Hermosas criaturas (9 page)

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Authors: Kami Garcia & Margaret Stohl

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico

BOOK: Hermosas criaturas
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—Vete, ya te lo he dicho. —Su voz sonaba como si se hubiera resfriado. Probablemente, llevaba llorando desde que se había marchado del colegio.

—Ya lo sé. Te he oído. —Era verdad, aunque no pudiera explicar cómo. Di unos pasos cautelosamente alrededor de la mata de tomillo silvestre y tropecé en las raíces que sobresalían del suelo.

—¿De verdad? —Su voz sonó ahora con un matiz de interés, y parecía haberse distraído por el momento.

—De verdad. —Era como en mis sueños. Podía escuchar su voz, con la diferencia de que ahora estaba aquí, sollozando en un jardín en mitad de ninguna parte, en vez de escurriéndose entre mis brazos.

Aparté una gran maraña de ramas. Y allí estaba, acurrucada entre la hierba, mirando hacia el cielo azul. Tenía un brazo cruzado sobre la cabeza y el otro se aferraba a la hierba, como si pensara que fuera a salir volando si se soltaba. El vestido gris estaba desparramado a su alrededor y tenía el rostro surcado de lágrimas.

—Entonces, ¿por qué no lo has hecho?

—¿El qué?

—Irte.

—Quería asegurarme de que te encontrabas bien. —Me senté a su lado. El terreno estaba sorprendentemente duro. Pasé la mano debajo de mí y descubrí que estaba sentado en una suave placa de piedra, escondida bajo la maleza llena de barro.

En el momento en que me tumbé yo, ella se sentó. Yo también me incorporé y ella se dejó caer hacia atrás. Todos mis movimientos parecían torpes cuando estaba a su lado. Nos tumbamos los dos, mirando hacia el cielo azul. Se estaba poniendo gris, el color habitual del cielo de Gatlin en la temporada de huracanes.

—Todos me odian.

—Todos, no. Yo, no. Y Link, mi mejor amigo, tampoco.

Silencio.

—Pero si ni siquiera me conoces. Date tiempo, y verás como también me odiarás, seguro.

—Casi te he atropellado, ¿no te acuerdas? Debo portarme bien contigo para que no me mandes arrestar.

Era un chiste más bien malo, pero ahí estaba, la sonrisa más leve que quizá viera en toda mi vida.

—Lo tengo en mi lista en primer lugar. Te denunciaré al tipo gordo ese que está sentado frente al supermercado todo el día. —Volvió la mirada hacia el cielo y yo la observé.

—Dales una oportunidad. No son tan malos como parecen. Quiero decir, que ahora sí lo son, pero son sólo celos. Eso lo sabes, ¿no?

—Ah, sí, claro.

—Que sí. —La miré a través de la hierba—. Yo también los tengo.

Ella sacudió la cabeza.

—Entonces estáis todos locos. No hay nada de lo que sentirse celoso, salvo que te guste comer solo.

—Tú has vivido en tantos sitios.

Puso cara de no entender nada.

—¿Cómo? Vosotros probablemente habréis ido a la misma escuela y vivido en la misma casa toda vuestra vida.

—Eso es, y ahí está el problema.

—Confía en mí, no es un problema. Y de problemas entiendo un rato.

—Has ido a sitios y visto cosas. Yo mataría por haber hecho eso.

—Ah, sí, claro, porque yo he querido. Tú tienes un amigo de verdad y yo sólo tengo un perro.

—Pero tú no le tienes miedo a nadie. Haces lo que quieres y dices lo que te da la gana. A todos los de por aquí les da miedo ser ellos mismos.

Lena se arrancó el pintauñas negro de su dedo índice.

—Algunas veces desearía hacer las cosas como todo el mundo, pero no puedo cambiar lo que soy. Lo he intentado, pero nunca consigo llevar la ropa adecuada o decir lo apropiado y, algunas veces, todo me sale fatal. Me gustaría poder ser yo misma y, aun así, tener amigos que se dieran cuenta de si estoy o no en el colegio.

—Créeme, lo saben de sobra. Al menos, hoy lo han hecho. —Ella estuvo a punto de echarse a reír, casi—. Quiero decir, en un sentido positivo. —Aparté la mirada.

Me he dado cuenta.

¿De qué?

De cuando tú estás en la escuela o no.

—Entonces eres tú el que está loco. —Pero cuando dijo las palabras, se notaba que estaba sonriendo.

Al mirarla, no me importó en absoluto si yo comía en la misma mesa que el resto o no. No podía explicarlo, pero ella era mucho más importante que todo eso. No podía quedarme sentado y contemplar cómo la machacaban. A ella, no.

—Ya sabes, siempre es así. —Le estaba hablando al cielo. Una nube flotaba en el cielo de color gris, que se iba oscureciendo.

—¿Nuboso?

—En el instituto, conmigo. —Alzó la mano y la movió. La nube pareció girar en la dirección en la que ella movía la mano. Luego, se secó los ojos con la manga—. No es que me preocupe realmente si les gusto o no. Lo que no quiero es que me odien automáticamente. —La nube se había convertido en un círculo.

—¿Esas idiotas? Dentro de unos meses, a Emily le habrán comprado un coche nuevo, Savannah tendrá una corona más, Edén se teñirá el pelo de otro color y Charlotte tendrá, yo que sé, un bebé, un tatuaje nuevo o lo que sea, de modo que todo esto será historia pasada. —Estaba mintiendo y ella lo sabía. Agitó la mano de nuevo y ahora la nube parecía un círculo ligeramente mellado, semejante a una luna.

—Ya sé que son idiotas. Claro que lo son, con todo ese pelo rubio teñido y esos estúpidos bolsitos metálicos a juego.

—Exactamente. Son estúpidas. ¿A quién le importan?

—A mí. Me molestan. Y por eso, yo también soy estúpida. Es más, me hace exponencialmente más estúpida que ellas. Estúpida al cuadrado. —Movió la mano y la luna se desvaneció.

—Ésa sí que es la cosa más estúpida que he oído en mi vida. —La miré con el rabillo del ojo, estaba intentando no sonreír. Nos quedamos allí tumbados durante un minuto más—. ¿Tú sabes lo que es estúpido de verdad? Tengo los libros escondidos debajo de la cama. —Lo dije como si estuviera contando eso todos los días.

—¿Qué?

—Novelas. Tolstoi, Salinger, Vonnegut. Y además me las leo. Ya sabes, sólo porque me apetece.

Ella se dio media vuelta, apoyando la cabeza en el codo.

—¿Ah, sí? ¿Y qué piensan tus amiguitos deportistas de eso?

—Digamos que me lo guardo para mí y me limito a saltar y tirar.

—Ah, eso, vale. Ya me he dado cuenta de que en clase te limitas a los cómics. —Y dijo como quien no quiere la cosa—: Te he visto leer
Estela Plateada
. Justo antes de que pasara todo.

¿Te diste cuenta?

Cómo no iba a darme cuenta.

No sabía si estábamos hablando, o si me lo estaba imaginando yo todo, sólo que pensaba no estar tan loco… al menos no todavía.

Ella cambió de tema o, más bien, volvió al anterior.

—Yo también leo. Sobre todo, poesía.

Podía imaginármela tumbada en la cama leyendo un poema, aunque me costaba bastante imaginar esa cama en la mansión Ravenwood.

—¿Ah, sí? Yo he leído al tipo ese, Bukowski. —Lo cual era verdad si dos poemas contaban como leer.

—Tengo todos sus libros.

Me di cuenta de que ella no quería hablar sobre lo que había pasado, pero no podía dejar que lo hiciera. Tenía que saberlo.

—¿Me lo vas a contar?

—¿Contarte, qué?

—¿Qué fue lo que pasó en clase?

Se hizo un largo silencio. Ella se sentó y tiró de la hierba que le rodeaba. Se dio la vuelta y se puso boca abajo, para mirarme a los ojos. Apenas la tenía a unos cuantos centímetros de la cara. Me quedé allí quieto, paralizado, intentando concentrarme en lo que me estaba diciendo.

—En realidad, no lo sé. Algunas veces me pasan esas cosas y no puedo controlarlas.

—Como los sueños. —Observé su expresión, buscando aunque sólo fuera una chispa de complicidad.

—Como los sueños —contestó sin pensar, y después se estremeció y me miró, afligida. Yo tenía razón desde el principio.

—Recuerdas los sueños.

Ella escondió el rostro entre las manos.

Me senté.

—Sabía que eras tú y tú sabías que era yo. Sabías de qué te estaba hablando todo el rato. —Le aparté las manos de la cara y una corriente eléctrica me recorrió el brazo.

Tú eres la chica.

—¿Por qué no me dijiste nada anoche?

No quería que lo supieras.

No se atrevió a mirarme.

—¿Por qué? —La pregunta sonó demasiado alta en el silencio del jardín. Y cuando ella me devolvió la mirada, tenía el rostro pálido, parecía distinta. Asustada. Sus ojos tenían el mismo aspecto que el mar antes de una tormenta en la costa de Carolina.

—No esperaba encontrarte aquí, Ethan. Creía que sólo eran sueños, y no sabía que eras una persona real.

—Pero cuando te diste cuenta de que era yo, ¿por qué no me dijiste nada?

—Mi vida es muy complicada. Y no quería que tú… que nadie se viera implicada en ella. —No tenía ni la menor idea de a qué se refería. Todavía tenía cogida su mano, y era consciente de ello. Sentía la aspereza de la piedra debajo de nosotros y tuve que agarrarme a uno de sus extremos para sujetarme. Pero mi mano se cerró alrededor de algo pequeño y redondo que estaba en la piedra. Un escarabajo, o a lo mejor una piedra. Se desprendió de la losa y se quedó en mi mano.

Entonces nos golpeó algo. Sentí cómo la mano de Lena se apretaba contra la mía.

¿Qué está pasando, Ethan?

No lo sé.

Todo a mi alrededor cambió; era como si estuviéramos en otro lugar. Era el jardín, pero no lo parecía. Y el aroma a limones se transformó en olor a humo…

Era medianoche, pero el cielo parecía prendido en llamas. El fuego se alzaba hasta el cielo, empujando hacia arriba unas enormes columnas de humo que ahogaban todo a su paso, incluida la luna. El terreno se había convertido en un cenagal donde las cenizas quemadas se mezclaban con el agua de las lluvias que habían precedido al fuego. Ojalá hubiera llovido hoy. Genevieve intentaba evitar la humareda, le quemaba tanto la garganta que le dolía respirar. Tenía el bajo de la falda empapado de barro, de modo que tropezaba a cada paso con las voluminosas capas de tela, aunque se obligó a mantenerse en movimiento.

Era el final del mundo. De su mundo.

Sólo se oían gritos, gritos mezclados con disparos y el implacable rugido de las llamas, además de los soldados profiriendo órdenes cargadas de muerte.


Quemad aquellas casas, que los rebeldes sientan el peso de la derrota, ¡quemadlo todo!

Y una por una, los soldados de la Unión habían prendido fuego a las grandes casas de las plantaciones, con sus propias sábanas y cortinas empapadas en queroseno. Genevieve había visto cómo todos los hogares de sus vecinos, sus amigos y familiares se desplomaban bajo las llamas. Y lo peor es que muchos de ellos habían caído, devorados por las llamas, en el mismo lugar donde habían nacido.

Por eso, ella corría rodeada por el humo hacia el fuego, justo hacia las fauces de la bestia. Tenía que llegar a Greenbrier antes que los soldados y no le quedaba mucho tiempo. Los soldados habían sido metódicos, siguiendo la orilla del Santee abajo para incendiar las edificaciones una por una. Ya lo habían hecho con Blackwell y la más cercana era Dove's Crossing, y luego iban Greenbrier y Ravenwood. El general Sherman y sus tropas habían comenzado la campaña de los incendios a cientos de kilómetros de Gatlin. Habían quemado Columbia hasta los cimientos y continuaban su marcha hacia el este, prendiendo fuego a todo a su paso. Cuando llegaron a las afueras de Gatlin, aún ondeaba la bandera confederada, lo cual les sirvió todavía más de estímulo.

Era el hedor lo que le indicaba que era demasiado tarde, aquel hedor ácido a limones mezclados con ceniza. Estaban quemando los limoneros.

La madre de Genevieve adoraba los limones. Así que cuando su padre visitó una plantación en Georgia cuando ella era niña, le había traído a su madre dos limoneros. Todo el mundo decía que no arraigarían, que las noches frías del invierno de Carolina del Sur acabarían con ellos, pero la madre de Genevieve no atendió a razones. Plantó aquellos árboles frente a los campos de algodón y los cuidó ella misma. En las noches frías los cubría con mantas de lana y había apilado tierra a su alrededor para quitar la humedad. Los árboles crecieron y crecieron tanto que, a lo largo de los años, el padre de Genevieve le compró veintiocho más. Algunas de las señoras de la ciudad les pidieron a sus maridos limoneros, y unas cuantas tuvieron dos o tres, pero a ninguna se les ocurrió cómo mantenerlos vivos, ya que sólo parecían florecer en Greenbrier, a manos de su madre.

Nada había sido capaz de acabar con aquellos árboles. Hasta ese momento.

—¿Qué ha pasado?

Me di cuenta de que Lena apartaba su mano de la mía y abrí los ojos. Estaba temblando. Bajé la mirada y abrí la mano en la que estaba el objeto que había cogido casi con descuido de debajo de la piedra.

—Creo que tiene algo que ver con esto. —Mi mano se había cerrado en torno a un viejo camafeo estropeado, negro y ovalado, con el rostro de una mujer grabado en marfil y madreperla. La talla del rostro era muy minuciosa. En un lado noté una pequeña protuberancia—. Mira, es un guardapelo. —Apreté el resorte y el camafeo se abrió revelando una pequeña inscripción—. Sólo pone «Greenbrier» y hay una fecha.

Ella se sentó.

—¿Qué es Greenbrier?

—Debe de ser esto. Esto no es Ravenwood, es Greenbrier, la plantación que hay al lado.

—Y esa visión, los incendios, ¿tú también los has visto?

Asentí. Era demasiado horrible para hablar de ello.

—Esto tiene que ser Greenbrier o, en todo caso, lo que queda de él.

—Déjame ver el guardapelo. —Se lo di con cuidado. Parecía algo que había sobrevivido a un montón de cosas, incluso podría ser que al fuego de la visión. Ella le dio la vuelta—. 11 DE FEBRERO de 1865 —leyó, y lo dejó caer, palideciendo.

—¿Pasa algo malo?

Se quedó mirándolo en la hierba.

—El 11 DE FEBRERO es mi cumpleaños.

—Vaya coincidencia. Un regalo de cumpleaños anticipado.

—Nada en mi vida es una coincidencia.

Recogí el guardapelo y le di la vuelta. En la parte de atrás había dos juegos de iniciales grabadas.

—ECW & GKD. Este guardapelo debe de haber pertenecido a alguno de ellos. —Hice una pausa—. Qué extraño. Mis iniciales son ELW.

—Mi cumpleaños y casi tus iniciales. ¿No te parece que esto es algo muy extraño? —Quizás ella tuviera razón, pero aun así…

—Vamos a intentarlo de nuevo, a ver qué pasa. —Era como si me picara y me tuviera que rascar.

—No lo sé, podría ser peligroso. Me he sentido como si realmente estuviéramos allí. Los ojos todavía me arden del humo. —Llevaba razón. No nos habíamos movido del jardín, pero me había sentido como si hubiéramos estado en medio del incendio. Aún notaba el humo en los pulmones, pero no me importó. Tenía que saber qué estaba pasando.

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