Read Hermosas criaturas Online
Authors: Kami Garcia & Margaret Stohl
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico
—No me agobies, Amma. Es sólo el primer día de instituto. —Me plantó delante con un golpe un vaso gigante de zumo de naranja y otro aún más grande de leche, leche entera, la única que bebíamos por allí—. ¿No queda batido de chocolate?
Yo consumía batidos de chocolate con la misma facilidad que otra gente bebía Coca Cola o café. Ya desde por la mañana ansiaba pegarme mi siguiente chute de azúcar.
—A.C.O.S.T.Ú.M.B.R.A.T.E. —Amma tenía una entrada de crucigrama apropiada para cualquier cosa, cuanto más larga mejor, y le gustaba usarlas. La manera en que las deletreaba letra por letra hacía que las sintiera en la cabeza como un golpe tras otro, una y otra vez—. Ya sabes, mejor será que te hagas a la idea. Y no te vayas a creer que pondrás un pie fuera de esa puerta sin antes haberte bebido la leche.
—Sí, señora.
—Ya veo lo elegante que vas.
Pero eso no era cierto. Llevaba unos vaqueros desgastados y una camiseta deslucida, como la mayoría de los días. Eso sí, todas tenían leyendas diferentes y en ésta ponía: «Harley Davidson». Y llevaba las mismas Chuck Taylors negras que usaba desde hacía ya tres años.
—Pensé que ibas a cortarte ese pelo —lo dijo como echándomelo en cara, pero yo me di cuenta de lo que era en realidad: nada más y nada menos que sincero cariño.
—¿Y cuándo he dicho yo eso?
—¿Acaso no sabes que los ojos son la ventana del alma?
—A lo mejor es que yo no quiero que nadie mire dentro de la mía.
Me castigó con otro plato de beicon. Amma apenas alcanzaba el metro y medio, y probablemente era más vieja que la misma porcelana de los dragones, a pesar de lo cual insistía en todos sus cumpleaños en que sólo había cumplido cincuenta y tres. Pero no era sólo una afable señora mayor, sino que constituía la máxima autoridad en mi casa.
—Bueno, no creas que te vas a ir con el pelo mojado con el tiempo que hace. No me gusta el aspecto de esta tormenta. Es como si flotara algo maligno en el viento y no hay forma de cambiar un día así. Tiene voluntad propia.
Puse los ojos en blanco. Amma tenía una visión peculiar de las cosas. Cuando estaba de ese estado de ánimo, mi madre solía decir que se había puesto «oscura», ya que mezclaba la religión con la superstición, de ese modo tan particular del sur. Así que cuando se ponía «oscura», lo mejor era no cruzarse en su camino. También era conveniente dejar sus hechizos en los alféizares de las ventanas y las muñecas que hacía en sus cajones correspondientes.
Me metí en la boca otro tenedor cargado de huevo y me acabé aquel desayuno de campeón: huevos, jamón y beicon, todo aplastado dentro de un sándwich tostado. Mientras me lo metía en la boca, eché una ojeada pasillo abajo, como de costumbre. La puerta del estudio de mi padre todavía estaba cerrada. Solía escribir por la noche y dormía en su viejo sofá de allí durante todo el día. Así había sido desde la muerte de mi madre en abril. Igual podría haberse convertido en vampiro; al menos, eso era lo que había dicho la tía Caroline cuando pasó con nosotros la primavera. Probablemente había perdido la oportunidad de verle hasta la mañana siguiente. Una vez que se cerraba esa puerta, no volvía a abrirse.
Escuché un bocinazo procedente de la calle. Era Link. Cogí mi raída mochila negra y salí disparado por la puerta hacia la lluvia. Lo mismo podían haber sido las siete de la tarde que de la mañana, así de oscuro estaba el cielo. El tiempo llevaba así de chungo desde hacía unos cuantos días.
El coche de Link, el Cacharro, estaba en la calle, con el motor petardeando y la música a toda leche. Había ido a la escuela con Link desde que íbamos al jardín de infancia, cuando nos hicimos muy amigos a raíz de que él me diera la mitad de su Twinkie en el autobús. Sólo más tarde me di cuenta de que antes se le había caído al suelo. Aunque los dos nos habíamos sacado el carné de conducir ese verano, Link era el único que tenía coche, si se le podía llamar coche a aquello.
Al menos, el ruido del motor ahogaba el estruendo de la tormenta. Amma permaneció en el porche con los brazos cruzados en un gesto desaprobador.
—Aquí no pongas esa música tan alta, Wesley Jefferson Lincoln. No te creas que voy a dejar de llamar a tu madre para contarle lo que hiciste durante todo el verano en el sótano cuando tenías nueve años.
Link se estremeció. No había mucha gente que le llamara por su nombre completo, salvo su madre y Amma.
—Sí, señora.
La contrapuerta se cerró de un portazo. Link se echó a reír e hizo patinar las ruedas en el asfalto mojado mientras nos separábamos del bordillo. Era como si estuviéramos fingiendo una fuga, que era como solía conducir él, pero eso era algo que jamás habíamos hecho.
—¿Qué fue lo que hiciste en mi sótano cuando tenías nueve años?
—¡Qué fue lo que no hice en tu sótano cuando tenía nueve años! —Link bajó el volumen de la música, lo cual estuvo bien, pues era espantosa, seguramente para preguntarme si me gustaba, cosa que hacía todos los días. La tragedia de su banda, Quién disparó a Lincoln, consistía en que ninguno sabía tocar un instrumento ni cantar. Sin embargo, Link no hacía más que hablar de tocar la batería con el grupo y marcharse a Nueva York después de la graduación para intentar conseguir cosas que probablemente no llegarían a suceder nunca. Tenía más posibilidades de colar una canasta de tres puntos borracho y con los ojos vendados desde el aparcamiento del gimnasio.
Link no tenía pensado ir a la universidad; sin embargo, me llevaba ventaja. Sabía qué quería hacer, aun cuando fuera a largo plazo. Todo lo que yo tenía era una caja de zapatos llena de folletos de universidades que jamás podría enseñarle a mi padre. No me importaba dónde estuvieran esas facultades, mientras fuera al menos a varios miles de kilómetros de Gatlin.
No quería terminar como mi padre, viviendo en la misma casa, en el mismo pueblo donde me había criado, con la misma gente que no soñaba siquiera con salir de aquí.
Flanqueaban la calle dos largas hileras de casas victorianas que chorreaban agua; tenían el mismo aspecto que cuando las construyeron hacía más de cien años. A mi calle le habían puesto el nombre de Cotton Bend porque estas viejas casonas daban la espalda a miles y miles de plantaciones de algodón. Ahora daban la espalda a la Route 9, que era prácticamente casi lo único que había cambiado por aquí.
Cogí un donut rancio de la caja que estaba en el suelo del coche.
—Oye, ¿anoche me subiste una canción muy rara al iPod?
—¿Qué canción? ¿Podría ser ésta? —Link puso la última maqueta que habían grabado.
—Creo que tendrías que trabajarla un poco más. Como todas las demás. —Eso era lo que le decía todos los días, más o menos.
—Oye, tú, lo mismo te tienes que arreglar un poco la cara después de que te dé un buen par de guantazos. —Y esto era lo que solía responderme todos los días, más o menos.
Pasé las canciones de la lista de reproducción.
—La canción creo que se llama
Dieciséis lunas
.
—No sé de lo que me estás hablando.
No estaba allí. La canción había desaparecido pese a que la había escuchado justo esa mañana. Estaba seguro de no haberla imaginado, pues aún la tenía en la cabeza.
—Si quieres escuchar una canción, espera a oír esta nueva. —Link bajó la vista para buscarla.
—Oye, tío, mantén los ojos en la carretera.
Pero él no alzó la mirada y por el rabillo del ojo vi pasar un extraño coche justo delante de nosotros…
Durante un segundo los sonidos de la calle, la lluvia y Link se diluyeron en el silencio y pareció como si todo sucediera a cámara lenta. No podía apartar los ojos del vehículo. Era sólo una sensación, nada que pudiera describirse con exactitud. Y entonces nos adelantó, girando en dirección contraria.
No reconocí el coche, jamás lo había visto antes. Es imposible imaginarse lo raro que es eso, porque conocía todos y cada uno de los automóviles del pueblo. No había ningún turista en esa época del año. A nadie se le ocurriría correr el riesgo durante la época de huracanes.
Era largo y negro como un coche fúnebre. En realidad, estaba casi seguro de que lo era.
A lo mejor era un mal presagio. Quizás este año todavía iba a ser peor de lo esperado.
—Aquí la tienes:
Bandana negra
. Esta canción me va a convertir en una estrella.
El coche ya había desaparecido cuando él alzó la vista.
O
cho calles. Ésa era toda la distancia que mediaba entre Cotton Bend y Jackson High. Si tuviera que vivir de nuevo toda mi vida, probablemente me la pasaría subiendo y bajando estas ocho calles, y desde luego fueron suficientes en aquel momento para quitarme de la cabeza el extraño coche fúnebre negro. Quizá por eso no se lo mencioné a Link.
Pasamos por el Stop & Shop, conocido también como el Stop & Steal. Era la única tienda del pueblo y lo más cercano que teníamos a un 7-Eleven. Así que cada vez que quedaba en la puerta con mis amigos, lo hacía con la esperanza de no tropezarme con la madre de alguno comprando comida o, peor aún, con Amma.
Distinguí el Grand Prix que me era tan familiar aparcado justo delante.
—Oh, oh. Fatty ya ha acampado por aquí.
Estaba sentado en el asiento del conductor, leyendo
Barras y Estrellas
.
—Quizá no nos haya visto. —Link miró por el retrovisor, tenso.
—Nos han fastidiado.
Fatty era el encargado del instituto Stonewall Jackson para controlar a los que hacían pellas, además de un orgulloso miembro de la fuerza de policía de Gatlin. Su novia, Amanda, trabajaba en el Stop & Steal, y él aparcaba allí muchas mañanas a la espera de que salieran los productos de la panadería. Y eso era de lo más inconveniente si uno siempre llegaba tarde, como nos solía pasar a Link y a mí.
Desde luego, uno no podía matricularse en el Jackson sin conocer las rutinas de Fatty tan bien como el horario de las clases. Fatty nos hizo señas para que siguiéramos adelante sin levantar siquiera la vista de la sección de deportes. Por hoy, nos dejaba pasar.
—Sección de deportes y un bollo pegajoso. Ya sabes lo que eso significa.
—Sí, que nos quedan cinco minutos.
Aparcamos el Cacharro en el parking del instituto en punto muerto, con la esperanza de pasar desapercibidos ante el control de faltas, pero fuera diluviaba, así que cuando entramos en el edificio estábamos empapados y las zapatillas nos hacían tanto ruido que, de todas formas, nos hubiera dado igual quedarnos allí parados.
—¡Ethan Wate! ¡Wesley Lincoln!
Permanecimos de pie en la oficina, chorreando, esperando nuestro parte de castigo.
—Ya empezamos llegando tarde desde el primer día de curso. Señor Lincoln, su madre va a tener unas palabritas con usted. Y no ponga esa sonrisita de suficiencia, señor Wate, Amma le va a moler a palos.
La señorita Hester tenía razón. Amma no iba a tardar en enterarse de que había llegado tarde ni cinco minutos, si es que no se había enterado ya. Así eran las cosas por aquí. Mi madre solía decir que Carlton Eaton, el jefe de la estafeta de correos, leía todas las cartas que consideraba medianamente interesantes, y ni siquiera se molestaba en sellarlas de nuevo después. Tampoco es que hubiera muchas noticias que lo merecieran. Todas las familias tienen sus secretos, pero todos en la calle las conocían, igual que sus secretos.
—Señorita Hester, es que venía conduciendo despacio porque llovía mucho. —Link echó mano de su encanto, a ver qué pasaba, pero la señorita Hester se bajó las gafas un poco y le devolvió la mirada sin parecer encantada en absoluto. La cadenita que llevaba en torno al cuello para sujetar las gafas se balanceó.
—No puedo perder el tiempo charlando con vosotros, chicos. Estoy ocupada rellenando vuestros partes de falta, así que ya sabéis dónde pasaréis la tarde: aquí castigados —dijo mientras nos daba a cada uno un papel de color azul.
Ya lo creo que estaba ocupada. Se olía ya la laca de uñas incluso antes de que torciéramos la esquina. Bienvenidos.
El primer día de clase siempre es igual en Gatlin. Los profesores, que nos conocían a todos de la iglesia, decidían que eras listo o torpe en cuanto pisabas la guardería. Yo era listo porque mis padres eran profesores. Link era idiota porque había arrugado las páginas de la Biblia durante la «búsqueda de la frase bíblica», además de vomitar una vez en la fiesta de Navidad. Y como yo era listo, sacaba buenas notas en los exámenes; y como él era tonto, las sacaba malas. No creo que nadie se molestara siquiera en leerlos. Algunas veces escribía algunas cosas a voleo en mitad de mis ejercicios sólo para comprobar si mis profesores me decían algo. Jamás me dijeron nada.
Por desgracia, no se aplicaba el mismo principio a los test. En la clase de inglés de primera hora, descubrí que la profesora, de setecientos años de edad, cuyo nombre era, aunque parezca increíble, señora English, esperaba que nos hubiéramos leído
Matar a un ruiseñor
durante el verano, así que suspendí la primera prueba. Genial. Me había leído el libro hacía por lo menos dos años, pues era uno de los favoritos de mi madre, pero había pasado mucho tiempo y me equivoqué en los detalles.
Hay algo que pocos saben de mí: me paso todo el tiempo leyendo. Los libros eran lo único con lo que podía evadirme de Gatlin, aunque sólo fuera durante un rato. Tenía un mapa en la pared de mi cuarto y cada vez que leía sobre un lugar que me gustaría conocer lo marcaba en él.
El guardián entre el centeno
me había mostrado Nueva York.
Hacia rutas salvajes
me condujo a Alaska. Cuando leí
En el camino
añadí Chicago, Denver, Los Ángeles y Ciudad de México. Kerouac te podía llevar a casi cualquier sitio. Cada pocos meses, trazaba una línea para unir los puntos. Una fina línea verde que seguiría en un viaje por carretera el verano anterior a la universidad, si es que alguna vez conseguía salir de este pueblo. Me guardaba para mí solo lo del mapa y la lectura. En este lugar, los libros y el baloncesto hacían mala mezcla.
En química no me fue mucho mejor. El señor Hollenback me condenó a ser compañero de laboratorio de Emily «Anti-Ethan», también conocida como Emily Asher, que se había jurado despreciarme toda la vida desde el baile del año pasado, cuando cometí el error de ponerme mis zapatillas Chuck Taylor con el esmoquin y dejé que mi padre nos llevara en el Volvo todo oxidado. Tenía una ventana rota que no podía subirse, de modo que el aire le destrozó su rubio cabello perfectamente peinado con rizos para el baile de graduación; para cuando llegamos al gimnasio, parecía María Antonieta recién salida de la cama. Emily no me dirigió la palabra durante el resto de la noche y envió a Savannah Snow para dejarme plantado a tres pasos de la fuente de ponche. Eso fue realmente el final de la historia.