Read Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] Online
Authors: Javier Tusell
Tags: #Historia, Política
Con el comienzo de siglo no sólo no prescribió el naturalismo sino que tampoco lo hizo el liberalismo de origen «krausista» vinculado con la generación de 1868. Debe recordarse que Giner no murió hasta 1915 y Azcárate desapareció en 1917. Quien habría de ser heredero de la tarea de Giner, Cossío, recordó, con mucha razón, que su actitud vital era radical —y regeneracionista— como ninguna, aunque también antirrevolucionaria por esencia al estar fundamentada en la lenta transformación de las actitudes más íntimas, pero también más decisivas. Además, siempre caracterizó a Giner un repudio a todo exhibicionismo. Giner propició el descubrimiento del paisaje del entorno madrileño y Cossío fue re-descubridor de El Greco, por lo que puede decirse que uno y otro tuvieron sus puntos de contacto, desde el punto de vista estético, con los hombres de la generación finisecular aunque no siempre se diera una perfecta sintonía entre unos y otros. Unamuno, por ejemplo, alababa la «pulcritud y mesura de los krausistas» y sus herederos intelectuales pero los juzgaba «teorizantes cándidos». Mucho más próximo estuvo, en cambio, Machado que en unos versos escritos a la hora de la muerte de Giner recordaría bellamente la estela que había dejado sobre la cultura y la sociedad españolas: «¿Murió…? Sólo sabemos/que se nos fue, por una senda/clara diciéndonos: hacedme/un duelo de labores y esperanzas». Sin duda unas y otras existieron, como se demuestra por el fuerte impacto que habría de tener el recuerdo de Giner y Azcárate en los hombres de la generación de Ortega, aquellos que, como él dijo, acudieron a la vida pública española con el «escudo en blanco». Pero antes de que alcanzara el protagonismo histórico la generación de 1914, los efectos de la labor de Giner eran ya plenamente patentes. La voluntad de apertura al pensamiento y la cultura europeas contó, a partir de 1907, con el instrumento de la Junta de Ampliación de Estudios que, administrada por personas de diferentes tendencias, aunque con claro predominio de los de procedencia liberal krausista, puso en contacto a la sociedad española con las corrientes de más allá de los Pirineos. La Junta fue obra muy directa de Giner, quien la propuso como parte de un programa de «orientación social y de sustancia» y partiendo de un deseo de «desamortizar de la política de partido la dirección de todos los intereses nacionales, dándoles una base independiente del arbitrario tejer y destejer de los Ministros». La herencia «gineriana» fue, ante todo, un talante: defendió siempre («mientras más radicalismos en las soluciones mayores miramientos en las formas»), una «política austera y profunda» y, sobre todo, la formación de una minoría dirigente porque «España carece hoy de un personal directivo».
El Centro de Estudios Históricos (1909), por su parte, proporcionó un conocimiento científico de esa intrahistoria que era preocupación esencial de la generación finisecular. Uno de los discípulos de Giner, Rafael Altamira, el historiador más conocido de la época, fue en la Universidad de Oviedo, el principal animador de la Extensión Universitaria, es decir, de la divulgación de la tarea docente superior en los medios proletarios. Además, fue también el promotor de un acercamiento con los países hispanoamericanos al principio sólo intelectual pero que luego trataría de traducirse en el terreno de la política exterior. Su caso, finalmente, ratifica que, en ocasiones, los intelectuales de esta procedencia no estaban lejos del poder: entre 1911 y 1913 ocupó el puesto de director general de Primera Enseñanza y, aunque acabó decepcionado del Rey y de los políticos liberales, no dejó de realizar una importante tarea. Su obra escrita trasladó el centro del interés de la Historia hacia la psicología del pueblo español, temática que está también en el centro de la obra de quien fue el gran maestro de la Filología y la Historia españolas, Ramón Menéndez Pidal. Su voluntad de encontrar las raíces de la Nación en el mundo peculiar y medieval perduraría durante mucho tiempo en la historiografía española.
En cuanto a las artes, la primera década y media del siglo XX presenció en España tanto un deseo creciente de contacto con Europa como una voluntad paralela de adentrarse en la peculiar esencia de lo español o de sus variedades regionales. En ambos casos encontramos un evidente paralelismo con lo sucedido en el ámbito literario. En arquitectura existió, por un lado, una voluntad de monumentalismo en los edificios públicos que puede considerarse paralela a otros fenómenos europeos (recuérdese, por ejemplo, el Palacio de Comunicaciones de Madrid, obra de Antonio Palacios, pero también la importante renovación urbana producida en las principales ciudades españolas). Sin embargo, este internacionalismo se hizo compatible con el deseo de llegar a un estilo arquitectónico que tuviera en cuenta las peculiaridades constructivas o decorativas supuesta o realmente españolas: Rucabado o Aníbal González, con el neomudejarismo, fueron testimonio de esta actitud que pretendía acercarse a la esencia de lo nacional. Con todo, el terreno más innovador de la época —aquel en el que la arquitectura española estuvo en la vanguardia de la europea— fue el de la arquitectura modernista que alcanzó difusión fuera de Cataluña pero cuya impronta fundamental y realizaciones más características se dieron precisamente en esta región. Como ya se ha advertido, existió una identificación tácita entre modernismo y catalanismo. En cierta manera se puede considerar, además, que la arquitectura modernista vino a constituir algo así como un testimonio a la vez de una opción por los procedimientos y técnicas de construcción modernos (o, más genéricamente, por el futuro) y por el deseo, añorante, de rememorar el pasado, presentes a través de la decoración y las llamadas artes menores. El modernismo catalán fue expresión de la pujanza de una sociedad que tenía su aspecto económico (gran parte de la obra de Gaudí está hecha para los Güell o los Milá) pero también su vertiente política (y de ahí, por ejemplo, la significación catalanista de un Puig i Cadafalch). Como quiera que sea, tanto el parque Güell (1898-1915) o La Pedrera (1905-1910), de Gaudí, como el Palau de la Música Catalana, de Domenech i Montaner, pueden considerarse como obras de primerísima fila en la arquitectura contemporánea mundial del momento. En cambio, en escultura, la propia condición y característica de este arte la hizo menos susceptible a la recepción de las novedades estéticas del fin de siglo: cuando los pintores modernistas quisieron homenajear a El Greco en Sitges encargaron para rememorarlo una estatua sujeta a los patrones clásicos. Con todo, en el escultor Josep Llimona encontramos una temática revestida de cotidianidad, un aire de nostalgia y una sublimación idealizadora que tiene mucho que ver con la estética simbolista del fin de siglo.
En pintura es posible apreciar una idéntica contraposición, que hemos encontrado también en otros terrenos históricos, entre la innovación modernizadora y la pertinaz resistencia al cambio. Resulta en ese sentido muy característico que cuando en 1907 Picasso pintó «Les demoiselles d'Avignon», en España todavía no existía un impresionismo que en Francia podía considerarse como fenecido hacia 1885. Podría añadirse que a partir de este periodo los pintores españoles, que casi indefectiblemente fueron a formarse a París, centro de la modernidad pictórica en ese momento, poniéndose en contacto con lo más avanzado de ella y protagonizándola, sin que esto los convirtiera en profetas en su propia tierra, donde su éxito fue tardío e incompleto. Aparte de Picasso, los éxitos internacionales de Zuloaga o Anglada Camarasa no fueron reconocidos sino en fecha tardía, aunque, en cambio, Sorolla tuvo mucha mejor fortuna, quizá porque, nacido antes, tuvo una formación más académica en Roma y coincidía más con los gustos populares. Algo parecido le sucedió a Mariano Benlliure, autor de los principales monumentos madrileños de la época.
Se puede considerar que la pintura española de la primera década y media del siglo tuvo tres focos principales, con peculiaridad propia muy marcada. Mientras que Madrid presentó el conservadurismo pictórico, Barcelona estuvo en contacto mucho más estrecho con París, y Bilbao jugó un papel intermedio. En Madrid las exposiciones nacionales marginaron a los Regoyos, Solana o Vázquez Díaz y, en cambio, premiaron hasta fecha muy avanzada a representantes de la pintura de historia o a aquellos que habían elegido una temática social, pero con tratamiento convencional. En 1900 en Europa y nueve años después en América el valenciano Sorolla, que estaba afincado en Madrid, obtuvo sonoros éxitos pero a él no puede considerársele, en puridad, como un vanguardista: ni siquiera fue propiamente un impresionista sino más bien un luminista dotado de una indudable capacidad técnica, que pasó por influencias muy distintas y que acabó creando un estilo peculiar, hecho de la captación de la atmósfera y de abordar la pintura «con ojos normales» (Maeztu). Sin embargo, todavía en la segunda década del siglo, Francisco Pradilla, un clásico de la pintura de Historia, era juzgado como el segundo pintor más importante en la capital, y una persona como Aureliano de Beruete, pintor culto en que poco a poco fue perceptible la influencia impresionista, fue relegado a un puesto muy secundario. Azorín, que escribió que «la base del patriotismo es la geografía», reconocía que el único cuadro que tenía en casa era un Beruete. En él, liberal casado con una hija de Moret, fue perceptible también una estrecha influencia de Giner y su descubrimiento del Guadarrama, así como del entorno madrileño. Además, tuvo una estrecha amistad con Sorolla, quien, procedente del «blasquismo», fue el pintor más cercano al Rey, sobre todo al comienzo de la segunda década del siglo. Su pintura tuvo preocupaciones muy características de la cultura del momento: deseo de penetrar en la esencia nacional y regional, aunque sin la pasión regeneracionista un tanto teatral de un Zuloaga.
En Bilbao, como escribió Maeztu, «la red ferroviaria y el hormigueo de las fábricas» crearon una nueva pintura, muy en contacto con Europa. Fueron los pintores vascos los primeros que viajaron a París. Zuloaga lo hizo después de una previa estancia en Roma, lo que indica su voluntad de encontrar un nuevo ámbito de inspiración; por su parte, en la pintura de Adolfo Guiard resulta perceptible una clara recepción de la influencia de Degas. Con todo, el mejor conocedor de la revolución pictórica europea en el cambio de siglo fue Darío de Regoyos, conectado con la vanguardia bruselense y parisina, y habitual expositor en las principales muestras de esta última capital. Viajero por España junto con algunos escritores y artistas belgas, Regoyos fue autor principal de una nueva imagen de España —la de un país retrasado y bárbaro pero dotado de la fuerza y la autenticidad de lo primitivo que supo plasmar en La España negra, un libro aparecido en 1898—. Prueba complementaria del impacto de la vanguardia en el mundo vasco lo constituye la amistad de Iturrino con Matisse o la celebración entre 1900 y 1910 de hasta seis exposiciones internacionales en Bilbao, en las que se exhibieron los grandes de la pintura última, desde Gauguin a Picasso. Aunque Bilbao no perdió esta condición puntera en el arte español de la época, con el paso del tiempo hubo una marcada tendencia hacia la caracterización regionalista de tipos y costumbres. Al mismo tiempo gran parte del éxito de Zuloaga en el exterior nacía que era juzgado como representante prototípico de la escuela española y como un retratista fiel de un pueblo retrasado pero de una fortaleza y peculiaridad insuperables. Capaz de penetrar en los personajes mucho más que Sorolla, como diría Ortega, Zuloaga «es amanerado y porque lo es comenzó a aplaudírsele y encomiársele». Cubrió no sólo la especificidad vasca sino también la castellana y, en consecuencia, se le debe adscribir a una tendencia muy marcada en la época, la de buscar los rasgos caracterológicos de lo nacional o lo regional. De este modo presentó tipos humanos o escenas religiosas, a menudo en exceso estridentes, pero que los intelectuales como Ortega interpretaron como «trabucazos» destinados a provocar la regeneración nacional. Mucha mayor actualidad estética tienen, en cambio, sus paisajes. De forma parecida, los Zubiaurre o Arteta representaron el medio rural vasco y Romero de Torres —un pintor simbolista amado por Valle-Inclán— pasó de la vaga angustia finisecular a la representación prototípica de la mujer andaluza. Por descontado cabe ver en todo ello un eco semejante al que llevó a Unamuno a volcarse en la reflexión sobre la intrahistoria nacional.
Barcelona, en fin, fue el centro de la modernidad plástica por excelencia y, por ello, no es en absoluto una casualidad que Picasso saliera de allí hacia París. Los primeros contactos con la capital francesa se produjeron, sin embargo, en la década de los noventa gracias a Santiago Rusiñol y Ramón Casas, quienes recibieron el inequívoco impacto de Degas. Aunque su vuelta a España supuso una re-adecuación a un medio que seguía siendo poco entusiasta con las novedades en el arte, lo cierto es que ambos pintores cambiaron la sensibilidad de la sociedad barcelonesa y, en consecuencia, hicieron posible la introducción de nuevos estilos. Al margen de Picasso, el gran pintor triunfador en el extranjero fue, en esta época, Anglada Camarasa, cuyo cromatismo fulgurante tiene semejanzas con la pintura vienesa del momento; algo semejante puede decirse de Mir, un innovador revolucionario pero muy autóctono. En cuanto a Nonell, cuya influencia sobre Picasso parece patente en una parte de su trayectoria, es representativo de una tendencia —existente en toda la vanguardia posterior— al puntillismo, a olvidar los problemas de la percepción visual del paisaje y volver a la figura humana, tratada con una óptica preexpresionista.
H
a sido habitual entre los historiadores considerar como fecha inicial de la crisis de la Monarquía constitucional de la Restauración el año 1917 en que se produjo la coincidencia entre la protesta obrera, la regionalista, la de los partidos marginados del sistema de turno y la militar. Resulta obvio que esta fecha tiene una importancia cardinal —nada fue igual a partir de este momento— aunque también sea probable que su significación haya sido exagerada porque no existió una real posibilidad revolucionaria ni tampoco la heterogeneidad de los componentes de la protesta permitía esperar entre ellos una concordancia mínima destinada a ese propósito. En definitiva, el sistema político de la Restauración tenía en ese momento todavía mucha mayor capacidad de supervivencia que la que algunos historiadores le han atribuido después, de modo que si las condiciones de la vida política y social cambiaron a partir de este momento no lo hicieron de forma sustancial. Por otro lado, parece más lógico establecer el punto de cesura cronológico unos años antes de 1917 porque sólo conociendo lo sucedido a partir del estallido de la Primera Guerra Mundial es posible comprender el sentido de la huelga de aquel verano. Por otro lado, como ya se ha visto, a partir de 1913 no sólo había quebrado ya la unidad de los partidos de turno sino que no resultaba viable (ni tan siquiera era propuesta) una regeneración del sistema político. La vida pública empezó a consistir en que los gobernantes eran crecientemente succionados por los agobiantes problemas nacidos de la coyuntura internacional, la agitación social o los problemas militares en África y no podían cumplir con un programa que, a veces, ni siquiera llegaban a definir. En suma, el sistema político se encontraba con problemas crecientes mientras que, en la práctica, quienes lo representaban habían renunciado a cambiarlo sustancialmente. El propio cambio en la sociedad española hacía más claros los inconvenientes de un régimen político como el de la Restauración. La razón es muy sencilla: la modernización no sólo tiene un efecto estabilizador a largo plazo sino que puede tenerlo en sentido contrario en un periodo más corto.