Historia de España contada para escépticos (29 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Novela Histórica

BOOK: Historia de España contada para escépticos
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Mientras tanto, el rey se entregaba a sus aficiones, queridas, cómicos y podencos. No era muy viajero, nunca le interesó conocer sus estados, pero hizo un gran viaje que no podemos pasar por alto, así que le dedicaremos todo un capítulo.

CAPÍTULO 60
Trescientos jamones

Felipe IV viajó al hondo sur en 1624. En lo más negro de la decadencia hispana, al rey le dio por visitar Andalucía, y avisó al duque de Medina Sidonia que iría a cazar a sus estados del coto de Doñana. En aquel momento, el duque no estaba para fiestas, que andaba corto de numerario y los dolores de gota lo tenían baldado, pero echó la casa andaluzamente por la ventana para recibir al rey y a la corte con la prodigalidad y munificencia que cabía esperar en un Medina Sidonia: arregló caminos, demolió casas ruinosas, adecentó estancias y proveyó todo lo necesario para que no faltara de nada al ejército de gorrones que se le venía encima. Durante medio mes, hospedó a mesa y mantel a cerca de dieciséis mil cortesanos. Las cifras de la cocina son pavorosas: para satisfacer el desaforado apetito de los visitantes no basta allegar toda la pesca de once leguas de costa y toda la caza de veinte leguas de coto. Además, devoraron dos mil barriles de pescado de Sanlúcar, trescientos jamones de Rute, de Aracena y de Vizcaya; mil barriles de aceitunas, la leche de seiscientas cabras, ochenta botas de vino añejo y gran cantidad de vino de Lucena. Cincuenta mulas no daban abasto arrimando nieve de la sierra de Ronda para los refrescos y la conservación de las viandas.

El andrajoso y hambriento pueblo de los alrededores acudió en masa al cebadero, a ver si caía algo, y aunque el duque había pregonado pena de azotes al que se acercara a las cocinas, al final eran tantos que no hubo más remedio que alimentarlos. De todas formas, luego, lo purgarían en impuestos, pues el duque los tuvo que subir para resarcirse de las pérdidas.

Las jornadas cinegéticas fueron muy provechosas. El rey, intrépido cazador, apuñaló a un jabalí cautivo mientras el animal era sujetado entre varios monteros, y abatió tres toros en un corral, disparando con su arcabuz desde el parapeto del burladero.

Otra vez la pica en Flandes

Regresemos ahora al conde-duque de Olivares. Su mayor metedura de pata consistió en reanudar la guerra de Flandes, que fue otra vez abrir la herida por donde, desde hacía más de un siglo, se desangraba y perdía su fuerza el toro negro de España.

Lo de Flandes, en sus comienzos, había sido una cuestión religiosa y de reconocimiento de soberanía real. Ahora, el conflicto se reducía a cuestiones mucho menos espirituales: los piratas holandeses se habían convertido en algo más que la mosca cojonera que hostigaba el tráfico marítimo español con las colonias americanas. Se reanudó la guerra, que costó mucho más de lo que se perdía por las acciones piráticas porque, además, trajo otras contiendas engarzadas como cerezas.

El caso es que Olivares tenía las ideas claras sobre el modo de conducir las operaciones: primero, mantener bien comunicada España con Flandes, para lo cual cultivó la amistad de Inglaterra, que iba ya camino de ser gran potencia marítima; en segundo lugar, atacar a los holandeses donde más les doliera: el tráfico marítimo con el Báltico. Para ello, contaba con la colaboración entusiasta de daneses y hanseáticos, tradicionales competidores del comercio holandés.

No estaba mal pensado el plan, pero la escaldada Europa temía un fortalecimiento de la Casa de Austria (la otra rama mantenía grandes intereses en el norte). Flandes se convirtió nuevamente en un pozo sin fondo, donde desaparecían los impuestos españoles y la plata, cada vez más escasa, que llegaba de las Américas. La intendencia era tan desastrosa que solamente comprando material a los comerciantes holandeses podía mantenerse el ejército en campaña. Y con la ganancia de este comercio, los holandeses sufragaban su propia guerra contra España, al menos es lo que alegaban los mercaderes para justificar sus ventas al enemigo. España obtuvo una considerable victoria en Breda, pero la guerra fue a peor y acabó por ser absolutamente adversa cuando Francia y Suecia intervinieron y derrotaron a los tercios españoles en Rocroy. Allí acabó el mito de la invencibilidad de aquellas tropas, forjado desde las campañas italianas del Gran Capitán.

Y por si fuera poco, la guinda: la rama imperial de los Austrias, los primos de Viena, se había empantanado en la guerra de los Treinta Años. Allá que va el Austria español en su socorro sin pensárselo dos veces. Pero fíese usted de los parientes: los vieneses, cuando vinieron las cosas mal dadas, firmaron la paz por su cuenta y dejaron a España en el atolladero. Lo que es peor, los primos Austrias habían cedido a Francia las tierras en litigio, Alsacia y el Rin, cortando el puente que comunicaba las posesiones españolas de Italia con Flandes. A Felipe IV no le quedó más salida que hacer las paces con los holandeses y reconocer su independencia. Si algo bueno se sacó del lance fue que, en adelante, al carecer de intereses comunes, las dos ramas de la Casa de Austria, española y vienesa, se distanciaron.

Se obtuvo algo más. En un momento de lucidez, el gobierno se había percatado de que estaba haciendo el primo. Esta constatación lo ayudó a apear a la nación de su papel de paladín del catolicismo para concentrar los esfuerzos en la defensa del suelo nacional, amenazado por Francia. Más vale tarde que nunca.

La herida de Flandes estaba otra vez abierta, y el país, comido de miseria. Por ese lado, es evidente que Olivares no estuvo acertado. ¿Y en las reformas interiores? El conde-duque quería modernizar y fortalecer España. Para ello, había que empezar por homogeneizar la legislación de todos los reinos, adaptándola al modelo más gobernable, que era Castilla. Pero esto implicaba suprimir fueros y privilegios, especialmente los fiscales, para que aragoneses, catalanes y el resto arrimaran el hombro como lo hacía Castilla. No podía resultar. Ya se sabe cómo reacciona la gente cuando le tocan el bolsillo.

El conde-duque bajó el listón. ¿Y acabar con la corrupción heredada del reinado anterior? El valido Lerma había repartido alegremente los Consejos y otras sinecuras y enchufes entre aristócratas incompetentes. ¿No se podía redistribuir todo eso entre gente más capaz? Tampoco esta reforma era fácil. Olivares no podía apartar tantas bocas de los pechos exhaustos del Estado: se volverían contra él y lo devorarían vivo. Por lo tanto, emprendió reformas indirectas, nombrando juntas de expertos que asesoraran a los Consejos.

Finalmente, el proyecto más utópico de todos: reeducar a la sociedad. Quería que los españoles abandonaran sus prejuicios y sus malas costumbres, y que las clases dirigentes apreciaran el trabajo y las actividades mercantiles, como ocurría en todos los países desarrollados de Europa, de los que cada vez nos quedábamos más descolgados. Olivares quería europeizarnos. Para ello, naturalmente, habría que empezar por abandonar aquella absurda obsesión por la limpieza de sangre que pesaba como una rémora sobre la anquilosada sociedad española. Pobre hombre.

Finalmente, intentó, también sin éxito, reformar el sistema financiero. El presupuesto del Estado ascendía a ocho millones de ducados, y los ingresos fijos apenas alcanzaban a la mitad. Además, los impuestos eran tan arbitrarios que sólo gravaban a los humildes y al trabajo, y especialmente a Castilla. Olivares intentó que los otros territorios de la corona también cargaran con su parte del peso imperial, pero, aunque les ofreció a cambio participación en el gobierno del Imperio, con sus sabrosos gajes y sinecuras, ellos no mordieron el anzuelo y se atuvieron a sus privilegios y libertades. Castilla se resignó a seguir siendo la burra de carga, y como las deudas aumentaban, Olivares tuvo que recurrir, patéticamente, a solicitar un préstamo de los conversos portugueses para sostener al Estado. Lo que son las cosas, ahora se echaba de menos a los judíos.

No quedó así la cosa. En pos de la normalización, Olivares convocó Cortes de Aragón, Cataluña y Valencia para que votaran un subsidio extraordinario con el que sostener los gastos militares. Los aragoneses y los valencianos aflojaron la bolsa, aunque no sin resistencia, pero los catalanes se mostraron inasequibles al desaliento y, cuando Olivares intentó aplicar la reforma por la fuerza, se levantaron en armas.

La galopante inflación condujo a nueva bancarrota y subida de impuestos en Castilla. A estas alturas, Olivares, impaciente, pensó en atacar Francia, la eterna enemiga, por la frontera catalana, sólo para implicar a Cataluña en la guerra. Los campesinos catalanes, molestos por la imposición de tropas reales que les robaban las mieses y los cochinos, se alzaron en armas en Barcelona y asesinaron al virrey, es decir, al representante del poder central. El Corpus de Sangre, el de
Els segadors.
Allá fue Troya: media Cataluña sublevada contra la monarquía durante doce años. Olivares envió tropas para sofocar la rebelión, y los catalanes solicitaron la ayuda del rey de Francia. El galo no desaprovechó la oportunidad que le brindaban, claro, y envió un cuerpo expedicionario. Durante unos años, la victoria estuvo indecisa, pero al final se inclinó del lado de Olivares, especialmente cuando aquellas brigadas internacionales francesas tuvieron que regresar precipitadamente a casa, donde tenían servida su propia y sangrienta rebelión popular (la Fronda). En todas partes, cuecen habas.

El gobierno sofocó la rebelión de los catalanes, pero, procediendo por una vez inteligentemente, se guardó bien de suprimir sus fueros. Fue una experiencia saludable para las dos partes porque también los catalanes aprendieron que el rey francés era peor padrino que el rey castellano. Es decir, más vale malo conocido que bueno por conocer.

Distinto asunto fue lo de la rebelión de Portugal. Los lusos se alzaron también en armas aprovechando que las tropas reales estaban empeñadas en la represión de Cataluña. No tenían los portugueses motivos para estar contentos de su unión con España: las clases bajas, porque odiaban visceralmente a los vecinos, y las altas, que al principio pensaron que dentro de España iban a medrar con el comercio americano, ya se habían desengañado y, echando cuentas, advertían que las ganancias no compensaban las pérdidas. Mientras formaran parte de España, los piratas holandeses seguirían devastando sus colonias y atacando sus barcos, así que dieron un golpe de Estado y colocaron en el trono de Portugal al duque de Braganza. A río revuelto, hasta Andalucía tuvo su tímido movimiento independentista que mantuvo atadas las manos al gobierno central y dio tiempo a que los portugueses se fortalecieran y cimentaran su independencia.

España hacía aguas por los cuatro costados. Crecían los gastos, disminuían los ingresos y la espiral inflacionista provocaba otra bancarrota. Olivares, socavada su posición por los nobles castellanos, cayó en desgracia, y el rey, atormentado por los remordimientos de su propia ineficacia, resolvió gobernar personalmente. Le obsesionaba la idea de que Dios desfavorecía a España para castigar la liviandad de su rey. Pero los buenos propósitos le duraron poco, y sobreponiéndose a ellos, entregó el gobierno a un nuevo valido, don Luis Méndez de Haro, sobrino por cierto de Olivares, pero menos inteligente que su tío.

Felipe IV envejeció prematuramente. En sus últimos años, se volvió piadoso y rezador, como el don Guido machadiano, y mantuvo una curiosa correspondencia con una monja que lo aconsejaba y dirigía espiritualmente desde su convento soriano. Murió a los sesenta años (aunque aparentaba ochenta), más gastado de vicios que de labores, muy consolado por la religión y compartiendo casto lecho con la momia de san Isidro.

Habíamos comenzado el reinado de Felipe IV con un soneto. Vamos a cerrarlo con otro, éste de Quevedo, que describe con intensidad lírica su decadencia y la de España:

Miré los muros de la patria mía,

si un tiempo fuertes, ya desmoronados,

de la carrera de la edad cansados,

por quien caduca ya su valentía.

Salíme al campo, vi que el sol bebía

los arroyos del hielo desatados;

y del monte, quejosos, los ganados,

que con sombras hurtó su luz al día.

Entré en mi casa, vi que amancillada

de anciana habitación era despojos;

mi báculo más corvo y menos fuerte,

vencida de la edad sentí mi espada

y no hallé cosa en que poner los ojos

que no fuese recuerdo de la muerte.

CAPÍTULO 61
El rey hechizado

Carlos II, concebido casi milagrosamente de zurrapas seminales, en el último coito de su decrépito padre, es el producto final de docenas de cruzamientos consanguíneos a lo largo de unos cuantos siglos. Era hijo de tío y sobrina unidos con doble vínculo, y cinco de sus ocho bisabuelos eran descendientes directos de Juana la Loca. En su persona concurrían las deficiencias nefríticas del padre, la hipocondría del abuelo, la gota del bisabuelo y la epilepsia del tatarabuelo. Además, era esquizofrénico paranoide. Nació cubierto de costras y tan raquítico que decidieron no mostrarlo a la Corte, como exigía el protocolo. En sus primeros meses, lo criaron entre algodones, la incubadora de entonces; tardó dos años en echar los dientes; sólo se destetó de sus catorce nodrizas cuando cumplió los cuatro años; comenzó a caminar después de los cinco, y aprendió a leer y escribir, a duras penas, ya adolescente. Era canijo, ojos saltones, carnes lechosas, con una nariz enorme que le caía sobre el labio flojo de la mandíbula fieramente prognática. No hay más que ver los retratos que le hizo Claudio Coello, aunque procuró favorecerlo dentro de lo posible. Villars lo despachó en una frase: «Asusta de feo.» El embajador francés gastó más prosa: «[Es] de aspecto enfermizo, frente estrecha, mirada incierta, labio caído, cuerpo desmedrado y torpe de gestos.» El pobre monarca se pasó la vida entre médicos pomposos e ignorantes, santas reliquias, exorcismos y sahumerios. Su confesor y dos frailes dormían en su alcoba para guardarlo del diablo.

Cuando Carlos cumplió los catorce lo casaron con María Luisa de Orleans, sobrina del rey de Francia, una morenaza de grandes ojos negros y el vello del pubis reducido y espeso (precisión que obtenemos de un informe médico). De sus retratos y descripciones se deduce que estaba buena («de famoso arte y cuerpo, alta proporcionadamente, airosa y bien entallada»). Y procedía de casta paridora. ¿Qué más se puede pedir? Hubo que solicitar dispensa al Papa porque, como de costumbre, los contrayentes eran parientes (ella, biznieta de Felipe II).

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