo vas a conseguir enfriarte.

La miré mientras luchaba con los delicados botones de plata del chaquetón, incapaz de controlar el temblor de sus manos. Alargué la mano y ella se encogió, como si hubiera intentado tocarla de nuevo.

—Pondré la calefacción.

Ella volvió a luchar con los botones.

—Gr… gracias.

Pude verle las manos, con más manchas de tinta que antes, pero ahora emborronadas por el agua. Adiviné unos cuantos números. Quizás un uno o un siete, un cinco y un dos. 152. ¿De qué iba eso?

Eché una ojeada al asiento posterior buscando la vieja manta del ejército que Link solía tener allí. En vez de eso, había un raído saco de dormir, probablemente desde la última vez que mi amigo se metió en problemas en su casa y tuvo que dormir en el coche. Olía a humo de hoguera y a moho de sótano, pero se la ofrecí.

—Mmm, esto está mejor. —Cerró los ojos.

Se relajó con el calor de la calefacción y yo también me sentí mejor mientras la observaba. Le dejaron de castañetear los dientes, y después de eso, avanzamos en silencio. Sólo se oía la tormenta y el sonido de las ruedas arrojando agua en todas las direcciones al atravesar el lago en el que se había convertido la carretera. Ella trazó unas líneas con el dedo en la ventana empañada. Intenté mantener los ojos en la calzada mientras hacía todo lo posible por recordar el resto del sueño, algún detalle, alguna cosa que pudiera probarle que ella era eso, ella, lo que fuera, y que yo era yo.

Pero cuanto más lo intentaba, más parecía alejarse de mí, hacia la lluvia, la carretera y las hectáreas de campos de tabaco que pasaban a nuestro lado, plagados de anticuada maquinaria agrícola y viejos graneros destartalados. Cuando llegamos a las afueras del pueblo, nos topamos con la desviación. Si torcías a la izquierda, hacia mi casa, íbamos al río, con todas aquellas casas restauradas de antes de la guerra, alineadas a orillas del Santee. También era la manera de salir del pueblo. Cuando llegamos a la bifurcación, automáticamente comencé a girar hacia la izquierda, por puro hábito. A la derecha sólo estaba la plantación Ravenwood, y nadie iba allí nunca.

—No, espera. Gira hacia la derecha —me corrigió ella.

—Oh, claro. Perdona.

Me sentí fatal. Subimos la colina hacia la gran casa, la mansión Ravenwood. Había estado tan concentrado en su papel en el sueño que se me había olvidado quién era en realidad. La chica con la que llevaba soñando meses, la chica en la que no podía dejar de pensar era la sobrina de Macon Ravenwood. Y yo la llevaba hacia la Mansión Encantada, pues así era como la llamábamos.

Tal como yo la había llamado.

Ella bajó la mirada hacia sus manos. Yo no era el único que sabía que vivía en la Mansión Encantada. Me pregunté qué sería lo que había oído en los pasillos, si sabía lo que todo el mundo decía de ella. Y aquella mirada incómoda en su rostro decía a las claras que sí. No sé por qué, pero no podía soportar verla así. Intenté pensar en algo para romper el silencio.

—¿Por qué te has mudado para vivir aquí con tu tío? Por lo general, la gente se las apaña para irse de Gatlin, casi nadie viene a vivir aquí.

Advertí el alivio en su voz.

—He vivido en un montón de sitios: Nueva Orleans, Savannah, los Cayos de Florida y unos cuantos meses en Virginia. Incluso he llegado a vivir en las islas Barbados durante un tiempo.

Me di cuenta de que no había respondido a la pregunta, pero no pude evitar pensar que yo habría matado por vivir en algún lugar de ésos, aunque fuera sólo durante un verano.

—¿Dónde están tus padres?

—Han muerto.

Sentí un peso en el pecho.

—Lo siento.

—No pasa nada. Murieron cuando yo tenía dos años, y ni siquiera les recuerdo. He vivido con un montón de parientes, sobre todo con mi abuela, pero se ha ido de viaje durante unos cuantos meses. Por eso tengo que quedarme con mi tío.

—Mi madre murió también, en un accidente de coche. —No tenía ni idea de por qué lo había dicho, ya que me pasaba la mayor parte del tiempo intentando no hablar del tema.

—Lo siento.

No le dije que todo iba bien. Tuve la intuición de que era la clase de chica que sabía que eso no era así.

Paramos frente a una verja negra de hierro forjado maltratada por el tiempo. Delante de mí se extendía, en la colina y apenas visible a través de una capa de niebla, los restos destartalados de la casa más antigua e importante de Gatlin, la mansión Ravenwood. Nunca había estado tan cerca como ahora. Apagué el motor. La tormenta había amainado hasta convertirse en una especie de llovizna suave pero constante.

—Mira, parece que se han ido los rayos.

—Estoy segura de que hay más en el lugar de donde venían éstos.

—Quizá. Pero no esta noche.

Ella me miró, casi con curiosidad.

—No. Creo que se ha terminado por esta noche. —Sus ojos tenían un aspecto distinto. Habían perdido el verde tan intenso, y también parecían algo más pequeños, no pequeños en realidad, simplemente eran más normales.

Comencé a abrir mi puerta para acompañarla hasta la casa.

—No, no lo hagas. —Parecía avergonzada—. Mi tío es un poco tímido. —Lo cual no dejaba de ser un eufemismo.

Tenía la puerta medio abierta y la suya estaba igual. Nos estábamos mojando cada vez más, pero nos quedamos allí sentados sin decir nada. Sabía lo que quería decir, y también que no podía hacerlo. Ignoraba por qué estaba allí sentado, empapado, delante de la mansión Ravenwood. Nada tenía ningún sentido, pero sólo sabía una cosa. Una vez que condujera de vuelta colina abajo y girara en dirección a la Route 9, todo volvería a cambiar y a ser como antes. Todo volvería a tener sentido. ¿O no?

BOOK: Hermosas criaturas
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