Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (32 page)

BOOK: Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]
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Con ello no concluyó el retroceso de la posible influencia colonial española en Marruecos pero en los años siguientes, con todas las imprecisiones y ambigüedades que se quiera, se logró al menos un acuerdo de garantía que parecía resolver los problemas de inseguridad que España venía padeciendo desde 1898 en sus fronteras. En 1906, tras una visita del emperador alemán a Tánger, a sugerencia de Alemania se reunió en Algeciras una conferencia en la que se decidió, internacionalización de Marruecos desde el punto de vista económico dando así satisfacción a todos los países mientras que fueron reconocidos también los intereses especiales de Francia y España. En ocho ciudades existirían destacamentos de policía organizados por estos dos países pero España, en la práctica, vio disminuir de nuevo su influencia territorial en Marruecos porque la distribución de la composición de esa policía era más beneficiosa para Francia.

A partir de este momento Francia aprovechó cualquier ocasión, saltándose la estricta letra de lo acordado, para traducir en los hechos su protectorado sobre Marruecos mientras que la acción española pareció tan sólo seguir a la francesa o estuvo motivada por la respuesta a incidentes ocasionales. Pero al menos España obtuvo un remedo de la tan ansiada garantía. Tras una entrevista en Cartagena a comienzos de 1907, en la que participó el propio Alfonso XIII, se suscribieron sendos acuerdos con Francia y Gran Bretaña. En ellos ni siquiera aparecía ese término («garantía»), ni se hacía alusión a las posesiones de cada país (para evitar la mención de Gibraltar), ni tampoco quedaban claros los procedimientos de actuación caso de incumplimiento. Pero se trataba, al menos de una «seudo garantía» que alineaba a España, sin compromiso preciso, más cerca de franceses y británicos que de los alemanes. Estos, sin embargo, no protestaron en exceso.

Con todos estos acuerdos la situación parecía propicia a una mayor intervención europea en Marruecos y así fue al poco tiempo. Francia, en lugar de hacer preceder la penetración económica a la militar o de establecer la policía prevista en los tratados, ocupó Uxda y en 1907 hizo lo propio en Casablanca, tras bombardearla. Lo argumentó por la inestabilidad y la falta de seguridad existentes en Marruecos pero no hizo otra cosa que multiplicarlas alterando el contenido mismo de los acuerdos que acababa de suscribir con las restantes potencias europeas y provocando un más grave estallido de xenofobia, con vertientes de fundamentalismo religioso, siempre latente en la sociedad marroquí. Además, apenas contó con España a la que, sólo después de bombardear Casablanca, indujo a enviar un buque. Lo sucedido a continuación contribuye muy bien a explicar las incertidumbres y titubeos perpetuos de la política española. Maura envió el barco «no a título de ocupación militar extranjera» sino de tarea de policía interna. Cuando los ministros le expresaron sus temores de que lo sucedido comprometiera en exceso a España les aseguró que una intervención en Marruecos sería siempre «a destiempo» si antes no se había producido la reconstitución económica del país. Sin embargo, inmediatamente a continuación pareció dudar cuando se le insinuó por parte de Francia la posibilidad de que España se responsabilizara en exclusiva de Tánger. Hubo, pues, un manifiesto titubeo, que se convertiría en perenne, entre el deseo de no quedarse atrás y la necesidad de no embarcarse en una aventura colonial.

Pero ésta acabó por tener lugar. En 1906 habían comenzado las negociaciones de los españoles con El Roghi, un caudillo local de la zona de Melilla, para obtener concesiones mineras. La decisión tomada se apartaba de la legalidad internacional al tomar en cuenta a una autoridad usurpadora lo bastante bárbara como para presentar las cabezas cortadas de sus enemigos en el transcurso de las negociaciones. Un año después quedó constituida la sociedad Minas del Rif y, en 1908, para facilitar el transporte entre la zona minera y Melilla, tropas españolas ocuparon la Restinga y el cabo del Agua, hecho que puede ser considerado como el primer acto de penetración en África. Sin embargo, quizá por el mismo hecho de haber pactado con los españoles, El Roghi, que incluso quiso ser pretendiente al sultanato, acabó perdiendo el apoyo de los indígenas, que atacaron a los obreros españoles que construían un ferrocarril minero. Por si fuera poco, uno de los pretendientes al trono marroquí, Muley Hafid, le apresó. De este modo las concesiones mineras de los españoles quedaron desprovistas de cualquier apoyo jurídico. Muley Hafid pidió armas a España para reafirmar su poder pero se le negaron por cuanto ello hubiera supuesto alinearse contra Francia. Mientras tanto, los rumores de que una compañía de predominio francés quería establecerse incitaron a tratar de consolidar las posiciones militares destinadas a apoyar a Minas del Riff, lo que originó nuevos enfrentamientos y tener que recurrir a tropas de la Península.

Este fue el origen de la campaña de 1909 que obligó al desplazamiento desde España de un ejército importante (40.000 hombres), lo que a su vez tuvo como consecuencia el estallido revolucionario de la llamada Semana Trágica. A cambio de un crecido número de bajas (unas 4.000, de las que una cuarta parte serían muertos) y, tras los combates sangrientos del barranco del Lobo y la toma del Gurugú, las tropas españolas lograron controlar directamente unos 300 kilómetros cuadrados más y someter a las tribus del entorno más inmediato. El coste humano y político había sido muy grande viniendo, como siempre, acompañado de temores de que la debilidad de la situación española fomentara el acuerdo entre el resto de las potencias (en este caso, Alemania y Francia).

Si esta expansión se había producido como consecuencia de un incidente provocado por los indígenas, la siguiente, en 1911, estuvo motivada en exclusiva por una previa iniciativa francesa. Ante una posible ampliación de la zona controlada directamente por los franceses, España amenazó con una retirada propia. De nuevo el vecino país actuó por su cuenta y riesgo: contrató un préstamo en nombre de las autoridades marroquíes y llamada, en teoría, por el sultán, ocupó Fez, la capital del imperio. El gobierno de Canalejas se movió entonces con rapidez en todas direcciones: se dirigió a Inglaterra, que prometió ayuda pero en tono menor, y a Alemania, a la que se pensó por un momento vender Guinea y Fernando Poo. Finalmente, el gobierno consultó a todos los partidos políticos españoles, incluidos los republicanos, y dijo a sus colaboradores «todos han estado de acuerdo en que debemos defendernos de los manejos franceses». España, que años antes no había reaccionado ante la toma de Casablanca, se apoderó ahora de Larache y Alcazarquivir en la zona occidental atlántica de Marruecos. Como consecuencia de esta iniciativa fueron necesarias nuevas negociaciones franco-españolas que, como siempre, se tradujeron en disminución del área de influencia del segundo país. Aunque Alemania hizo acto de presencia enviando un buque a Agadir, Francia había terminado comprando la definitiva retirada alemana de Marruecos mediante una cesión en el Congo. En consecuencia, de manera idéntica a como había sucedido en 1904 con Inglaterra, España debió ceder 45.000 kilómetros cuadrados de la zona que le había sido anteriormente atribuida. Por el tratado de septiembre de 1912 España, además, aceptó definitivamente la internacionalización de Tánger y se mostró dispuesta a no fortificar la costa propia. En adelante la autoridad del sultán marroquí estaría representada en la zona de protectorado español por un jalifa nombrado entre dos personas elegidas por España. El tratado, según García Prieto, concedía a los «imperialistas españoles»\1«\2»\3para la expansión, y a los partidarios del «recogimiento» que aquélla fuera proporcionada a la verdadera capacidad española. En torno a la fecha del tratado se produjo un considerable incremento de la extensión controlada por los españoles tanto en la zona oriental como en la occidental (campaña del Kert, toma de Monte Arruit, ocupación de Tetuán… etc). A diferencia de lo sucedido en 1909, en todas estas operaciones no se produjo ningún conflicto militar grave.

España y la Primera Guerra Mundial

P
ara comprender la actitud de España ante la Primera Guerra Mundial ha sido necesario hacer referencia previamente a la posición española en el mundo tal como había quedado perfilada como consecuencia de la guerra hispano-norteamericana del 98. España, como hemos visto, fue en adelante una nación europea de segundo rango cuya importancia radicaba ante todo en su situación estratégica a uno y otro lado del Estrecho. No ligada a potencia alguna por ningún tipo de tratado estable era, además, un Estado inicialmente aislado en el que los políticos enunciaban en ocasiones, como hizo Silvela en 1903, el propósito de «hacer salir nuestras relaciones de la situación en que se encuentran». La única posibilidad de lograrlo sin poner en mayor peligro la situación de la política exterior española residía en que, por razones económicas o militares, nuestro país se convirtiera en un aliado deseable para alguna de las grandes potencias. Al mismo tiempo, sin embargo, se debía evitar que el compromiso español en Marruecos pusiera en peligro un objetivo de mucha mayor importancia, como era la regeneración interna. Un diputado, Romeo, llegó a decir en 1904 que tres cuartas partes de España eran Marruecos y había que dedicarse antes a ella que a cualquier empresa colonial.

En la práctica la condición mediterránea de España y sus intereses norteafricanos irremediablemente la ponían en contacto con Francia y Gran Bretaña, mientras que la superioridad de estos dos países tenía como consecuencia que las relaciones con el nuestro se tradujeran en términos de efectiva mediatización. Como en 1834, España dependió de Francia y Gran Bretaña; se sumó siempre a ellas cuando estaban de acuerdo y esperó a que se diera esta situación si no se daba de entrada. Ya en 1907, en el momento de la reunión de Cartagena, el discurso de la Corona hizo mención a los «intereses muy considerables» que unían a España y estas dos naciones y que influyeron decisivamente en la determinación del papel que le hubo de corresponder a España en Marruecos. Periódicamente podía surgir otra potencia (hasta los años veinte fue Alemania y, en cierto grado, Italia) pero ni España tenía verdadera capacidad para independizarse de aquella tutela ni la tercera nación estaba interesada en otra cosa que en causar problemas al antagonista franco-británico. Los representantes diplomáticos españoles en todo el mundo solían actuar de manera supeditada a los de estos dos países y en ellos residían nuestros embajadores más calificados, más estables y más directamente vinculados al Rey. Éste, que desempeñaba un papel nada desdeñable en la política exterior, viajaba cada año a Gran Bretaña, donde tuvo apoyos diplomáticos importantes en la propia familia real.

Un dato complementario más se refiere a Portugal. El papel de Francia y de Gran Bretaña en la política exterior española se aprecia, en efecto, con tan sólo examinar la repercusión que sobre España tuvo la revolución portuguesa en 1910. Ya desde antes el peligro revolucionario republicano había hecho ponerse en contacto a ambos monarcas estableciendo entre ellos una especie de cooperación defensiva. Alfonso XIII tuvo contactos frecuentes con los últimos monarcas portugueses a los que trató de una forma paternalista (y, en ocasiones, contraproducente). Cuando cayó el trono de los Braganza hubo una evidente hostilidad española frente al nuevo régimen; sectores carlistas y monárquicos prestaron ayuda a los conspiradores portugueses desde la frontera gallega y, según Canalejas, hubo «eco de estas actitudes en más de una región elevada», afirmación con la que se refería, por supuesto, a los medios palatinos o al propio Rey. Fue la determinación de Canalejas, pero, sobre todo, la oposición británica, explorada por el propio Rey en 1911, la que explica que no tuviera lugar la mencionada intervención. Los conspiradores portugueses, sin embargo, hicieron periódicas operaciones desde la frontera gallega. Más adelante, en 1913, Alfonso XIII hizo una exploración semejante en Francia con los mismos resultados negativos pues la cuestión se remitió a Gran Bretaña que, como aliada tradicional de Portugal, era quien debía decidir sobre el particular en el seno de la entente franco-británica. Tampoco Alemania o Austria se decantaron por aceptar el intervencionismo español en Portugal antes de la guerra mundial, aunque, iniciado el conflicto, hicieran promesas, más o menos imprecisas, de que lo aceptarían de una u otra forma. Todo este panorama contribuyó a fomentar la posición neutralista española cuando estalló la guerra mundial. El fundamento principal de la misma residió en dos factores decisivos: el casi único interés por Marruecos y Gibraltar y la debilidad de la posición española en todos los terrenos. De esta última eran conscientes los dirigentes españoles hasta el punto de que Dato escribió al Rey que «si la guerra de Marruecos está representando un gran esfuerzo y no logra llegar al alma del pueblo, ¿cómo íbamos a emprender otra de mayores riesgos y de gastos iniciales para nosotros fabulosos?». Algo parecido acabaron pensando todos los políticos del régimen, incluso el conde de Romanones, que después de escribir un artículo de apariencia intervencionista titulado «Neutralidades que matan» se limitó a proponer una declaración de alineamiento genérico casi de carácter ideológico al lado de franceses y británicos, pero sin recurrir a la beligerancia. «Somos neutrales porque no podemos ser otra cosa», decía Cambó y la realidad de esta afirmación se comprueba con sólo tener en cuenta que la mitad del ejército español estaba en Marruecos y el 80 por 100 del presupuesto militar se empleaba en el pago del personal. En estas condiciones la postura de la clase dirigente española puede considerarse como acertada, por mucho que desde el mundo liberal intelectuales como Unamuno la calificaran de «vergonzosa»; con mucho mayor fundamento Azaña defendió una «neutralidad forzosa impuesta por nuestra propia indefensión». El propio Monarca viajó a Francia, Austria y Alemania para tantear posibles contrapartidas, pero encontró que eran muy modestas. Las potencias monárquicas defendieron una especie de solidaridad monárquica que debería haber alienado a España con ellas pero el Rey español repuso que ese principio «había pasado ya a la Historia, como lo demuestra nuestra guerra de Cuba, en que nadie salió en defensa de España». Las potencias democráticas no querían la intervención española sino una neutralidad muy benevolente. Las promesas que hicieron (por ejemplo, cambiar Gibraltar por Ceuta) fueron, sin embargo, ocasionales y poco comprometidas.

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