Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (26 page)

BOOK: Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]
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Los conflictos sociales. Sindicalismo y Anarquismo

P
robablemente en ningún campo de la Historia contemporánea se ha producido un cambio tan fundamental en los últimos veinte años como en lo que se refiere al llamado «movimiento obrero». En otro tiempo se le otorgaba un papel central en la evolución histórica española partiendo de la creencia en una inminente revolución. Se daba, además, una explicación, fundamentada en argumentaciones economicistas, acerca de la precisa significación ideológica de los sindicatos, no se tenía muy en cuenta a los patronos o a las autoridades gubernativas a la hora de describir los conflictos e incluso se partía de juicios de valor respecto de los distintos sindicalismos. Hoy el movimiento obrero ha perdido la pasada centralidad en la historiografía española mientras que el interés se ha trasladado a la condición obrera, a los patronos como antagonistas del sindicato o los aspectos culturales de la vida cotidiana del trabajador. El movimiento obrero se concibe ahora en continuidad y no en ruptura con un pasado inmediato, el de las sociedades de oficio clásicas, que cobijaban principalmente a trabajadores especializados. Fueron ellos, enfrentados a unos modos de producción nuevos y agobiados por la disminución de las posibilidades de movilidad social, quienes crearon una conciencia nueva y se convirtieron en una especie de vanguardia destinada a cambiar el mundo. El himno de la Casa del Pueblo de Madrid, inaugurada en 1908, revela esta mentalidad: «La fortaleza proletaria /altiva y firme se elevó/será del pueblo que trabaja/radiante foro salvador». Ha sido habitual en una parte de la historiografía considerar que la conflictividad social en la España de comienzos de siglo habría sido muy grande, como consecuencia del proceso de industrialización abierto en este periodo o acelerado en sectores significativos durante estos años. La verdad es, sin embargo, otra. A partir de este momento aparecieron formas de protesta nuevas, como, por ejemplo, la misma huelga, prácticamente inexistente antes de 1890, pero no se debe exagerar ni su importancia, ni sus efectos decisivos sobre la política de su tiempo, ni tampoco su ruptura con respecto al pasado. Todavía la consecuencia más inmediata de la pérdida de las colonias y de las medidas económicas que le siguieron pareció semejante a la del XIX. Un diario riojano pudo hablar, en 1901, del «temperamento de motín que domina a los españoles por largas enseñanzas y repetidos desengaños y que se manifiesta cualquier día con cualquier motivo». En realidad la sociedad española, muy desmovilizada, lo fue también en lo que respecta a la protesta obrera. Aunque la estadística oficial de huelgas no resulta muy fiable, sólo a comienzos de la segunda década del siglo se superó el número de 200 huelgas, que afectaron a más de treinta mil huelguistas y supusieron un millón de jornadas perdidas. Muy a menudo los conflictos se desarrollaban en un clima de violencia, no muy distinto del motín del XIX, aunque ahora se rebautizara como «huelga general revolucionaria», y solían venir acompañados de atentados (no sólo producto de la participación de los anarquistas), pero, por otro lado, acostumbraban a concluir con la intervención de una autoridad mediadora, a menudo militar, que no siempre se decantaba de forma automática a favor de los patronos. Éstos recibieron con dureza los intentos de organización sindical y practicaron a menudo el cierre como maniobra contra la presión de los asalariados, atribuyendo a agitadores venidos de fuera la ruptura de un orden patriarcal o, al menos, paternalista, que consideraban como natural. Sólo con el paso del tiempo acabaron por aceptar las fórmulas de transacción con los sindicatos y se organizaron ellos mismos en sociedades para protegerse y combatirlos. La intervención de las autoridades en los conflictos sociales se hacía por motivos de puro orden público, al margen de la legislación social. Sin embargo, como hemos visto ya al tratar de la evolución política, con el comienzo del siglo se inició ésta en España. De ella puede decirse que fue una obra colectiva cuyas disposiciones eran producto del acuerdo entre opciones divergentes o incluso enfrentadas. Así, por ejemplo, la legislación sobre tribunales industriales, destinados a mediar en los conflictos sociales, producto de una iniciativa de la Comisión de Reformas Sociales en 1891, se convirtió en ley gracias a una disposición conservadora de 1908, pero calcada de otra liberal de 1906, y dicha legislación fue modificada durante el Gobierno de Canalejas en 1912. Ese mismo carácter se aprecia en la labor de dicha Comisión, en la que tomaron parte personas procedentes del mundo católico, liberales, republicanos y dirigentes del socialismo. En un principio, la Comisión había tenido un carácter puramente informativo, pero en 1903 adquirió ya su perfil definitivo, contando con capacidad de actuación al asumir el carácter de instituto vinculado al Ministerio de Fomento (y no al de Gobernación, como hasta entonces). Su obra fue meritoria y, a lo que parece, autónoma e imparcial, aunque muchas veces estorbada por la falta de medios materiales. Contó, por otro lado, con capacidad inspectora y con una representación obrera que garantizaba la eficacia de su acción. También el Instituto Nacional de Previsión, que en 1917 contaba con 135.000 beneficiarios, tuvo la colaboración de personas procedentes de mundos distintos, principalmente del socialismo y del catolicismo.

Si la conflictividad social fue más reducida de lo que a veces suele dar la impresión, como si al pasar las páginas de cada libro de Historia española de la época fuera inminente la aparición de la revolución, la razón principal no fue la legislación social ni tampoco el hecho de que los salarios crecieran más que los precios, sino la debilidad del movimiento sindical y obrero. Cuantos datos disponemos de toda España abonan la impresión de que la protesta no era la consecuencia de la pauperización sino el resultado de la organización. Sólo en 1910 hubo un diputado socialista en el Parlamento español mientras que por las mismas fechas había cuarenta en Italia, más de un centenar en Alemania y setenta y cinco en Francia. Se debe tener en cuenta, además, que el primero y el tercero de esos países tenían, como España, un movimiento sindical anarquista muy potente. Es obvio, por tanto, que no cabe atribuir exclusivamente a este último la ausencia de representación de la izquierda obrera en el Parlamento. Hay que tener en cuenta, además, que hasta el estallido de la guerra mundial el republicanismo anticlerical y popular permaneció fuertemente arraigado en los medios urbanos. La mayor parte del sindicalismo no estaba relacionado, antes de 1914, con las dos grandes centrales nacionales, ni exclusiva ni aun mayoritariamente. Además, tenía un papel reducido en la vida pública del país: sólo en Madrid y Barcelona la afiliación sindical se aproximó al 30 por 100 de la población obrera durante el reinado de Alfonso XIII, pero las cifras eran mucho más reducidas al comienzo de dicho reinado, no se traducían en votos a la hora de las elecciones y la media nacional de afiliación, en todo caso, no llegó al 5 por 100. Las huelgas estuvieron concentradas en unos cuantos puntos y, en realidad, no había sindicatos organizados con implantación nacional, ni tampoco federaciones de industria. Por eso, cualquier tipo de solidaridad global efectiva, mediante la huelga, resultó sencillamente impensable. Una parte (pero tan sólo eso) de la debilidad del movimiento obrero en España derivó de su división, que precisamente se hizo patente cuando, con el comienzo de siglo, aumentó la influencia del socialismo, pues hasta entonces la del anarquismo había sido abrumadora. Aun así, un rasgo del movimiento obrero en España fue, hasta la II República, el peso predominante del primero, respecto del cual los historiadores no se han puesto todavía de acuerdo en las causas. Si ha de descartarse que un supuesto carácter nacional justifique ese predominio ácrata, tampoco parece que la razón pueda atribuirse a la existencia de un campesinado sin tierra, milenarista y proclive a rebeliones espontáneas necesariamente concluidas en fracaso: el predominio del anarquismo en Cataluña resulta la demostración más obvia de la falsedad de este enfoque. Para compensarla y hacerla viable se ha aludido a la inmigración obrera en Cataluña (sin tener en cuenta que muchos de los principales dirigentes ácratas tenían apellidos inequívocamente catalanes), a la dureza de la lucha obrera en la región, la escasa concentración de la producción industrial, etc. En realidad, todas estas razones parecen insuficientes o parciales, cuando no nacidas de un «a priori», sin negar por completo que pueden ser una parte de la verdad. Quizá la razón primordial que explica el predominio de un sindicalismo u otro deriva de la primera implantación en una ciudad o región del mismo y de la eficacia de su acción reivindicativa o huelguística. Puede haber también factores culturales que expliquen ese predominio ácrata, como la ausencia de veracidad del sistema liberal español, que justificaba plenamente el desprecio por la política. En fin, en España existía una tradición democrático-federal sobre la que pudo insertarse mucho mejor el anarcosindicalismo que el socialismo. La implantación del primero en Jerez o, en general, en el campo andaluz, no está relacionada, por ejemplo, con el milenarismo o la espontaneidad como con esta razón. La mejor prueba de ello es la biografía del apóstol del anarquismo en la Baja Andalucía, Fermín Salvoechea, muerto en 1907, hijo de un comerciante rico, de ideas federales y educado en Gran Bretaña. En muchos aspectos es posible encontrar un enlace entre la tradición carbonaria, anticlerical e igualitaria del republicanismo y el anarquismo. Por último, la flexibilidad organizativa y la apertura estratégica del anarquismo le permitieron ejercer una mayor o más temprana influencia sobre los medios societarios independientes o republicanos o, simplemente, los obreros no afiliados. En Sevilla se ha podido constatar, por ejemplo, que el espontaneísmo, la solidaridad y las tácticas de lucha inmediatistas atraían mucho más a los obreros que las propuestas de moderación, disciplina, énfasis en la consolidación de las sociedades o reglamentación de los procedimientos a seguir en las huelgas que propugnaban los socialistas. La paradoja es que los obreros eran mucho menos maximalistas que lo que parece deducirse de sus preferencias anarquistas. Así se explica que a periodos cortos de gran exaltación protestataria les siguieran otros de desmovilización. En ocasiones las tácticas anarquistas suponían grandes triunfos en la mejora de las condiciones de vida pero a menudo concluían en la autodestrucción del sindicalismo. En la capital andaluza, por ejemplo, hubo nada menos que cinco huelgas generales desde comienzos de siglo hasta la guerra mundial.

Del anarquismo español de esta época y de las inmediatamente posteriores llama la atención, al mismo tiempo, su enorme influencia, que dio la sensación de convertir a España en el país de Europa en que iba a ser posible el estallido de una revolución ácrata, y, a la vez, una escasa originalidad doctrinal que lo sometió a sucesivas influencias foráneas que se acumularon sobre él sin predominar definitivamente una sobre otra. De ahí la condición plural que siempre tuvo el anarquismo durante el primer tercio de siglo. Hay que tener en cuenta que, no sólo en España, sino también en buena parte del continente, el anarquismo era más influyente que el socialismo en estos años anteriores a la Primera Guerra Mundial. Su mito principal era la huelga general revolucionaria como mecanismo para colapsar el Estado burgués: tal procedimiento, unido a la acción directa (el contacto sin intermediarios entre patronos y obreros), acabó derivando en otros países hacia el anarcosindicalismo y de ahí al sindicalismo estricto. En España, sin embargo, esas estrategias se insertaron sobre una tradición de anarcocomunismo insurreccionalista y el resultado fue que en nuestro país, de hecho, esos medios obreros siguieron pensando mayoritariamente que el esfuerzo final contra el Estado burgués habría de ser siempre violento. Hubo partidarios del atentado personal y detractores del mismo, pero la tendencia espontánea de los anarquistas españoles fue siempre a justificar la violencia y, por tanto, considerar en el mismo plano a los terroristas y a los represaliados por la protesta puramente sindical u obrera.

A esto hay que sumar, para tener una visión completa, el carácter contradictoriamente plural, casi abigarrado, del anarquismo español de comienzos de siglo. Había en él sindicalistas reformistas e intelectuales subempleados que despreciaban a los obreros, «que van y vienen de la fábrica a la pocilga», como decía uno de aquéllos. Un ejemplo de esta segunda categoría lo podemos encontrar en los Montseny, dedicados por igual a la cría de pollos y a la difusión de literatura popular y anticlerical, o en los propagandistas, más allá de nuestras fronteras, de la imagen de una España inquisitorialmente represiva, como Tárrida del Mármol. El propio Francisco Ferrer, el único anarquista con dinero, puede considerarse dentro de esta categoría. En estos medios, que indudablemente protegieron y ocultaron a los perseguidos por la policía, surgieron los autores de los atentados del periodo 1904-1909. Después de una etapa inicial de empleo del terrorismo durante la década final del siglo, desde 1898 a 1903, hubo una época de paz, más que por la eficacia policial por el cansancio de los propios anarquistas. Sin embargo, la tradición del atentado personal renació en 1904 con motivo de la visita de Maura a Barcelona. Quienes la volvieron a poner en práctica fueron, quizá, antiguos anarquistas decepcionados por el incremento de la influencia sindicalista pero, sobre todo, jóvenes inestables, neuróticos y bohemios para los que el atentado era un medio de liberarles de un mundo aparentemente hostil; el ambiente «nietzscheano» del fin de siglo parecía, además, convertirlos en héroes de una nueva civilización. Mateo Morral puede constituir un buen ejemplo, con su mezcla de puritanismo y bohemia (obligaba a su hermana a cortarse el pelo, pero él padecía sífilis). Morral fue, probablemente, el autor del atentado contra el Rey en 1905, que debió contar con el apoyo de Lerroux, nueva prueba de que los límites entre el republicanismo y el anarquismo eran, en este momento, imprecisos. En mayo de 1906, después de haber intentado de nuevo atentar contra el Monarca, Morral se suicidó y Ferrer fue encarcelado pero salió absuelto por falta de pruebas. A partir de este momento el terrorismo cambió su forma de actuación. No practicó ya el atentado personal, sino que se dedicó a colocar bombas en lugares de frecuente concurrencia para crear un clima de tensión en Barcelona. Como cabía esperar (y, de hecho, ha sucedido en otras ocasiones en la Historia española), el terrorismo se convirtió en una profesión, forma de vida de algún antiguo anarquista, como Rull, luego convertido en confidente de la policía y finalmente ejecutado en 1908. La verdad es que, aunque multiplicó por cuatro el número de agentes del orden, la desaparición del terrorismo fue producto más del cansancio de los anarquistas que de la eficacia de las fuerzas policiales o de los servicios paralelos de carácter privado que entonces proliferaron. Otro factor importante fue la crecida del movimiento sindical. A partir de 1909 hubo ya tan sólo dos atentados, uno de los cuales acabó con la vida de Canalejas.

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