Read Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] Online
Authors: Javier Tusell
Tags: #Historia, Política
Mencionados los principales campos de la actividad podemos a continuación examinar el crecimiento económico en su conjunto. Al hacerlo comprobaremos que parece más adecuada la idea de crecimiento lento pero constante (e inferior al de otros países) que no la de un «fracaso» del desarrollo económico. Se ha calculado, en efecto, que entre 1850 y 1900 el Producto Interior Bruto se duplicó merced, sobre todo, a la industria; el balance resulta positivo si tenemos en cuenta que la contracción había sido el rasgo más característico de la economía española en la primera mitad del siglo XIX, pero la diferencia con otras latitudes se hace evidente si tenemos en cuenta que si los españoles en 1850 tenían el 48 por 100 de la renta per capita británica y el 57 por 100 de la norteamericana en 1900 los porcentajes eran, respectivamente, el 41 y el 43 por 100. El problema español no era tanto el estancamiento como la lentitud. Ahora bien, los años finales de siglo que, como veremos, supusieron desde el punto de vista político y cultural una quiebra de la legitimidad, en cambio no tuvieron como resultado una crisis económica. Aunque con grandes sacrificios, equivalentes a la mitad del presupuesto anual, la guerra colonial —que había costado unos 2.000 millones— fue financiada principalmente gracias a la deuda interior. La repatriación de los capitales de procedencia colonial vino a representar un monto semejante al coste de la guerra. Durante los años noventa, el sistema bancario incrementó sus depósitos un 60 por 100, duplicándose el número de bancos en pocos años. El Banco de España dejó de representar un papel tan crucial en el conjunto del sistema financiero como a mediados del XIX. En los años de fin de siglo el capital fundacional de las nuevas sociedades mercantiles se multiplicó por 7. La nueva revolución industrial tendría un efecto de enorme importancia en España. La electricidad, que empezaba a ser utilizada en el medio urbano para el transporte o la iluminación (en 1896 fue iluminado con ella el Palacio Real), permitiría con el paso del tiempo modernizar muchas industrias y solventar los problemas de localización de las principales. De este modo el fin de siglo fue mucho más un punto de partida que la culminación de un declive.
Si el proceso de industrialización español estuvo retrasado con respecto a otros países europeos, cualquier observador de la realidad española hubiera constatado una situación semejante respecto de la propia sociedad. Un somero examen de esos 18.500.000 habitantes que poblaban nuestro país a comienzos de siglo lo demuestra. Ya hemos visto que la mortalidad española era superior a la de las naciones europeas: alcanzaba el 29 por 1.000, mientras que en la Europa occidental se situaba en un 18, sin que la superior natalidad española pudiera compensar la diferencia. Otra considerable divergencia entre la sociedad española y la de la Europa occidental radicaba en la tasa de analfabetismo. En 1900 al menos el 63 por 100 de la población española no sabía leer ni escribir, frente a un 24 por 100 en Francia (también en Italia la alfabetización progresó a mayor ritmo que en España). Sin duda, la diferencia de porcentajes revela la eficiencia del Estado respectivo: en nuestro país las cifras de escolarizados en el final de siglo eran inferiores a las de los pendientes de escolarizar. Si España estaba, respecto del analfabetismo, en una situación mejor que la del vecino Portugal (79 por 100 de analfabetos), Bulgaria (80) o Turquía (86), había, sin embargo, provincias españolas, como Jaén y Granada que, al superar el 80 por 100 de analfabetos, recordaban mucho más al mundo balcánico que al europeo occidental. En nuestra geografía existía, en efecto, una clara diferencia entre un norte mucho más alfabetizado y un sur que lo estaba mucho menos. También existía una considerable diferencia entre el medio urbano y el rural: en Madrid, por ejemplo, dos de cada tres habitantes sabían leer (y tres de cada cuatro varones). De acuerdo con la legislación —Ley Moyano de 1857— todos los municipios de más de 500 habitantes debían erigir escuelas primarias pero, en la práctica, muchos pueblos carecían de ellas (sólo el 23 por 100 estaban en locales apropiados) y los maestros siempre cobraban tarde y mal, lo que explica los porcentajes de analfabetismo existentes. La propia Enseñanza Media se reservaba para una proporción mínima de la sociedad española, las futuras clases dirigentes. Sólo en 1887 asumió el Estado las competencias sobre los Institutos de Segunda Enseñanza, unos sesenta, originariamente en manos de las Diputaciones, pero, aun así, el número de estudiantes (unos 29-000 en 1876) a comienzos del nuevo siglo no superaba los 32. 000. La Universidad, reducto de una proporción mínima del sistema educativo (unos 17.000 alumnos en una decena de centros), estaba dotada de unos recursos relativamente aceptables en comparación con el resto del sistema, como si en la mente de los dirigentes importara mucho más la formación de una minoría que la difusión del conocimiento entre la mayoría. A menudo la cátedra servía como medio de subsistencia de escritores cuyos intereses y dedicación caminaban por muy distintos caminos: ni Leopoldo Alas Clarín ni Unamuno hicieron grandes aportaciones al Derecho romano o al estudio del griego, respectivamente. El propio Cajal, el sabio español por excelencia a fines del XIX, se vio a menudo tentado por la dedicación al periodismo o la política. De todos modos, en el final de siglo apareció una creciente preocupación por los temas educativos. No sólo hubo frecuentes iniciativas pedagógicas sino que se creó un Ministerio de Instrucción Pública, como si se pensara que al Estado le había de corresponder un papel creciente en este terreno. Analizar la estructura social española de comienzos del siglo XX no resulta fácil, porque los abundantes trabajos que la historiografía española reciente ha llevado a cabo sobre los aspectos sociales de la vida contemporánea se han centrado, sobre todo, en el movimiento obrero o en generalizaciones ensayísticas acerca de la peculiaridad de la burguesía española o de las regiones periféricas en vez de en la descripción pura y simple. Carecemos, en consecuencia, de estudios suficientes para dar una imagen precisa, tanto desde el punto de vista cuantitativo como cualitativo, de la realidad social española en este momento, aunque en los últimos tiempos algo se ha mejorado. Se puede colegir del estado de nuestros conocimientos que la sociedad española de principios de siglo si, por un lado, daba pruebas de la existencia de profundas desigualdades, no por ello puede definirse como una sociedad vecina a las del Antiguo Régimen, con una burguesía tan incipiente como «feudalizada» y sin un mínimo de movilidad social ascendente. También en este terreno la impresión que produce España es la de ser un país en vías de modernización.
Esta impresión se confirma al examinar las clases dirigentes de la España de la época que residían principalmente en Madrid y Barcelona, las dos urbes que, en el cambio de siglo, superaban los 500.000 habitantes. En la España del reinado de Alfonso XIII la clase alta estaba formada por latifundistas, nobles o no, miembros de la burguesía industrial o de negocios y altos funcionarios o profesionales, normalmente relacionados con la clase política. La nobleza estaba compuesta, en esa fecha, por algo menos de 2.000 títulos que correspondían a un número más reducido de personas: la de mayor prosapia y riqueza agraria correspondía a los títulos anteriores al siglo XIX pero a lo largo de éste la nobleza había visto engrosar sus filas con los títulos creados por Isabel II, muchos de los cuales correspondieron a los altos cargos militares o, en la Monarquía de Amadeo de Saboya, a banqueros y hombres de negocios.
Ya en la etapa de la Restauración y la Regencia se crearon algo más de medio millar de títulos que fueron a parar a personas destacadas en el mundo económico y social aunque, con el paso del tiempo, la atracción sentida por la nobleza pudo haber disminuido y, por supuesto, no implicaba un cambio de mentalidad en quien lo recibía. Grandes personajes de la burguesía catalana, como Girona y Arnús, no aceptaron ser ennoblecidos. En cualquier caso, las clases dirigentes en España estaban conectadas por vínculos matrimoniales que, más que vehículos de ascenso del estatus social, lo confirmaban y perfilaban al basarse las relaciones empresariales en la confianza personal y familiar. Así, Cánovas estuvo casado en segundas nupcias con la hija del banquero Osma, mientras que Maura casaría a sus hijos en medios de la burguesía indiana ascendente. En Barcelona, Antonio López casó a una hija suya con un Güell, enlazando a dos de las más importantes familias capitalistas catalanas.
Aun participando de estas características comunes había notorias diferencias entre las dos principales ciudades en lo que respecta a los rasgos de las clases dirigentes. En Madrid residía un tercio de las grandes fortunas españolas de la época y la mitad de la nobleza; la capital todavía tenía un elevadísimo porcentaje de la población activa dedicada al servicio doméstico. Sería, sin embargo, errado considerarla como una ciudad dominada por una nobleza de alcurnia que vegetaba gozando de sus rentas agrarias. En el mismo Senado, del que se podía esperar que fuera un reducto nobiliario, tan sólo un tercio de sus miembros tenía título y la mitad de ellos eran recientes. El primer contribuyente madrileño era el conde de Romanones, procedente de una familia de sólido arraigo liberal, que se había enriquecido a base de negocios diversos (mineros, por ejemplo) pero cuya fortuna se fundamentaba en la propiedad rural y urbana (tenía 5.000 hectáreas en Guadalajara y 41 casas en Madrid). Romanones obtuvo el título nobiliario, gracias a su matrimonio, a finales de siglo. Para completar su imagen es preciso recordar también que casó con la hija de un miembro tan importante de la clase política de la Restauración como Alonso Martínez. Su dedicación a la política no le permitió incrementar su fortuna: a su muerte se ha calculado que ésta era un 20 por 100 menor que al comienzo de su carrera política, imagen que contrasta con la habitual en un oligarca.
En el comienzo de siglo fue una nobleza de reciente creación la que fundó las primeras industrias de consumo madrileñas: el marqués de Ibarra tuvo una cervecería, el conde de Romanones creó una empresa panificadora y el duque de Tovar, su hermano, fundó una empresa de construcción. Junto a la condición de capital de la nobleza y de la alta burguesía, Madrid era también la capital administrativa y, como tal, el centro del que partían las grandes decisiones políticas. Era, pues, obligado punto de referencia de dos estamentos sociales que, en el pasado, habían estado vinculados al mundo tradicional, pero que ahora tenían una raigambre burguesa. En el último cuarto de siglo tan sólo cinco de los obispos españoles nombrados tenían procedencia nobiliaria, rasgo que desapareció a comienzos de siglo de manera casi completa. El Ejército tenía un número elevado de títulos, merced a las guerras carlistas, pero con el paso del tiempo se había convertido en un organismo urbano y burocrático en que el autorreclutamiento desempeñaba un papel de primera importancia.
Idéntica impresión de desigualdad, pero también de movilidad social, se desprende del examen de la alta sociedad barcelonesa. Tan sólo una décima parte de los títulos creados en la Restauración correspondieron a catalanes y, en general, puede decirse que aunque el ennoblecimiento de las grandes familias de Barcelona acabó por producirse, fue un tanto tardío y no tan vehementemente deseado por algunos de los miembros de esas clases. Esas grandes familias barcelonesas fueron consagradas al ocupar los puestos más importantes en los cargos organizadores de la Exposición de 1888 (que constituyó para ellas una especie de acto de reafirmación y orgullo colectivo); solían tener una procedencia humilde y habían progresado como consecuencia de los motores más característicos del desarrollo económico catalán. Girona, del Banco de Barcelona, cuya dirección mantuvo hasta los noventa años, era hijo de un relojero, y los López Bru (que recibieron el título de marqueses de Comillas por su procedencia geográfica cántabra), los Güell y los Ferrer Vidal estuvieron relacionados, inicialmente al menos, con el comercio indiano (incluso de esclavos), para pasar luego a otras dedicaciones y empresas. Aunque en esa burguesía hubo algunos apellidos extranjeros (Arnús, Bertrand) lo más habitual fue que se tratara de una clase social autóctona, con la única excepción de los López. Asentada en la solidez de la empresa familiar y en instituciones de prestigio social (el Liceo) o económico (la Caixa de Ahorros fue obra suya), esta burguesía tenía poco que ver con una clase feudalizada o rentista.
Las clases medias en la España del cambio de siglo estaban formadas por los miembros de las profesiones liberales, los burócratas, los medianos propietarios del campo y la ciudad, etc. Se puede calcular que, a la altura de 1900, unas 200.000 personas estaban vinculadas a la Administración o las profesiones liberales. La formación de estos sectores era esencialmente jurídica: en las Cortes, como en otros parlamentos de los países latinos, el número de abogados era muy alto, aproximadamente dos tercios. No puede extrañar, por tanto, el prestigio de la oratoria. Esta formación podía dar acceso a la función pública, ansiada por la clase media provinciana. A la altura del cambio de siglo no eran pocos los problemas que tenía la burocracia española. El sistema legal en que se basaba había sido implantado a mediados del siglo XIX y perfeccionado con posterioridad (los altos cuerpos de la Administración nacieron en torno a los años ochenta). Sin embargo, algunas décadas después la burocracia española no era independiente ni estaba sujeta a procedimientos de actuación objetivos y claramente diferenciados de la política. Un Estado pobre todavía condenaba a drásticas y periódicas reducciones presupuestarias: en el primer año de la última década del XIX fue del 20 por 100 y al siguiente de un 10 por 100 más. Era frecuente que, en los escalafones, el número de funcionarios cesantes fuera superior al de activos; aquéllos fueron protagonistas de buena parte de las novelas de Pérez Galdós durante los años ochenta. Si eso ya facilitaba un control por parte del Estado y excitaba a un sistema de despojo por parte de quienes estaban en el poder, la propia legislación admitía la intervención gubernamental incluso en aquella parcela en que, por precepto constitucional, debía ser autónoma, como era el caso de la justicia. Las mismas decisiones del Tribunal Supremo facilitaban la arbitrariedad gubernamental en la adjudicación de los destinos. Con todo, quizá la situación más grave en el seno de la Administración española se daba en el caso de los maestros que, a fines del XIX, todavía eran pagados por los Ayuntamientos, lo que les reducía, con frecuencia, a la miseria y, siempre, a depender del poder político en las pequeñas entidades de población. Con respecto a las clases profesionales, los años finales del siglo supusieron la definitiva vertebración de la organización colegial como medio de regular el ejercicio profesional. A estos sectores sociales se pueden añadir también, para tener una visión más completa de lo que eran las clases medias, el clero y el Ejército. El clero estaba formado por unas 88.000 personas y el Ejército constaba de unos 20.000 oficiales.