Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (7 page)

BOOK: Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]
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Fórmulas caciquiles o de clientelismo han existido siempre y probablemente seguirán existiendo. Lo peculiar del caso era que no se trataba de un sistema liberal con abusos sino que éstos eran la regla habitual y permanente. El poder del cacique en el medio rural era abrumador. Los caciques se veían favorecidos por una radical ausencia de conciencia cívica que hacía que lo más habitual fuera que los puestos de concejales se cubrieran sin lucha electoral. Desde la Administración Local se podía, a continuación, beneficiar a los próximos y perseguir a los contrarios. Claro está que el fenómeno caciquil encubría realidades muy diversas. El caciquismo sólo implica la sustitución de la voluntad del elector, pero ésta podía tener como resultado el beneficio, al margen de toda legalidad, del cacique o bien la devota preocupación por los intereses del pueblo; había, así, buenos y malos caciques, aunque el caciquismo poco tuviera que ver con el liberalismo y como fenómeno sólo pueda ser juzgado —con un juicio moral que resulta anacrónico— como una perversión de la democracia cuando en realidad se trataba de un estadio político predemocrático.

Las razones del predominio del cacique en el medio rural eran muy variadas. Había un caciquismo deferente nacido del respeto o la sumisión impuesta a la autoridad tradicional, el noble o el gran propietario agrícola, pero también al gran industrial. Todavía en el cambio de siglo se daba en algunas zonas del país, como Écija y algunas comarcas de Valencia, un caciquismo violento, a veces en connivencia con el bandolerismo endémico. Sin embargo, ya a finales del XIX este caciquismo sobre todo, y también el deferencial, parecen haber tenido menor importancia que en otros tiempos. En cambio crecía el caciquismo basado en compensaciones concretas, de carácter material, a los administrados. En el caso de caciques adinerados éstas podían ser la consecuencia de la propia riqueza del cacique y consistir en puros y simples regalos, pero muchas veces nacían también de la capacidad de obtener de la Administración beneficios con cargo al erario público, puestos burocráticos o la simple evitación de inconvenientes facilitando la desidia de la Administración.

Todo ello transgredía la legalidad vigente, violándola de manera manifiesta. El cacique-administrador o el cacique-notable no tenían el menor empacho en utilizar un poder, como es suyo, que nacía espontáneamente, y que ellos ejercían sin oposición la mayor parte de las veces, para controlar la justicia municipal, comprar el censo electoral o cometer irregularidades de cualquier tipo el día de la elección. Pero en la mayor parte de los casos ni tan siquiera éstas eran necesarias. Para que lo fueran resultaba imprescindible que hubiera un mínimo de lucha electoral y, en la mayor parte de los casos, los caciques locales se plegaban al Gobierno que estaba en el poder: la inmensa mayoría de los distritos rurales eran a comienzos de siglo «mostrencos», es decir, un bien en manos del partido que en esos momentos ocupara el poder. Había, sin embargo, algunos otros que tenían un cacicato asentado en una personalidad política y que, por tanto, o su representación no podía alterarse de una elección a otra o, caso de querer hacerlo, era preciso el empleo del dinero o la violencia. Aparte de los sólidos cacicatos de algunos políticos de la Restauración, esto era lo que sucedía en algunos distritos carlistas del País Vasco o republicanos de Cataluña, por ejemplo.

Cuanto antecede sirve para definir lo que era el sistema caciquil en el medio rural pero éste marcaba con su impronta toda la vida nacional. Respecto del medio urbano, más modernizado, cabe hacer otra descripción que debe empezar por tener en cuenta lo reducido de este tipo de contexto social en la España de la época. Por otro lado, no siempre la industrialización llevaba consigo, como correlato obligado, la modernización política, según se podría pensar en principio. En efecto, muy a menudo las zonas industriales necesitaban de un gestor de sus asuntos ante el poder estatal, lo que creaba otro género de caciquismo, algo diferente. Pero, en líneas generales, las ciudades españolas eran islas de comportamiento democrático y liberal en medio de un océano que solía recordar mucho más el mundo del Antiguo Régimen. En ellas, aunque hubiera un abstencionismo muy alto y normalmente se sumaran al casco urbano pueblos del entorno cuyo censo podía volcarse a favor de la candidatura oficial, la vida política era más parecida al modelo de lo que habitualmente entendemos por comportamiento democrático.

Las libertades de expresión y asociación, que podían ser coartadas en el medio rural, aquí, en cambio, alcanzaban mayor vigencia. Por ello no es acertada la visión que durante mucho tiempo ha solido darse del régimen de la Restauración como únicamente represivo y semidictatorial pues proporcionaba un grado considerable de libertad en ese medio urbano. Allí, además, había una movilización ideológica del electorado que, ya en la etapa finisecular, permitió frecuentes triunfos de republicanos o de carlistas y católicos. Los monárquicos, sin embargo, conservaron por lo menos una fuerza electoral importante derivada de su ascendencia en los medios de la Administración, sus redes de influencia personal o la derivada de intereses económicos. La Monarquía restauracionista daba la sensación de permanecer en perpetuo estado de sitio, particularmente en capitales como Barcelona y Valencia, en las que el republicanismo constituía una tradición política sólidamente arraigada, pero también en Madrid, en donde de seis elecciones en la última década de siglo los republicanos vencieron en una. Normalmente, las diversas obediencias monárquicas pactaban entre sí frente al adversario del sistema del turno, testimoniando de esta manera que sus diferencias reales eran menores que las que parecían derivarse de su adscripción liberal o conservadora.

Como se ha podido comprobar al hacer la descripción del sistema caciquil en estos dos contextos, urbano y rural, nos hemos referido repetidamente a su comportamiento en el momento electoral. No es extraño que haya sido así porque las elecciones verdaderamente revelan la diferencia entre un régimen liberal ideal y la realidad española de la época. Los políticos que actuaban en Madrid (eso que Costa denominaba la «oligarquía») debían tener muy en cuenta que necesitaban apoyarse en esa base rural en el momento de las elecciones. Llegado un gobierno al poder debía lograr la mayoría absoluta en las Cortes por el procedimiento de pactar con los caciques, para lo que tenía en sus manos todos los resortes del Estado. Se denominaba a esta negociación «hacer el encasillado», es decir, situar en el casillero del elenco de distritos electorales españoles esa mayoría absoluta, pero teniendo en cuenta que había unos distritos que eran intocables, por el arraigo de un caciquismo independiente respecto del poder o por la necesidad de respetar un puñado de escaños para el partido de la oposición, dado el régimen de turno pacífico imperante. En general la elaboración del encasillado, aunque soliera ser tormentosa, acababa en un pacto —término éste de tanta importancia al menos como el de «turno»— y el día antes de las elecciones se conocían ya los resultados con tan sólo algunos casos de disputa efectiva de los escaños. Dado el interés habitual de los gobiernos por evitar imponerse mediante la violencia y el poder efectivo que la legislación otorgaba a los gobernadores civiles, caso de que no se lograra el pacto, éste acababa teniendo lugar, con el resultado de que el partido que estaba en el poder obtenía siempre una holgada mayoría en medio de una habitual placidez sólo turbada por algunas excepciones ocasionales. Si las elecciones no eran lo mismo que en un régimen liberal democrático propiamente dicho, algo parecido sucedía con los partidos. Había dos partidos políticos (conservadores y liberales) que se turnaban en el poder, pero la realidad es que no se diferenciaban tanto. En cuanto a su composición social, acaso el partido conservador tenía un porcentaje más elevado de nobles, mientras que el liberal contenía en sus filas más intelectuales y periodistas; también se puede decir que el cacique-notable nutría más las filas del conservadurismo que el cacique-administrador, más propio de los liberales, pero siempre en líneas muy generales y sujetas a muchas excepciones. Si ésa era la situación en lo que respecta a la composición social de ambos grupos, algo parecido puede decirse de los principios en que basaban su actuación ambos partidos. En realidad, las divergencias eran de matiz: había en el partido conservador liberales más sinceros que algunos que militaban en el partido opuesto, ambos partidos aceptaban, en la práctica, asumir la mayor parte de la legislación aprobada por el adversario y, además, a lo largo de los primeros años de la Restauración se había llegado a una apreciable coincidencia en los programas. Los conservadores aceptaron las reformas políticas liberales mientras que en el terreno económico ambos partidos se hicieron proteccionistas. El relevo de un partido por otro adquirió el ritmo del cambio de la estación del año: de ahí que Machado escribiera que «pasados los carnavales/ volverán los conservadores/ buenos administradores». La organización de los partidos era una consecuencia de la desmovilización generalizada en la vida pública de la sociedad española. Por eso ni tan siquiera se puede decir que fueran partidos de notables sino tertulias caciquiles, formadas por la acumulación de clientelas personales. Tan sólo a los republicanos se les puede atribuir un apoyo generalizado entre la plebe urbana. Esta descripción parece peyorativa, pero resulta simplemente realista y además permite percibir el aspecto positivo que, sin duda, tuvo el régimen político de la Restauración. Como escribió Gabriel Maura, historiador e hijo de uno de los principales políticos del reinado de Alfonso XIII, liberales y conservadores permitieron la existencia de la paz y la libertad frente a lo que él denominó como la «anarquía republicana». Sin comprender esta mentalidad es imposible llegar a entender el sistema de la Restauración: de la experiencia de inestabilidad previa se surgió con un deseo de paz que explica la duración del régimen. Claro está que esa paz —añadió también Ortega— era la de los muertos: la Restauración tendió con su propia inercia a obstaculizar una transformación modernizadora de la sociedad española. Al lado de los partidos del turno había otras fuerzas políticas, capaces de lograr la movilización urbana del electorado. Eran el catolicismo, identificado con el conservadurismo y con una visión muy tradicional de la sociedad, y la izquierda, predominantemente republicana durante la etapa finisecular. La misión de los partidos de turno era neutralizar a esa oposición (los liberales a la republicana y los conservadores a la católica) y la cumplieron a plena satisfacción durante más tiempo del que suele admitirse. Téngase en cuenta que, como dijo Maeztu, los partidos de turno representaban una cierta vía media, mientras que los sectores políticos que podían llevar a la movilización incitaban inevitablemente al maximalismo y, por tanto, a ese género de enfrentamientos civiles que habían sido tan habituales en la primera mitad del XIX.

De la mera descripción del sistema caciquil se deduce su disparidad en comparación con los democráticos o liberales. En consecuencia, es posible someterlo a juicios morales condenatorios, pero esa tarea resulta inútil porque, en definitiva, en la España de la época sólo se daban las condiciones de base para que existiera el primero. Como ya se ha indicado, el caso español tiene mucho menos de peculiar de lo que los contemporáneos admitían. Las elecciones en Rumania daban todavía unas mayorías gubernamentales más nutridas y en el sur de Italia la mayor parte de los distritos eran mostrencos; incluso en Gran Bretaña el comportamiento deferente del electorado con respecto a los notables distaba de haber desaparecido. En cambio, resulta más oportuno partir de la base de que se trataba de un sistema distinto, que puede merecer la denominación, sólo aparentemente contradictoria, de liberalismo oligárquico y que, como tal, tenía reglas propias y diferentes de las del liberalismo democrático.

En primer lugar, estas reglas eran morales. La base clientelística del sistema caciquil implicaba una alteración a fondo de la ética pública, por cuanto el administrado no podía esperar de la Administración un comportamiento imparcial y aséptico, sino sesgado y personalista. La mayor parte de los políticos de la época no eran corruptos, pero la existencia del clientelismo obligaba a que toleraran la corrupción generalizada de sus redes caciquiles. Pero si existían unas reglas morales peculiares en el sistema caciquil también había otras de carácter político. Como veremos, el papel del Monarca era potenciado no sólo por una Constitución doctrinaria que partía de la co-soberanía de Cortes y Rey sino, sobre todo, por la realidad de que el Gobierno siempre obtenía la mayoría parlamentaria en las elecciones.

Una decisión real, al conceder la disolución de las Cortes, resultaba, pues, decisiva para la configuración del Ejecutivo, sin que el monarca pudiera guiarse por la actitud de una opinión pública que, en realidad, no existía en la mayor parte de la Península y que, en cualquier caso, era muy difícil ponderar. El Rey, en fin, tenía poderes importantes en materia de política exterior pero, sobre todo, le correspondía un papel de intermediación con los militares. Las peculiares reglas políticas del liberalismo oligárquico no afectaban, sin embargo, tan sólo al Monarca sino también a los partidos políticos de turno. Así, por ejemplo, no debían escindirse porque, a falta de mejor indicio de inviabilidad de la situación gubernamental, esto podía ser considerado por el Monarca como motivo suficiente para conceder el poder al partido adversario; no tenían que hacer una oposición cerrada a éste, pues eso pondría en peligro el turno y, en fin, debían mantener una cierta solidaridad incluso con la legislación aprobada por ese adversario. A fines del siglo XIX tanto la propia sociedad española como, sobre todo, su Estado fueron sometidos a una dura crítica nacida de sectores intelectuales disconformes. De la descripción anterior fácilmente se deducirá que esa crítica no carecía de fundamento porque el retraso de una y otro respecto del mundo europeo occidental era patente. No obstante, el mero hecho de que la crítica pudiera llevarse a cabo demostraba también que la posibilidad de cambio se veía factible, lo que ya en sí venía a ser un signo indudable de modernización y testimoniaba voluntad de completarla. Por otro lado, como es lógico, la crítica se producía a partir de unos parámetros ideológicos muy característicos de la época finisecular, en que se desvaneció la esperanza positivista y entraron en crisis algunos de los fundamentos del liberalismo. Esto nos da la oportunidad de examinar cuál era el estado de la cultura española en el momento de iniciarse el siglo XX.

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