Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (50 page)

BOOK: Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]
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En Galicia no se produjo esta tendencia hacia la radicalización del nacionalismo porque todavía estaba muy poco desarrollado e incluso se planteaba la posibilidad de ceñirse tan sólo a una acción cultural. Las Irmandades da Fala (1916) tuvieron sobre todo esta significación, pero se trató, al menos, del primer movimiento galleguista de carácter endógeno y no producto de un reflejo de lo que sucedía en Cataluña. Nacido de la colaboración de sectores de distinta procedencia ideológica, eso explica su inestabilidad. Algo parecido cabe decir también de A Nosa Terra, el primer órgano importante de prensa que tuvo el movimiento. Las candidaturas regionalistas que aparecieron en Galicia en 1918 —también en este momento la estrategia de Cambó influyó sobre el nacionalismo gallego— resultaron intrascendentes y efímeras, pero el galleguismo era ya una fuerza en auge que había encontrado en Vicente Risco y Otero Pedrayo teóricos de una interpretación tradicionalista y en los hermanos Villar Ponte de otra liberal democrática. La implantación política y electoral resultaba mínima: dos concejales, uno en La Corana y otro en Vigo, y unos 600 militantes. La misma cuestión de la participación en las elecciones fue lo bastante divisoria como para enfrentar a un grupo político de tan escasa implantación. En 1922 Risco encabezó una Irmandade Nazonalista de la que se separó la agrupación de La Coruña.

En Valencia el regionalismo no había conseguido engendrar una fuerza política estable pero, en cambio, se puede decir que había contribuido a impregnar al resto de las fuerzas políticas. El nacionalismo, en suma, tuvo una evidente expansión, pero llena de dificultades, y originó una fragmentación que contribuyó a hacerlo inviable como solución de recambio. Esto nos lleva a valorar definitivamente la capacidad de la oposición como alternativa. Todo el panorama de la oposición al sistema de turno produce una sensación de impotencia. Es cierto que ese conjunto de fuerzas demostraba la modernización de la vida pública española, pero no lo es menos que lo característico de la situación era la persistencia (e incluso el crecimiento) de una fragmentación cuya consecuencia era, precisamente, la debilidad de ese factor renovador. Pero, además, había otro rasgo, el que Ortega denominó «particularismo». Incapaces de modificar los sistemas políticos y radicalmente enfrentados entre sí por sus intereses contradictorios, las fuerzas renovadoras aumentaban la inestabilidad del sistema sin ningún resultado positivo. De ahí que Ortega escribiera que la sociedad española daba la sensación de estar dividida en «compartimientos estancos», cada uno de los cuales sólo se sentía satisfecho por la «imposición de su señora voluntad, en suma, la acción directa». De esta manera no era viable un normal funcionamiento del sistema liberal parlamentario: «No es necesario ni importante que las partes de un todo coincidan en sus deseos e ideas; lo necesario e importante es que conozca cada una y, en cierto modo, viva las de las otras». En estas condiciones si el sistema político estaba colapsado en su posibilidad de evolución y las fuerzas renovadoras creaban problemas accesorios sin aumentar las posibilidades de un cambio efectivo, la situación estaba en las mejores condiciones para facilitar el advenimiento de un régimen dictatorial.

La generación de 1914 y la vanguardia literaria y artística

E
l panorama cultural e intelectual de la España de los años veinte contrastaba fuertemente con el político, en el sentido de que en el primero se había producido ya una modernización europeizadora que hacía más sangrante el espectáculo de la vida pública, de manera que también fue éste un factor que contribuye a explicar el deterioro del turnismo sin que ninguna fórmula pareciera estar en condiciones de sustituirlo. De la aparición de esa nueva generación fueron conscientes quienes pertenecieron a la finisecular. Unamuno lo hizo al denominara los intelectuales de los años treinta como «los nietos del 98», mientras que Azorín escribió que «otra generación ha llegado» y «hay en estos jóvenes más método, más sistema, una mayor preocupación científica…; saben más que nosotros». La «competencia», profesoral o técnica, siempre europea, es un primer rasgo de esta generación que Ortega atribuyó a los miembros de la suya, al menos como ideal. No es extraño que ésta fuera una de ensayistas, dedicados a interpretar la realidad para poder cambiarla luego: lo fueron los narradores como Pérez de Ayala e incluso los poetas como Juan Ramón Jiménez. Profesores universitarios mucho más que bohemios, los hombres de 1914 (una fecha emblemática que podría ser sustituida por la de 1910, por ejemplo) exhibieron su rigor frente a los hombres del fin de siglo, pero también respecto del sistema político vigente. A la política «pactista e inerudita» de la Restauración habría que sustituirla por otra «novísima, áspera y técnica», en frase «orteguiana» muy significativa. Lo es porque demuestra, además, una voluntad de actuación en la vida pública con unos propósitos colectivos perfectamente definidos que no fue tan frecuente ni tan precisa en los hombres del fin de siglo. Azaña afirmó que en política lo equivalente al 98 estaba aún por comenzar, pero que hacerlo era imprescindible «por una exigencia de la sensibilidad». Ortega, por su parte, reprochó a Unamuno el haber sido el representante más caracterizado que no veía en el pueblo otro «elevado fin que servir de público a sus gracias de juglar»; juicios semejantes cabe encontrar en su obra acerca del romanticismo aristocrático de Valle-Inclán, del voluntarismo de Maeztu y de la insociabilidad de Baroja. La generación siguiente tuvo un propósito colectivo más preciso y firme, alimentado también por una actitud muy distinta; Azafia, juzgando a Ganivet, afirmó que era «el tipo acabado del autodidacta, de cultura desordenada y retrasada, mente sin disciplina». A pesar de ello la generación de la Primera Guerra Mundial no puede comprenderse sin la anterior: esto vale para Marañón, amigo de Unamuno, Zuloaga y Cajal, pero también para Ortega, a pesar de que también lideró a una parte de ella.

La bandera inicial de esta generación la proporcionó precisamente Ortega, principal animador de la misma, en octubre de 1913, con la fundación de la llamada Liga de Educación Política y con la conferencia que un año después pronunció bajo el título «Vieja y nueva política». Lo esencial de su contenido consiste en la descripción de dos Españas, una, la oficial, «que se empeña en prolongar los gestos de una edad fenecida» y otra, «germinal… tal vez no muy fuerte, pero vital, sincera, honrada, la cual, estorbada por la otra, no acierta a entrar de lleno en la Historia». Esta distinción se convirtió en un verdadero mito (en el sentido de una idea destinada a cambiar la realidad o, como decía el propio Ortega, verdadera «hormona psíquica») en toda la literatura peninsular. Machado definiría el patriotismo más como el descubrimiento del deber ético respecto de la colectividad y Carner habló de la patria «todavía no nacida». La novedad de la conferencia de Ortega no residió tanto en la condenación del sistema político vigente (cosa que ya habían hecho también los llamados noventayochistas), sino en el tono con que lo hizo. Lo importante no era definir la España oficial como el escenario de la lucha de unos «partidos fantasmas que defienden los fantasmas de unas ideas y que, apoyados por las sombras de unos periódicos, hacen marchar unos ministerios de alucinación», sino la sensación de que era posible no sólo condenarla sino también sustituirla. Frente a un Unamuno que, según Ortega, se dedicaría a iniciar a los jóvenes en el «energumenismo», él predicó «con agresividad simbólica» la europeización: pensaba que a los jóvenes no les debía interesar «la España villorrio», sino la «España mundial». En realidad, este programa no era sólo el de Ortega sino el de toda su generación, aunque él acertó siempre a expresarlo de manera inmejorable y a adelantarse a cualquier otro al enunciarlo. Si esa voluntad de europeización, modernidad y ciencia podía siquiera plantearse a estas alturas la razón estribaba en que había instituciones que coincidieron con estos propósitos y los hicieron posibles, cuando no los engendraron. Hubo, por ejemplo, un auténtico regeneracionismo científico que explicaba, como hizo Carracido, la derrota del 98 porque había enfrentado a un pueblo que se dedicaba a la Física y la Química con otro cuya vocación parecía ser la retórica y la poética. Desde comienzos de siglo, la ciencia fue objeto de un culto que obtuvo mayor o menor éxito pero que, en general, permitió un importante avance en todos los terrenos, que se vio acompañado por la formación de los principales científicos españoles más allá de nuestras fronteras en la segunda década de siglo y que permitió luego que los grandes prestigios internacionales, como Einstein, fueran recibidos en España. Este desarrollo de la ciencia española fue servido por la Junta de Ampliación de Estudios, creada en 1907, aunque también en ocasiones ella misma lo promovió desde sus mismos inicios en algunas especialidades. La idea en que se fundamentó era, por un lado, una herencia de Giner —que no en vano había mostrado su interés por la «japonización de España»— pero, como decía el decreto fundacional, por la tesis de que «el pueblo que se aísla, se estaciona y descompone». En realidad, la JAE empezó a funcionar a partir de 1910, dirigida por un «directorio apolítico permanente» en que figuraban los grandes prestigios de la cultura española de entonces, pero fue administrada más directamente por Castillejo, un directo discípulo de Giner. Su gestión permitió formar en los mejores centros extranjeros a unos 2.000 becarios en los más diversos terrenos. Sus principales instituciones vertebradoras fueron el Centro de Estudios Históricos, que tenía a su frente a Menéndez Pidal, y el Instituto Nacional de Ciencias Físico-Naturales, presidido por Ramón y Cajal. Labor complementaria de la JAE fue desempeñada por el Instituto-Escuela, creado en 1918 y nutrido principalmente de los especialistas en ciencias pedagógicas procedentes de la Institución Libre de Enseñanza. Allí, a través de una moderna pedagogía basada en el método activo y los ideales de Giner, se educaron buena parte de los miembros de la generación liberal posterior. La Residencia de Estudiantes y la de Señoritas completaron este panorama, ofreciendo un marco adecuado para los universitarios cuyas familias residían fuera de Madrid. Como el resto de las instituciones mencionadas se nutrían de los presupuestos estatales y el hecho de que fueran dirigidas por unas minorías selectas, europeizadoras y liberales frente a una España más retrasada puede haber hecho que aquéllas se comportaran en ocasiones con lo que Unamuno denominó «inteligente arbitrariedad». El hecho es, sin embargo, muy característico de la auténtica situación en la España de entonces. No se trataba de un país cuasi feudal dominado por unas oligarquías prepotentes e incultas, sino de una sociedad que ya había iniciado la senda de la modernización y en la que los medios culturales e incluso políticos atribuían un papel decisivo a la tradición cultural liberal. Hay que pensar que una persona como Rafael Altamira, que fue discípulo de Giner, ocupó la Dirección General de Enseñanza primaria entre 1911 y 1913, para ser luego promotor del hispanoamericanismo desde los medios oficiales y resultar elegido tres veces sucesivas senador. Otro relevante institucionista, Adolfo Posada, desempeñó un papel decisivo en el Instituto de Reformas Sociales y fue también senador.

De todos los modos, la minoría intelectual se sentía muy a menudo aislada e impotente ante la realidad mayoritaria de la España de la época. «Todo en España es municipal», decía el primer Azaña. El procedimiento literario habitual para influir en ese medio arisco fue el ensayo, que cultivaron todas las primeras figuras de esta generación, pues tenía la eficacia pedagógica y la capacidad de conectar con medios populares a los que llegaría con mucha mayor dificultad otro procedimiento literario. De ahí que Ortega escribiera que en España había que ser «aristócrata en la plazuela», aludiendo con ello a la prensa diaria. Ortega logró elevar el pensamiento filosófico español a unas cotas que no había tenido hasta entonces y que eran difícilmente repetibles, pero aun así es ante todo un maestro del artículo, como lo fueron también los otros dos grandes ensayistas de esta generación, Manuel Azaña y Eugenio d'Ors. Así se demuestra tanto en el estilo como en la dedicación de cada uno de los tres. Ortega admitía que lo puramente literario jugaba un papel decisivo en cuanto escribía al decir que «la imagen y la melodía son tendencias incoercibles en mí». La prosa sentenciosa de D'Ors o el sarcasmo de Azaña se desenvuelven en género tan inequívocamente relacionado con el ensayo como es la crítica de la cultura. Todo ello demuestra, sin lugar a dudas, el importantísimo papel que para los intelectuales de esta generación tuvo siempre la vida pública del país o la región en que vivían, aunque a menudo experimentaran profundas decepciones y aunque no siempre estuvieran, ni mucho menos, en el mismo campo. La brillantez de Ortega lo convirtió a menudo en el promotor intelectual por excelencia de iniciativas de todo tipo, pero la mayor parte de ellas abocaron a fracasos o concluyeron enfrentándole con quienes habían sido sus colaboradores originarios, por lo que muy a menudo acabó refugiándose en la torre de marfil de la reflexión doctrinal pura, al margen de la política. «Nacida del enojo y la esperanza, pareja española» apareció la revista España que, inicialmente dirigida por Ortega, se convirtió en el punto de encuentro de los intelectuales españoles de raigambre liberal que se identificaron decididamente con la causa aliadófila. Sin embargo, Ortega acabó decepcionándose del radicalismo de alguno de sus colaboradores o de la necesidad de recurrir a financiación nacida de la maquinaria propagandística franco-británica. De ahí que acabara escribiendo una especie de «diario unipersonal», significativamente titulado El Espectador, dirigido a quienes se sentían «incapaces de oír un sermón, apasionarse en un mitin y juzgar de cosas y personas como en una tertulia de café».

Su voluntad de hacerse presente reapareció de nuevo en 1917 con la fundación de El Sol, sin duda el diario madrileño de mayor altura intelectual. Su propósito era, como siempre, que España dejara de ser ese «aldeón torpe y oscuro que Europa arrastra en uno de sus bordes» y se convirtiera en un país «mejor, más fuerte, más rico, más noble y más bello». Pero de nuevo también la fundación de la Revista de Occidente, que pretendía «estar de espaldas a toda política porque la política no aspira a entender las cosas», demostró su inveterada tendencia a encontrar refugio en la ciencia o la reflexión ante las decepciones causadas por la vida pública española. El volumen de éstas es apreciable con el solo hecho de hacer mención de las numerosas ocasiones en que mostró su entusiasmo por alguna opción política para acabar mostrando su desvío. Así le sucedió, por ejemplo, con el radicalismo de Lerroux, con los socialistas, con los militares en 1917 o con el gobierno nacional de 1918, al que originariamente recibió con un artículo titulado «Albricias nacionales».

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