Read Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] Online
Authors: Javier Tusell
Tags: #Historia, Política
Al lado de este Alfonso XIII hay otro, más desconocido, cuyas características personales pudieron también influir en algún momento en los sucesos políticos. Era un ser inseguro, muy dependiente de su madre, que de una forma ordenada y más por obligación que por deseo personal, había contribuido al establecimiento de una práctica liberal en la actuación de la Monarquía española, y resultaba a menudo depresivo. A ello contribuyó de forma poderosa el fracaso de su matrimonio y la enfermedad de sus hijos. Aunque su boda (1906) fue una decisión de Estado, estuvo acompañada del enamoramiento. La elegida fue Victoria Eugenia de Battenberg, nieta de la Reina Victoria, una elección que indicaba un alineamiento probritánico en política exterior, pero también en sentido parlamentario y modernizador. En siete años tuvo otros tantos embarazos pero de los cuatro hijos varones dos resultaron hemofílicos y otro quedó sordomudo tras una operación. De este modo las tentaciones que el Monarca pudo tener de abandonar el Trono, que fueron repetidas a partir de la Primera Guerra Mundial, no podían traducirse en la realidad (el varón que reunía los rasgos para desempeñar el papel de Rey, Juan, había nacido en 1913). La Corte no dio noticia alguna de lo que sucedía, lo que produjo numerosas especulaciones. A partir de este momento el Monarca, que reprochó implícitamente a su mujer la enfermedad de sus hijos, tuvo repetidas aventuras extramatrimoniales y la pareja, al exiliarse en 1931, no tardó en separarse.
Puede existir la tentación, partiendo del conocimiento de la España de entonces, de presentar la Corte y el medio que rodeó a Alfonso XIII como arcaicamente aristocrático, apoyado en la nobleza terrateniente y con los valores propios de un mundo de otro tiempo. La realidad, sin embargo, es bastante distinta de este estereotipo. A diferencia de la Monarquía inglesa, por ejemplo, la española no era propietaria de tierras y la fortuna de la familia real ni remotamente podía compararse con la del Rey de Bélgica, dueño del Congo. Quienes rodeaban al Rey eran nobles de alta alcurnia, pero también personas que fueron ennoblecidas por él desde un origen burgués. Su lista civil era semejante a la del Rey italiano y no bastaba para cubrir los gastos a los que le obligaba la conservación del patrimonio real. La fortuna del joven Monarca, inicialmente modesta, procedió en exclusiva de las cantidades que le atribuía el presupuesto, inferiores en un 50 por 100 a las concedidas a su abuela Isabel II. Sus inversiones posteriores se dirigieron a empresas industriales, estando algunas de ellas justificadas por intereses turísticos de carácter nacional o simplemente por tratarse de actividades innovadoras. Con ello labró una fortuna no excepcional para un monarca de la época: la del conde de Romanones, por ejemplo, era un 20 por 100 superior. Sin duda, a Alfonso XIII se le puede reprochar haber tenido lo que hoy en día denominaríamos información privilegiada o haberse servido de funcionarios de palacio para conseguirla, pero no en absoluto de fraude o de haber abusado de su puesto en beneficio propio, tal y como se le acusó en la época de la Dictadura de Primo de Rivera o durante la República. A partir de estos rasgos personales y del entorno cortesano se puede avanzar en lo más decisivo a la hora de emitir un juicio sobre Alfonso XII, su gestión como jefe del Estado. Para juzgarla se debe tener muy en cuenta la educación que recibió hasta llegar a desempeñar su importante cargo. Los biógrafos más próximos a su reinado han insistido en la influencia que pudieron tener sobre él personas proclives a ser influidas por medios clericales y aristocráticos que tenían muy poco que ver con el liberalismo de la época, especialmente con el de carácter intelectual. No se tiene en cuenta, sin embargo, que entre los mentores más directamente al tanto de su educación había quienes, como el catedrático de Derecho Constitucional Santamaría de Paredes, reducían el papel de la Monarquía en el sistema de la Restauración a la función de poder moderador o armónico de los otros tres, tarea que, si bien era fundamental, implicaba una disminución de las atribuciones concedidas por la Constitución de 1876, de acuerdo con cuya interpretación literal, como veremos inmediatamente, al Monarca le debía haber correspondido incluso el poder legislativo, compartido con la representación popular. Claro está que en otras materias, como Historia y Religión, y en todo lo que respecta al mundo militar, la formación del Monarca pudo ser mucho más autoritaria. Pero, por muchas que fueran las deficiencias en la formación de Alfonso XIII parece que la interpretación liberal de sus poderes predominó, a partir de un determinado momento, que debe situarse alrededor de 1906, sobre cualquier otra. En realidad, el Rey no fue acusado tan sólo por los sectores republicanos de tendencias autoritarias sino que también en la época franquista se emitieron juicios igualmente duros acerca de él. Hubo quien, cambiando de opinión, después de haber achacado a Alfonso XIII falta de liberalismo, luego le acusó de sobra del mismo. Lo que importa es que estos juicios fueron posteriores al reinado y derivan de las circunstancias políticas vividas en ese momento, mucho más que de la actuación del propio monarca. Durante el reinado de Alfonso XIII hubo acusaciones más o menos veladas de entrometimiento pero no de falta de liberalismo; sólo cuando se produjo la Dictadura de Primo de Rivera empezaron —justificadamente— a menudear pero, como veremos, hubo entonces también una indudable tensión entre el dictador y el Rey.
A la hora de juzgar la actuación de Alfonso XIII hay que partir de una premisa fundamental. El sistema constitucional español no era una Monarquía democrática sino una Monarquía doctrinaria en que el poder legislativo le correspondía a las Cortes con el Rey y éste, en teoría, podía nombrar y separar libremente a sus ministros, participaba en el poder legislativo, pudiendo sancionar o vetar las disposiciones votadas en las Cortes y nombraba al presidente del Senado y a una parte de sus miembros. Muchas otras monarquías europeas de la época (como, por ejemplo, la italiana) contemplaban atribuciones análogas. Por tanto, una cosa es que Alfonso XIII fuera un monarca constitucional y otra que fuera demócrata, en el más estricto sentido de la palabra, de acuerdo con lo que hoy entenderíamos por tal calificativo. Hay que tener en cuenta que en el momento de debatir la Constitución de 1876, Cánovas, autor fundamental de la Restauración, consideró que la Monarquía era algo anterior a la soberanía nacional («el Rey no jura para serlo sino por serlo», dijo), de tal manera que nada era posible ni legítimo sin el concurso de su voluntad. Así se explica esa frase ya citada del Monarca, quien todavía joven, se atribuía a sí mismo una función y una capacidad regeneradora. También así encuentra explicación su intervención en las primeras crisis de su reinado. Durante todo él siguió habiendo quienes interpretaban la Constitución en el sentido de que el Rey debía tener una amplia intervención en los asuntos de la política diaria: Sánchez de Toca llegó a decir que la voluntad nacional no podía conocerse sin la intervención del Monarca, y García Alix defendió la existencia de un Consejo consultivo de la Corona, dada la decisiva función política del monarca. Pero, en el otro extremo de las doctrinas constitucionalistas, estaban quienes, como Azcárate y Posada, defendían la tesis de que el Rey debía reducir su actividad política al mínimo. Alfonso XIII no lo hizo pero todavía estuvo más distante de la pretensión de los sectores conservadores de que ejerciera poderes efectivos, coincidentes con la letra misma del texto constitucional. Lentamente, pero siguiendo un camino inequívoco, la interpretación que fue dándose a la Constitución doctrinaria fue derivando hacia una fórmula liberalizadora, en especial a partir de la Primera Guerra Mundial. El Rey nombraba una parte de los senadores, pero nunca pensó crear una mayoría parlamentaria gracias a ellos. Eran los políticos profesionales, llegados a un determinado estatus, quienes ocupaban estos puestos, una vez propuestos por el Gobierno pero siguiendo una distribución de los escaños que concedía una parte de ellos a la oposición. Las reformas constitucionales en sentido democratizador no llegaron a fructificar, mucho más por la debilidad de los que las propusieron que por la voluntad del Monarca, y no hubo nunca cerradas negativas de éste a refrendar los decretos que le eran presentados. Menos aún trató de ejercer el poder legislativo que, en teoría, le correspondía. Respecto del nombramiento de los presidentes del Consejo cabe decir que, como en la primera etapa de la Restauración, dependió de la división interna de los partidos de turno o de la solidaridad básica entre ellos, lo que podía tener como resultado, en un determinado momento, que se considerara más apropiado que un determinado partido se enfrentara con la tarea de gobernar. Si los poderes del Rey derivaban del texto constitucional, al que se le fue dando una interpretación liberalizadora, lo que no cambió fue el comportamiento del electorado. Ya Cánovas había señalado que «el mayor de los males» para la Monarquía de la Restauración era precisamente el hecho de que no podía acudir a la opinión pública para nombrar un presidente del Consejo, por la sencilla razón de que era éste el que, estando en el poder, se construía una mayoría parlamentaria. De ahí la importancia (y la peligrosidad) de la función política del Monarca. Los profesionales de la vida pública apelaban a él como quienes en una democracia lo hacen al electorado: la situación fue perfectamente descrita por Maeztu cuando escribió que «en un régimen como el español, en que la mayoría parlamentaria la hacía la confianza misma de la Corona, con los decretos de disolución de Cortes y de convocatoria de elecciones, la intervención inevitable del Rey en la política tenía que crearle un enemigo cada vez que se ejercía para retirar la confianza a un presidente del Consejo». Un presidente que obtenía la confianza real lo solía atribuir a sus propios méritos, mientras que quien la perdía le achacaba la culpa al monarca. Esa situación era especialmente grave en el caso de una fragmentación partidista como la que se produjo en el reinado de Alfonso XIII. Lo que Maeztu describía expresivamente como «el proceso geométrico de esta acumulación de agravios», inevitablemente tenía que perjudicar al monarca. La apelación al electorado solía ser vista como una peligrosa demagogia, fuera de izquierdas o de derechas, que ponía en peligro la estabilidad en paz del sistema de la Restauración, pero, sobre todo, era considerada como el testimonio de una incurable candidez, pues el pueblo español permanecía mayoritariamente al margen de la vida pública.
Merece la pena hacer mención un poco más detallada de aquellos sectores sociales con los que más estrechamente se ha solido vincular la figura del monarca y aquellos terrenos políticos en los que desempeñó un papel más activo. Se ha asegurado la existencia de un mundo aristocrático que rodearía al Palacio Real y lo aislaría de la opinión, pero gran parte de esa aristocracia era de procedencia reciente, no siempre era muy conservadora (los palatinos solieron ser, por ejemplo, antimauristas) y muy a menudo defendía posiciones liberales (el caso del duque de Alba). En la España de la época, en que, por ejemplo, la alta burguesía catalana no se ennobleció o tardó en hacerlo, no se daba una situación de abrumador predominio social de una clase terrateniente y latifundista, como podría ser el caso de países del este de Europa. En cuanto al medio conservador católico, parece haber ejercido sobre el monarca una influencia mucho menor que durante la regencia de María Cristina, una Habsburgo. La propia Reina Victoria Eugenia, mujer del Monarca, dijo que «no era exagerado» en lo que se refiere a fervor religioso; menos parecen haberlo sido algunos de los cortesanos más cercanos como el marqués de Viana. La religiosidad de unos y otros parece haber sido más aparatosa en las manifestaciones externas que proclive al clericalismo. De hecho, en alguna ocasión, después de la Primera Guerra Mundial, Alfonso XIII se desligó de una gran movilización católica, lo que estos círculos tomaron muy a mal. No resulta inimaginable que la Monarquía se pudiera poner en peligro en algún determinado momento de haber aceptado un programa político anticlerical.
Por tanto, esos dos sectores fueron menos influyentes de lo que se suele decir, pero es, en cambio, cierto que hubo dos terrenos en los que la intervención del Monarca fue muy importante; en ambos el texto constitucional le daba pie a ello. La Restauración borbónica se había producido merced a una intervención militar y el principal protagonista de la misma, Martínez Campos, fue consultado en todas las crisis de la Restauración; existía, además, una tradición de intervencionismo político de los militares, único recurso importante contra el desorden público. En esas condiciones no puede extrañar que todo el sistema de la Restauración partiera de un cuidadísimo manejo de los asuntos militares. Al Monarca le correspondía, según la ley fundamental «en exclusiva», el mando supremo del Ejército, y los nombramientos requerían su aprobación «directa y previa». El Rey, al tomar el mando del Ejército, no necesitaba ser refrendado por ministro alguno y tenía, en la práctica, según Cánovas, un cierto derecho de inspección o veto en todas las cuestiones militares. En cierto sentido es correcta la afirmación esgrimida por personas tan diferentes como Maeztu, o Ramos Oliveira, en la derecha y en la izquierda, de que aquélla era una «Monarquía militar». Incluso el propio Alfonso XIII hubiera suscrito esta afirmación. «La guerra me la llevo yo», escribió al Rey de Portugal, principalmente porque de este modo se evitaban los peligros revolucionarios o los intentos republicanos. Pero eso no quería decir que viera su Monarquía como un régimen ajeno al liberalismo: también le aseguró que «en nuestros reinos no se reina por la tradición sino por la simpatía y actos personales del soberano».
El Ejército consideraba que era autónomo en cierto tipo de cuestiones, algunas de las cuales eran netamente políticas (la actuación contra los nacionalismos o los delitos contra la Patria, por ejemplo). Además, su mundo debía ser gobernado tan sólo por aquellos que lo conocieran verdaderamente, es decir, los propios miembros de la profesión castrense; de hecho, de los treinta y cuatro ministros de la Guerra sólo cuatro fueron civiles y estos últimos nombrados a partir de 1917, cuando la intervención del Ejército en la política se había hecho cada vez más patente, y precisamente por ello. Dadas todas estas circunstancias, el Rey mantenía un comportamiento muy especial respecto de la oficialidad. El mismo declaró que le hubiera gustado ser oficial, y la Reina Victoria Eugenia afirmó que a don Alfonso XIII le «encantaba tomar la palabra para hablar de cosas militares». Sin embargo, ni es correcto decir que el Ejército jugó un papel absolutamente predominante en la España de la época ni atribuirle al monarca tal propósito. En España, los gastos de defensa por habitante eran un sexto de los británicos y un tercio de los franceses. El Ejército tenía una fortísima conciencia crítica sobre sí mismo y, además, estaba dividido: en 1900 existían 16.000 oficiales para una plantilla de 12.000 y en la primera década del siglo la duración de los ministros de la Guerra en el poder no superó una media de siete meses. Difícilmente, en estas condiciones hubiera podido ser auspiciado un programa pretoriano consistente en propiciar el expansionismo exterior a ultranza o el incremento sistemático en los presupuestos militares, bien bajos por otro lado. Tampoco lo hubiera hecho el Rey: era consciente del origen de la Restauración, el cuidado de la oficialidad y de los altos cargos del Ejército formaba parte de sus ocupaciones habituales, y, al mismo tiempo, resultaba poco menos que inevitable que ese tipo de relaciones personalistas se mantuviera en un país cuyo sistema político se basaba en ellas y nada más que en ellas. Todo ello, en general, concluía en mantener relaciones afectuosas con la oficialidad y tratar con campechanía a los más destacados miembros de ella, que siguieron manteniendo hasta los años treinta sentimientos mayoritariamente monárquicos. Consciente del papel del Ejército en el pasado y de que en relación con la cuestión militar se habían producido enfrentamientos muy ásperos durante la Restauración, entre los partidos de turno y en el seno de los mismos, Alfonso XIII procuró repetidamente evitar el enfrentamiento entre el poder militar y el civil y fue gestor de los intereses del uno ante el otro y viceversa. De esta manera respondía a una tradición de «rey-soldado» que había iniciado su padre y que si otorgaba un papel importante a los militares también se lo acotaba. Es muy probable que hasta 1923 Alfonso XIII, con su actuación en este terreno, no aumentara las dificultades del sistema constitucional sino que, en no pocos casos, las aliviara.