Read Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] Online
Authors: Javier Tusell
Tags: #Historia, Política
La mejor prueba de que Alfonso XIII no erró se encuentra en el hecho de que, en Portugal, la confianza prestada por el monarca a Joáo Franco, una especie de Maura a la portuguesa, contribuyó a la liquidación de la Monarquía en 1910. La postura del Monarca español resultó más parecida a la del británico que, obligado por la misma época a aceptar la opinión liberal o la actitud de resistencia de los sectores conservadores encastillados en la Cámara de los Lores, acabó por decantarse hacia la primera solución. Además, con el paso del tiempo, la mayor parte del partido conservador no siguió a Maura, más que por falta de acuerdo con su postura respecto a Ferrer, por reconocer que estaba violando las reglas del juego habituales en el sistema político. La supuesta masa neutra que apoyaría a Maura tampoco llegó a alterar de forma significativa la política española de la época. Por el momento, no era más que un mito político que sólo llegaría a convertirse en verdad mucho más tarde, nada menos que dos décadas después, destacándose entonces en un sentido totalmente contrario al que Maura hubiera deseado.
L
a herencia de Maura, a partir de su dimisión en octubre de 1909, fue recogida por Moret, pero por poco tiempo: como dice Pabón, el jefe liberal había desencadenado la tormenta pero acabó por ser un náufrago en ella. Tenía, por otro lado, su lógica, dentro del sistema político de entonces que, puesto que Maura había sido marginado, también lo fuera su contradictor. El jefe conservador le declaró su «implacable hostilidad» y, además, Moret se encontró con que su capacidad de maniobra, habitualmente escasa, se veía ahora reducida por la acumulación de problemas a sus espaldas. Mientras tenía lugar una conmoción en los medios militares como consecuencia de los ascensos concedidos por la actuación en Marruecos, había sectores del partido liberal que mostraban una profunda inquietud por el hecho de que Moret hubiera estado demasiado cercano a los republicanos. En estas condiciones, la crisis, «obra de ninguno y de todos», no podía tardar en estallar y así sucedió efectivamente. Nunca Moret tuvo en sus manos la dirección del partido liberal como lo había tenido antes Sagasta o lo tendría más adelante Canalejas.
Fue éste quien, en febrero de 1910, sustituyó a Moret en la jefatura del Gobierno. En la historiografía conservadora ha sido Maura el protagonista esencial de la Monarquía de Alfonso XIII, pero con el paso del tiempo se han podido ir apreciando sus limitaciones, aquellos aspectos en los que su comportamiento fue irresponsable o contraproducente para el sistema político en que actuaba, o las derivaciones de sus seguidores hacia la extrema derecha. Por el contrario Canalejas, al haber concluido su gestión en el poder de modo abrupto, tras una periodo de tiempo no tan largo, parece haberse librado de las críticas, aunque también resulten éstas posibles en el sentido de que quizá acentuó en exceso su adaptabilidad en el seno de un sistema a cuya izquierda había pertenecido hasta el momento de hacerse con la jefatura del partido liberal.
En cualquier caso, José Canalejas era, como Maura, un regeneracionista aunque con matices bastante distintos. Si el segundo apelaba a la masa neutra con la esperanza de atraérsela y cambiar la política, el primero había representado, durante años, la voluntad de transformar al viejo partido fusionista de Sagasta en un instrumento nuevo y eficiente: para él siempre fue evidente que «el partido liberal necesita completar su organización democrática, popular, propagandista, educadora, combatiente». Pero el contenido de su acción lo imaginó siempre bastante distinto al pensado por el dirigente conservador, lo que en parte se explica por su evolución personal. Republicano hasta 1880, desde los años noventa esbozó una postura muy personal en el seno del liberalismo al mismo tiempo que llegaba por vez primera a un Ministerio. No tuvo inconveniente en denunciar el peligro clerical que percibió como una amenaza invasora de la sociedad civil y eso le llevó a la dimisión, caso infrecuente en la política española. Hizo entonces una fuerte propaganda política, pero percibió que su acercamiento a los republicanos y un programa anticlerical podían degenerar en desbordamiento de sus auditorios. En adelante abandonó una apelación a las masas que podía tener tan contraproducentes efectos. Para él «la democratización o la nacionalización de la monarquía» no suponía una limitación de sus prerrogativas sino la utilización de su poder e influencia para impulsar un proyecto educativo y social que integrara en ella al conjunto de las fuerzas progresistas. Como en otros liberales de la época (Asquith, Lloyd George, Giolitti…), su liberalismo era compatible con la Monarquía (y no con el clericalismo). Ni la superación del falseamiento electoral era, para él, una condición política previa, ni la movilización podía estar exenta de dificultades graves que contribuyeran a desestabilizar las instituciones liberales. No propuso nunca sustituir el sistema de la Restauración ni cambiar su texto constitucional. En cambio, sus ideas fueron muy innovadoras en materia social y educativa. Creía que el Estado podía ser «una providencia terrena en acción» y, por eso, defendía su intervención en materias económicas y sociales a través de la expropiación forzosa, impuestos progresivos, reforma de la herencia, regulación del contrato de trabajo y negociación colectiva. En educación defendió la escuela neutra y la coeducación, difíciles de aceptar para los medios católicos de su tiempo y, sobre todo, tuvo una línea clara en materia de negociación con Roma, frente a la estrategia errática y oportunista de la mayor parte de los liberales.
Su carácter personal pudo contribuir a que alcanzara grandes éxitos. Según Cambó, en cuanto a inteligencia y a cultura, Canalejas era netamente superior a Maura aunque el fondo de bondad de este último le diera una cierta superioridad sobre la indiscreción y la maledicencia que, al decir del dirigente catalanista, caracterizaban al jefe de los liberales. Se encontraba muy por encima de los inmediatos dirigentes del partido: no carecía de dotes de mando como Moret, ni estaba senil como Montero Ríos, ni era una personalidad desdibujada como López Domínguez. Con él, por vez primera, los liberales encontraron un verdadero jefe. Poseía, a la vez —señala Madariaga—, el sentido de la realidad y un idealismo sincero. El primero nacía de una capacidad de transacción con la realidad, consciente de que «todo lo que sea forzar la evolución es destruirla», y el segundo era producto no sólo de su formación intelectual, sino de su larga defensa de lo que para la época era un programa radical. «No he venido a ocupar la Presidencia del Consejo: he venido a ejercerla», se apresuró a declarar en cuanto accedió al poder. La sensación de que el partido liberal tenía un liderazgo firme y no iba a traicionar los principios defendidos en la oposición hizo que algunos dirigentes del republicanismo (Moróte) acabaran integrándose en sus filas.
El mayor inconveniente de Canalejas en el momento de llegar al poder era que hasta entonces había sido exclusivamente un disidente acompañado por unos pocos seguidores. Había caminado a distinto ritmo de la jefatura liberal que no tenía más remedio que respetarle por su inteligencia. Él mismo ironizó acerca de sus repetidas disidencias diciendo que se asemejaban a los automóviles de la época en «la velocidad a la que marchan, el olor a petróleo [es decir, a revolución} que dejan y en la facilidad para quedarse a medio camino». A pesar de ello supo imponerse rápidamente como jefe del partido. En los círculos palatinos fue recibido con auténtico temor hasta el punto de que el conde de Romanones, ministro en el Gobierno, cuenta en sus memorias que los nobles se dirigían a él como si fuera su única esperanza. Maura podía haber mostrado la misma hostilidad hacia Canalejas que la que tuvo por Moret, pero fue neutralizado a base de cordialidad: «Yo no puedo ser —escribió el presidente—, yo no debo ser, yo no quiero ser jefe de una situación política en condiciones de incompatibilidad radical con el partido conservador, y añado que, para mí, el partido conservador no puede ni debe tener, ni, en lo que yo alcance a influir, tendrá otro jefe que usted». De este modo, Canalejas, que podría haber sido tan sólo un dirigente efímero de su partido, rompió su aislamiento inicial y ratificó su dirección en el mismo. Parte del prestigio que logró Canalejas en la época, y que habría de transmitirse a la historiografía conservadora, se explica por el hecho de que se le ocasionaron, a diferencia de Maura, problemas frecuentes, repetidos y graves con el orden público y les dio solución. En líneas generales se puede decir que los conflictos que tuvo se explican por la puesta en marcha de un nuevo sindicalismo, principalmente de significación ideológica anarquista, y por las esperanzas de implantación de un régimen republicano, alimentadas por los éxitos de la conjunción republicano-socialista y por lo sucedido en el vecino Portugal. En ocasiones las huelgas fueron exclusivamente laborales, como la que tuvo lugar en Bilbao al comienzo de su mandato, pero en otros casos tenían inmediata repercusión sobre la vida política, como cuando se trataba de una huelga de servicios públicos (caso de los ferrocarriles). Ante este problema Canalejas, durante el verano de 1912, recurrió al mismo procedimiento que en Francia había utilizado Briand dos años antes, la militarización. Un tercer caso fue el de los incidentes nacidos de motivos exclusivamente políticos, con un contenido revolucionario. Los sucesos de Cullera, que produjeron derramamiento de sangre y fueron el resultado de una conspiración entre anarquista y republicana, fueron liquidados prudentemente con el indulto de los siete condenados, hecho en el que Canalejas demostró una habilidad de la que había carecido Maura en 1909. También la proclamación de la República en Portugal tuvo importantes repercusiones en España hasta el punto de que no se entiende el acceso al poder de Canalejas si no es considerando que había de dar una respuesta atrevida a lo que sucedía al otro lado de la frontera.
En 1909, en efecto, los monarcas español y portugués, que sufrían presiones semejantes por parte de los republicanos, establecieron una especie de cooperación en defensa de sus respectivos tronos. Cuando, finalmente, se proclamó la República en Portugal, hubo proyectos de intervención armada española, entre octubre de 1910 y marzo de 1911. Desde esta última fecha sólo se prestó una ayuda indirecta, política y material, a los conspiradores monárquicos portugueses, situados sobre todo en Galicia. Fue la amenaza de Canalejas de presentar la dimisión (cuando incluso su ministro de Estado parecía estar de acuerdo en la intervención) la que, junto con la oposición inglesa, explica que los deseos intervencionistas del Rey quedaran sin plasmarse. Sin embargo, ese propósito larvado fue suficiente para alimentar en Portugal una profunda hostilidad hacia España que tardaría mucho en disiparse, en especial porque la situación en este país siguió siendo inestable y, con ella, la voluntad intervencionista española se mantuvo latente. También la intervención militar española en la costa occidental de Marruecos trajo consigo protestas importantes de unas clases populares que nunca aceptaron el colonialismo español en el norte de África.
La labor legislativa de Canalejas en el poder resulta, en comparación con la de Maura, más discreta, por lo menos en lo que respecta a los propósitos aunque, al mismo tiempo, fue capaz de dar respuesta a ansias populares duraderas. Se debe tener en cuenta, por otra parte, que Canalejas no tuvo nunca tras de sí una mayoría totalmente fiel, al contrario que el dirigente conservador. Las dos cuestiones que supo resolver Canalejas, al menos parcialmente, fueron la del impuesto de consumos y el servicio militar. Siempre, desde la oposición, había clamado Canalejas en contra de ese impuesto, que consideraba «una expoliación del proletariado», y que motivaba periódicas protestas populares, por gravar los productos de primera necesidad. Después de algunas dudas fue su segundo ministro de Hacienda quien presentó un proyecto para sustituirlo por un impuesto progresivo sobre las rentas urbanas, lo que motivó las iras de los medios acomodados. Al pedir en el Parlamento la aprobación de la Ley, Canalejas debió recurrir a una llamada a la disciplina de su propia mayoría parlamentaria afirmando que «quien no vote (esta ley) está frente a mí y está fuera del partido liberal, sometido a mi jefatura por su voluntad». Aun así, treinta diputados liberales votaron en contra. Otra medida, indudablemente muy popular y por la que también en el pasado había luchado Canalejas, fue la reforma de la ley de reclutamiento. Las protestas contra la redención en metálico eran crecientes, en especial después de los sucesos de 1909, que habían causado más de un millar de muertos, aunque, por otro lado, las disponibilidades presupuestarias resultaban tan insuficientes para el Ejército que no parecía haber otro remedio que recurrir a ellas. Resultaba especialmente sangrante que la derecha conservadora hablara de patriotismo cuando sus hijos eran los que evitaban por ese procedimiento el servicio de las armas. La protesta contra el servicio militar fue siempre generalizada y popular. Ya Castelar había aludido a «esos terribles días de quintas que siembran la desolación de la familia». Ahora la reforma del general Luque consistió en convertir el enrolamiento en obligatorio, aunque sólo durante tiempo de guerra. En tiempo de paz sólo duraría cinco meses para quienes pagaran una suma de 2.000 pesetas, y diez para los que pagaran 1.500. Se trataba, por tanto, de una solución sólo parcial a los inconvenientes de la situación precedente: baste con recordar que esas cantidades suponían, en su cuota mínima, entre doce y dieciocho meses del salario de un peón agrícola. Si estas medidas fueron populares también lo resultaron otras disposiciones de carácter social que confirman la posición doctrinal de Canalejas. En el discurso de la Corona, al comienzo de la legislatura de 1910, quedaron enunciados una serie de proyectos relativos al trabajo de la mujer, el contrato de aprendizaje, el fomento del ahorro, el contrato de trabajo, la seguridad social, etc. De estos proyectos de ley algunos fueron aprobados y otros, como el contrato de trabajo, motivaron una resistencia encarnizada. Pero las dos grandes cuestiones políticas de la etapa gubernamental de Canalejas fueron, en realidad, las mancomunidades provinciales y el tratamiento dado al problema clerical. Respecto a materias como la Administración regional y local Canalejas, hasta el momento, se había mostrado centralista hasta el extremo de asegurar que de una mayor autonomía local no podía «salir nada bueno». Este juicio debe integrarse en el conjunto de su visión acerca de que era más oportuno no cambiar el sistema político de la Restauración. Su juicio, sin embargo, ya había cambiado cuando llegó a la presidencia, o quizá se dio cuenta de que no podía decepcionar a la opinión pública catalanista; por eso declaró que un liberal centralista era «un sujeto digno de la Paleontología o la Arqueología». En este punto, como en otros, Canalejas no llegó a satisfacer por completo a quienes exigían una reforma y tampoco obtuvo para ella el consentimiento unánime de su partido. La porción centralista, o simplemente «anti-canalejista» del mismo, se revolvió contra él y sólo con uno de sus mejores discursos parlamentarios logró convencer a la mayoría de su partido, a pesar de que 19 de sus diputados, entre los que el más eminente fue Moret, votaron en contra del proyecto. Pero, en el momento de la muerte de Canalejas, el proyecto de ley de Mancomunidades, aprobado en el Congreso, estaba todavía pendiente de ratificación por el Senado.