Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (46 page)

BOOK: Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]
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Lo más grave del desastre de Annual no fue éste en sí, pese a su entidad, sino el hecho de que incidiera sobre un sistema político ya en crisis. La absoluta impopularidad de la empresa marroquí crispó todavía más a la mayoría de los españoles contra él y eso mismo tuvo como consecuencia que el Ejército se sintiera más aislado e incomprendido. No obstante, permanecía dividido por el mismo hecho del reparto de las responsabilidades por lo ocurrido. Los grupos políticos se enzarzaron en sonoras disputas respecto de aquéllos y, por vez primera en mucho tiempo, pareció justificarse un argumento consistente con el que atacar al régimen monárquico: como escribió el periodista de izquierda Gómez Hidalgo, había que «resolver previamente a cualquier otro el problema del militarismo y de la forma de régimen». Sin embargo, en realidad este tipo de protesta frente al sistema de la Restauración tampoco tuvo tanta influencia por el momento. El socialista Indalecio Prieto acusó directamente al Rey, sugiriendo incluso que se había opuesto al rescate asegurando que resultaba demasiado «cara la carne de gallina», pero no ofreció ninguna prueba de esa responsabilidad real, que Melquíades Álvarez consideró «una leyenda». Sólo algún catalanista republicano, como Companys, siguió a Prieto en sus afirmaciones.

No hubo, en efecto, por el momento, ninguna figura política destacada que ingresara en el republicanismo, pero no cabe duda de que la cuestión de las responsabilidades contribuyó a deteriorar el régimen y a exasperar sus disputas internas. Como en cualquier cuestión responsabilista, esto era más decisivo que la verdad de las afirmaciones que se hacían. Por ejemplo, resulta indudable que el Rey tenía amistad con el general Silvestre y que impulsaba la penetración en Marruecos (Alhucemas, una vez tomada, iba a ser denominada «Ciudad Alfonsina»), pero lo más probable es que sólo le animara genéricamente a la acción, pues Silvestre no necesitaba el impulso de nadie para el ejercicio de la imprudencia. La propia vehemencia de Prieto, que pidió la separación del Ejército de todos los coroneles de la Comandancia de Melilla y trasladar las culpas no sólo al gobierno que estaba en el poder cuando se produjo el desastre sino también al posterior, evitó que tuviera más apoyos. El régimen parlamentario, por su parte, funcionó bien ante esta catástrofe militar; incluso se puede decir que lo sucedido entonces constituye una buena prueba de que se trataba de un régimen liberal. En lo esencial, las dos personalidades más brillantes de la derecha, Maura y Cambó, estuvieron de acuerdo en la forma de enfrentarse a las responsabilidades, es decir, mediante una acusación del Congreso ante el Senado. Los liberales, por su parte, responsabilizaron a dos ministros conservadores y al presidente. Si el régimen no hubiera tenido otros problemas y el Ejército no hubiera descubierto nuevas razones para mostrar su beligerancia contra la clase política y hacerlo, ahora, unido, el sistema de la Restauración hubiera podido sobrevivir. Pero éste, como veremos, no fue el caso.

Alternativas políticas: de los conservadores a los liberales

E
l desastre de Marruecos, como tantos otros acontecimientos graves de la primera posguerra mundial, obligó también a la constitución de un gobierno de Concentración Nacional. Como en 1918, la figura destinada a presidirlo fue Antonio Maura que, de este modo, daba la sensación de haber sido capaz de superar el desprestigio que la actuación del gobierno derechista de 1919 había hecho recaer sobre sus espaldas. Como estadista seguía mereciendo el respeto de todos los grupos a pesar de sus seguidores más juveniles. En esta ocasión formaron parte del gobierno todos los partidos situados en el seno del sistema, con excepción del «albismo», pero la significación del gabinete venía dada por la personalidad de las tres figuras más importantes que lo componían: aparte del presidente, eran Cambó, como ministro de Hacienda, y La Cierva, como ministro de la Guerra. El primero representaba una nueva política, hecha de dedicación y de capacidad técnica, pero también unos intereses proteccionistas que encontraron en el arancel de 1922 una situación óptima, perdurable y poco discutida. La Cierva ocupó la cartera de Guerra debido a su imagen autoritaria y a la consideración de que era el mejor punto de contacto con los medios militares en un momento en que la situación española se había convertido en especialmente sensible a estas cuestiones.

El Gobierno Nacional consiguió durar lo suficiente —desde agosto de 1921 hasta marzo de 1922— como para resolver las urgencias más inmediatas causadas por los problemas de Marruecos, a pesar de que pronto se vio que entre sus principales componentes había importantes diferencias de matiz respecto del problema citado. En un primer momento se apoyó con decisión la gestión de Berenguer y fue esto, sin duda, lo que permitió restablecer la situación militar en un plazo muy corto pero, con el transcurso del tiempo, se fue haciendo evidente que la postura del gobierno distaba mucho de ser acorde. La Cierva era partidario, según cuenta en sus memorias, de «obtener compensaciones económicas» a la penetración en Marruecos y ello explica que en la práctica tendiera a prolongar las operaciones militares hacia el interior. La postura de Cambó era muy poco complaciente con esto, pues juzgaba que Marruecos era uno de tantos problemas ficticios de la política española que no servían sino para dilatar la solución de los más acuciantes. Maura mismo era más bien partidario de limitar la presencia española a tan sólo el litoral y, a lo sumo, a la toma de Alhucemas. Pero a todos estos problemas hubo pronto que sumar otros. A comienzos de 1922 las Juntas de Defensa, que parecían haber patrocinado a La Cierva, se enfrentaron con él y acabaron por convertirse en unas comisiones informativas que desempeñaron una especie de papel burocrático en el interior del Ministerio de la Guerra, lo que en última instancia resolvía un problema inmediato pero también institucionalizaba la influencia de los militares sobre la vida política. Los no muy significados liberales presentes en el gobierno sentían de forma creciente el deseo de abandonarlo, ante el planteamiento de la cuestión responsabilista como arma a esgrimir contra los conservadores que ocupaban el poder en el momento de ocurrir el desastre. Finalmente, en la fecha indicada, el gobierno acabó abandonando el poder por una cuestión relativamente menor, como era la divergencia respecto del momento de restablecer las garantías constitucionales en Barcelona. A diferencia de los que le sucedieron, fue piloto, más que náufrago, ante los acontecimientos.

Su sucesor fue un gobierno presidido por José Sánchez Guerra, heredero de Dato en la jefatura del partido conservador, que tenía la mayoría parlamentaria. Sánchez Guerra había sido uno de los dirigentes de su partido más caracterizadamente opuesto a Maura en 1913; su talla política, intelectual y humana era inferior a la de éste, pero el juicio de Gabriel Maura, de acuerdo con el cual sería «más suelto de lengua que de palabra, más listo que inteligente, más ingenioso que talentudo, más inquieto que activo, más asiduo que laborioso y más guardador de formas rituarias que penetrante en substancias políticas», puede estar lastrado de este enfrentamiento personal. Sánchez Guerra era, además, impetuoso, aunque este rasgo, que le hacía dar la sensación de que gobernaba «por arranques», resultaba por completo compatible con el liberalismo, hasta el punto de que su trayectoria le hizo ser mucho más merecedor de este calificativo que los que pertenecían a este partido. Sánchez Guerra, por ejemplo, fue quien destituyó a Martínez Anido del puesto de gobernador civil de Barcelona y no tuvo el menor inconveniente en plantear con decisión ante las Cortes la cuestión de las responsabilidades ante el desastre. Fue, sobre todo, esto último lo que produjo el colapso de su gabinete y cabe preguntarse si, al actuar como lo hizo, era consciente de los apoyos sociales y políticos de que disfrutaba. Acontecido el desastre de Annual durante el gobierno conservador, las responsabilidades de lo allí sucedido afectaban a algunos de los dirigentes más importantes de su propio partido.

A fines de 1922 llegó al poder un gobierno liberal de Concentración, producto, como era habitual en el régimen de la Restauración, mucho más de la división del adversario que de sus propios méritos políticos. Desde el final de la Primera Guerra Mundial los liberales habían estado tan fragmentados como los conservadores de modo que lo que les hizo llegar al poder fue la oposición al otro partido del turno, con la colaboración de la inexistencia de una personalidad tan fuerte como la de Maura que, inevitablemente, habría creado recelos. Así se explica que los intentos de Concentración liberal vinieran fraguándose lentamente desde el gobierno derechista de 1919, repitiéndose con corta periodicidad, pero sin culminar hasta que germinó la desunión entre los conservadores. El gran animador de la concentración fue Santiago Alba, como dirigente más prometedor de una tendencia política que había dado repetidas muestras de necesitar una renovación profunda, capaz de postular una alianza con quienes estaban a extramuros del sistema y de atraer a Melquíades Álvarez mediante un programa de gobierno que no mantenía grandes diferencias con los propósitos de los reformistas, pues postulaba una amplia democratización de la Monarquía hasta hacerla semejante a una República coronada. Desde el primer momento fue también perceptible el escaso entusiasmo del conde de Romanones por la fórmula. En sus memorias llega a decir que «estuvimos ciegos y pedimos el poder» —añade— «como los chicos se reparten las peras para una merienda». Romanones pensaba que, en un periodo de grave crisis como el que estaba experimentando el sistema de la Restauración, era mejor evitar un gobierno liberal que podría provocar una reacción contraria. Por otro lado, la alusión al reparto de cargos es una fiel transcripción de la realidad porque pronto se demostró que, más que un programa ideológico, al gobierno liberal lo unía la suma de intereses de las seis o siete clientelas caciquiles, puramente personalistas, en que consistía en estos momentos el partido. Las nuevas y más recientes (como la de Alcalá Zamora e incluso la de Melquíades Álvarez, pues en eso había acabado el reformismo) pugnaban por abrirse camino entre las de mayor solera, tanto a la hora de repartirse los cargos en el ejecutivo como de redactar el «encasillado». Las elecciones en las que la Concentración logró la mayoría parlamentaria no se distinguieron en nada de las anteriores, a no ser por el desenfado y la publicidad de los medios empleados para llevarlas a cabo: 145 actas fueron atribuidas sin lucha (artículo 29 de la ley electoral). Ni remotamente dio la Concentración la sensación de querer promover una efectiva regeneración electoral a través, por ejemplo, de una reforma proporcional o del apoyo social conseguido en los medios urbanos.

A pesar de este punto de partida, algunos historiadores han afirmado que a la altura de septiembre de 1923, cuando se produjo el golpe de Estado de Primo de Rivera, España estaba al comienzo de un cambio político trascendental, hasta el extremo de que cuando el general afirmó que estaba curando a un enfermo, en realidad lo que estaba haciendo era estrangular a un recién nacido. Un examen de la actuación de la Concentración liberal en el poder proporciona, sin embargo, una sensación contraria. El gobierno ni estuvo unido, ni dio verdadera sensación de reforma, ni pareció capaz de alejar los peligros que amenazaban al régimen parlamentario. Desde abril de 1923 la Concentración dio repetidas pruebas de divergencia interna que no pasaron de tener un fundamento exclusivamente personalista. En septiembre de 1923 sólo cuatro ministros no habían cambiado de cartera; las crisis parciales habían sido numerosas y ofrecían, incluso una semana antes de la sublevación militar, un espectáculo de incoherencia. La mayor parte de los cambios de gobierno no tuvieron como principal motivo ningún tipo de enfrentamiento ideológico, aunque los hubo, y en ellos los liberales siempre retrocedieron ante lo que habían sido sus propósitos iniciales. El ministro reformista Pedregal abandonó el poder ante la imposibilidad de lograr la modificación del artículo 11 de la Constitución, relativo a la confesionalidad del Estado: más que la oposición del Rey (que trató de que abandonara su decisión) lo que liberales temían era a una Iglesia que podría movilizar una dura protesta. Cuando esta crisis se produjo no tuvo como consecuencia que los reformistas dejaran sus puestos, signo evidente del escepticismo ideológico de quienes formaban lo más novedoso de la Concentración. Otros motivos de desunión fueron provocados por la evolución de los acontecimientos. Alcalá Zamora, mientras ocupó el Ministerio de Guerra, se convirtió en defensor de una mayor penetración militar en Marruecos, de acuerdo con los planes elaborados por el mando. Alba, ministro de Estado, logró la liberación de los prisioneros españoles en manos de los rifeños, pero esto dio una imagen contemporizadora de él, cuando nuevas operaciones militares eran inevitables y tenían el inconveniente de hacer imposible el resto del programa liberal en aspectos económicos y sociales. Quizá, sin embargo, el mayor defecto de la Concentración liberal fue el haber vivido en una especie de campana neumática que la aislaba de la opinión pública y evitaba que se diera cuenta de hasta qué punto estaba bordeando el golpe de Estado. En El chirrión de los políticos, publicado por Azorín inmediatamente después de la llegada al poder de Primo de Rivera, se contiene una acerba crítica de los liberales en el poder, que coincide con lo que era la opinión común en aquellos momentos. El espectáculo ofrecido por aquellos políticos incluía hechos peregrinos como ministros laicizantes que asistían a la consagración de obispos o presidentes del Consejo que confundían los nombres de los tratadistas de Derecho político con marcas de chocolate. Ni siquiera Alba, la figura más valiosa del gabinete, se dio cuenta de la inminencia del golpe. La mejor muestra de la inconsciencia de la clase política es que la prensa hablaba sin tapujos del golpe y quienes, como los intelectuales liberales, hubieran debido estar lógicamente al lado del gobierno estuvieron dispuestos, por el contrario, a mostrar benevolencia respecto del nuevo régimen dictatorial.

Crisis del Estado y del sistema político

L
a crisis del sistema liberal de la Restauración no puede ser considerada como algo inhabitual en la Europa de la época sino que fue, por el contrario, algo frecuente. En Grecia una derrota militar ante Turquía, paralela a la española pero de mayor trascendencia, porque supuso que un millón de griegos abandonara la actual Turquía, tuvo como consecuencia la ejecución de seis altos cargos militares y la suspensión temporal del sistema parlamentario en 1925. En Portugal, unos años después que en España, pero por causas semejantes, que incluían la falta de raíces del sistema liberal y la inestabilidad gubernamental, concluyó la República para ser sustituida por un régimen que, si fue básicamente civil, estuvo siempre tutelado por la autoridad militar. En Italia el «transformismo», que era bastante parecido en lo que respecta a corrupción electoral, aunque ésta se localizara tan sólo en el sur, se acabó derrumbando, pese a haber sido objeto de más sinceros intentos de reforma en manos de Giolitti. Este, en los años inmediatos a la guerra mundial, amplió el sufragio y, en la posguerra, el cambio en el sistema de recuento de votos —sufragio proporcional— permitió, en torno a 1919, que comenzara a funcionar un sistema democrático. En Italia se produjeron, en efecto, una movilización política relativamente intensa, (coincidente con una amenaza revolucionaria inmediata que tuvo como resultado ocupaciones de fábricas) y un nacionalismo irredentista producto de la intervención en la Primera Guerra Mundial que no existieron en España. Es esta situación la que explica, en definitiva, el carácter muy distinto de los regímenes de Mussolini y Primo de Rivera. El fascismo fue un partido político inequívocamente posdemocrático, mientras que en España la experiencia de la democracia no había tenido lugar ni siquiera de forma germinal: por eso no se puede decir que el sistema español tuviera un déficit democrático sino que, simplemente, no merecía este calificativo. Todo ello se explica en parte por el diferente grado de modernización de ambos países. En España, en 1930, el porcentaje de analfabetismo era superior en 13 puntos al italiano mientras que en desarrollo del sistema bancario, consumo de electricidad y de algodón estaba entre un quinto y un tercio por debajo.

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