Historia de la vida del Buscón (15 page)

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Authors: Francisco de Quevedo

Tags: #Clásico, picaresca, humor

BOOK: Historia de la vida del Buscón
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No bien me aparté de él con su capa, cuando ordena el diablo que dos que lo aguardaban para cintarearlo por una mujercilla, entendiendo por la capa que yo era don Diego, levantan y empiezan una lluvia de espaldarazos sobre mí. Yo di voces, y en ellas y la cara conocieron que no era yo. Huyeron y yo quedéme en la calle con los cintarazos. Disimulé tres o cuatro chichones que tenía y detúveme un rato, que no osé entrar en la calle, de miedo. En fin, a las doce, que era a la hora que solía hablar con ella, llegué a la puerta; y emparejando, cierra uno de los que me aguardaban por don Diego, con un garrote conmigo, y dame dos palos en las piernas y derríbame en el suelo; y llega el otro, y dame un trasquilón de oreja a oreja y quítanme la capa, y déjanme en el suelo, diciendo:

—¡Así pagan los pícaros embustidores mal nacidos!

Comencé a dar gritos y a pedir confesión; y como no sabía lo que era, aunque sospechaba por las palabras que acaso era el huésped de quien me había salido con la traza de la Inquisición, o el carcelero burlado, o mis compañeros huidos...; y, al fin, yo esperaba de tantas partes la cuchillada, que no sabía a quién echársela; pero nunca sospeché en don Diego ni en lo que era. Daba voces:

—¡A los capeadores!

A ellas vino la justicia; levantáronme, y viendo mi cara con una zanja de un palmo y sin capa ni saber lo que era, asiéronme para llevarme a curar. Metiéronme en casa de un barbero, curóme, preguntáronme dónde vivía, y lleváronme allá. Acostáronme, y quedé aquella noche confuso, viendo mi cara de dos pedazos y tan lisiadas las piernas de los palos, que no me podía tener en ellas ni las sentía, robado, y de manera que ni podía seguir a los amigos, ni tratar del casamiento, ni estar en la Corte, ni estar fuera.

Capítulo VIII

De su cura y otros sucesos peregrinos

He aquí a la mañana amanece a mi cabecera la huéspeda de casa, vieja de bien, arrugada y llena de afeite, que parecía higo enharinado, niña si se lo preguntaban, con su cara de muesca, entre chufa y castaña apilada, tartamuda, barbada y bizca y roma; no le faltaba una gota para bruja. Tenía buena fama en el lugar y echábase a dormir con ella y con cuantos querían; templaba gustos y careaba placeres. Llamábase la Paloma; alquilaba su casa y era corredora para alquilar otras. En todo el año no se vaciaba la posada de gente.

Era de ver cómo ensayaba una muchacha en el taparse, lo primero enseñándola cuáles cosas había de descubrir de su cara. A la de buenos dientes, que riese siempre, hasta en los pésames; a la de buenas manos, se las enseñaba a esgrimir; a la rubia, un bamboleo de cabellos y un asomo de vedijas por el manto y la toca extremado; a buenos ojos, lindos bailes con las niñas y dormidillos, cerrándolos, y elevaciones mirando arriba. Pues tratada en materia de afeites, cuervos entraban y les corregía las caras de manera que al entrar en sus casas, de puro blancas no las conocían sus maridos. Enlucía manos y gargantas como paredes, acicalaba dientes, arrancaba el vello; tenía un bebedizo que llamaba Herodes, porque con él mataba los niños en las barrigas, y hacía malparir y mal empreñar. Y en lo que ella era más extremada era en arremedar virgos y adobar doncellas. En solos ocho días que yo estuve en casa la vi hacer todo esto. Y para remate de lo que era, enseñaba a pelar, y refranes que dijesen las mujeres. Allí les decía cómo habían de encajar la joya: las niñas por gracia, las mozas por deuda y las viejas por respeto y obligación. Enseñaba pediduras para dinero seco y pediduras para cadenas y sortijas. Citaba a la Vidaña, su concurrente en Alcalá, y a la Plañosa, en Burgos, a Muñatones la de Salamanca.

Esto he dicho para que se me tenga lástima de ver a las manos que vine y se ponderen mejor las razones que me dijo; y empezó por estas palabras, que siempre hablaba por refranes:

—De donde sacan y no pon, hijo don Filipe, presto llegan al hondón; de tales polvos, tales lodos; de tales bodas, tales tortas. Yo no te entiendo, ni sé tu manera de vivir. Mozo eres, no me espanto que hagas algunas travesuras, sin mirar que, durmiendo, caminamos a la güesa [sepultura]: yo, como montón de tierra, te lo puedo decir. ¡Qué cosa es que me digan a mí que has desperdiciado mucha hacienda sin saber cómo, y que te han visto aquí ya estudiante, ya pícaro, y ya caballero, y todo por las compañías! Dime con quién andas, hijo, y diréte quién eres; cada oveja con su pareja; sábete, hijo, que de la mano a la boca se pierde la sopa. Anda, bobillo que si te inquietaban mujeres, bien sabes tú que soy yo fiel perpetuo en esta tierra de esa mercaduría, y que me sustento de las posturas, así que enseño como que pongo, y que nos damos con ellas en casa, y no andarte con un pícaro y otro pícaro, tras una alcorzada y otra redomadona, que gasta las faldas con quien hace sus mangas. Yo te juro que hubieras ahorrado muchos ducados si te hubieras encomendado a mí porque no soy nada amiga de dineros. Y por mis entenado y difuntos, y así yo haya buen acabamiento, que aun lo que me debes de la posada no te lo pidiera agora, a no haberlo menester para unas candelicas y hierbas (que trataba en botes, sin ser boticaria, y si la untaban las manos, se untaba y salía de noche por la puerta del humo).

Yo que vi que había acabado la plática y sermón en pedirme, que, con ser su tema, acabó en él y no comenzó, como todos hacen, no me espanté de la visita, que no me la había hecho otra vez mientras había sido su huésped, si no fue un día que me vino a dar satisfacciones de que había oído que me habían dicho no sé qué de hechizos y que la quisieron prender y escondió la calle; vínome a desengañar y a decir que era otra de su nombre.

Yo la conté su dinero y, estándosele dando, la desventura, que nunca me olvida, y el diablo, que se acuerda de mí, trazó que la venían a prender por amancebada, y sabían que estaba el amigo en casa. Entraron en mi aposento; como me vieron en la cama y a ella conmigo, cerraron con ella y conmigo y diéronme cuatro o seis empellones muy grandes y arrastráronme fuera de la cama. A ella la tenían asida otros dos tratándola de alcahueta y bruja. ¡Quién tal pensara de una mujer que hacía la vida referida!

A las voces del alguacil y a mis quejas, el amigo, que era un frutero que estaba en el aposento de adentro, dio a correr. Ellos que lo vieron y supieron por lo que decía otro huésped de casa que yo lo era arrancaron tras el picaño, y asiéronle y dejáronme a mí repelado y apuñeado; y con todo mi trabajo me reía de lo que los picarones decían a la Guía. Porque uno la miraba y decía:

—¡Qué bien os estará una mitra, madre, y lo que me holgaré de veros consagrar tres mil nabos a vuestro servicio!

Otro:

—Ya tienen escogidas plumas los señores alcaldes, para que entréis bizarra.

Al fin, trujeron el picarón, y atáronlos entrambos. Pidiéronme perdón y dejáronme solo. Yo quedé algo aliviado de ver a mi buena huéspeda en el estado que tenía sus negocios; y así, no tenía otro cuidado sino el de levantarme a tiempo que la tirase mi naranja. Aunque, según las cosas que contaba una criada que quedó en casa, yo desconfié de su prisión, porque me dijo no sé qué de volar, y otras cosas que no me sonaron bien.

Estuve en la casa curándome ocho días, y apenas podía salir; diéronme doce puntos en la cara, y hube de ponerme muletas. Halléme sin dinero, porque los cien reales se consumieron en la cura, comida y posada; y así, para no hacer más gasto no teniendo dinero, determiné de salirme con dos muletas de la casa, y vender mi vestido, cuellos y jubones, que era todo muy bueno. Hícelo y compré con lo que me dieron un coleto de cordobán viejo y un jubonazo de estopa famoso, mi gabán de pobre, remendado y largo, mis polainas y zapatos grandes, la capilla del gabán en la cabeza, un Cristo de bronce traía colgando del cuello, y un rosario.

Impúsome en la voz y frases doloridas de pedir un pobre que entendía de la arte mucho, y así comencé luego a ejercitarlo por las calles. Cosíme sesenta reales que me sobraron en el jubón, y con eso me metí a pobre fiado en mi buena prosa. Anduve ocho días por las calles, aullando en esta forma, con voz dolorida y realzamiento de plegarias: «¡Dalde, buen cristiano, siervo del Señor, al pobre lisiado y llagado; que me veo y me deseo!» Esto decía los días de trabajo, pero los días de fiesta comenzaba con diferente voz, y decía: «¡Fieles cristianos y devotos del Señor! ¡Por tan alta princesa como la Reina de los Ángeles, Madre de Dios, dalde una limosna al pobre tullido y lastimado de la mano del Señor!» Y paraba un poco, que es de grande importancia, y luego añadía: «¡Un aire corrupto en hora menguada trabajando en una viña, me trabó mis miembros, que me vi sano y bueno como se ven y se vean, loado sea el Señor!»

Venían con esto los ochavos trompicando y ganaba mucho dinero. Y ganara más si no se me atravesara un mocetón mal encarado, manco de los brazos y con una pierna menos, que me rondaba las mismas calles en un carretón y cogía más limosna con pedir mal criado. Decía con voz ronca, rematando en chillido: «¡Acordaos siervos de Jesucristo, del castigado del Señor por sus pecados! ¡Dalde al pobre lo que Dios reciba!» Y añadía: «¡Por el buen Jesú!»; y ganaba que era un juicio. Yo advertí, y no dije más
Jesús
, sino quitábale la
s
, y movía a más devoción. Al fin, yo mudé de frasecicas y cogía maravillosa mosca.

Llevaba metidas entrambas piernas en una bolsa de cuero, y liadas, y mis dos muletas. Dormía en un portal de un cirujano, con un pobre de cantón, uno de los mayores bellacos que Dios crió. Estaba riquísimo, y era como nuestro retor; ganaba más que todos; tenía una potra muy grande, y atábase con un cordel el brazo por arriba, y parecía que tenía hinchada la mano y manca, y calentura, todo junto. Poníase echado boca arriba en su puesto, y con la potra defuera, tan grande como una bola de puente, y decía: «¡Miren la pobreza y el regalo que hace el Señor al cristiano!» Si pasaba mujer decía: «¡Ah, señora hermosa, sea Dios en su ánima!» Y las más, porque las llamase así, le daban limosna y pasaban por allí aunque no fuese camino para sus visitas. Si pasaba un soldadico: «¡Ah, señor capitán!», decía; y si otro hombre cualquiera: «¡Ah, señor caballero!» Si iba alguno en coche, luego le llamaba
señoría
, y si clérigo en mula,
señor arcediano
. En fin, él adulaba terriblemente. Tenía modo diferente para pedir los días de los santos; y vine a tener tanta amistad con él, que me descubrió un secreto con que en dos días estuvimos ricos. Y era que este tal pobre tenía tres muchachos pequeños, que recogían limosna por las calles y hurtaban lo que podían; dábanle cuenta a él y todo lo guardaba. Iba a la parte con dos niños de la cajuela en las sangrías que hacían de ellas, y tomé el mismo arbitrio, y él me encaminó la gentecica a propósito.

Halléme en menos de un mes con más de doscientos reales horros. Y últimamente me declaró, con intento que nos fuésemos juntos, el mayor secreto y la más alta industria que cupo en mendigo, y la hicimos entrambos. Y era que hurtábamos niños, cada día, entre los dos, cuatro o cinco; pregonábanlos, y salíamos nosotros a preguntar las señas, y decíamos: «Por cierto, señor, que le topé a tal hora, y que si no llego, que le mata un carro; en casa está». Dábannos el hallazgo, y veníamos a enriquecer de manera que me hallé yo con cincuenta escudos, y ya sano de las piernas, aunque las traía entrapajadas.

Determiné de salirme de la Corte y tomar mi camino para Toledo, donde ni conocía ni me conocía nadie. Al fin, yo me determiné; compré un vestido pardo, cuello y espada, y despedíme de Valcázar, que era el pobre que dije, y busqué por los mesones en qué ir a Toledo.

Capítulo IX

En que se hace representante, poeta y galán de monjas

Topé en un paraje una compañía de farsantes que iban a Toledo. Llevaban tres carros, y quiso Dios que entre los compañeros iba uno que lo había sido mío del estudio en Alcalá, y había renegado y metídose al oficio. Díjele lo que me importaba ir allá y salir de la Corte; y apenas el hombre me conocía con la cuchillada, y no hacía sino santiguarse de mi
per signum crucis
. Al fin, me hizo amistad, por mi dinero, de alcanzar de los demás lugar para que yo fuese con ellos.

Íbamos barajados hombres y mujeres, y una entre ellas, la bailarina, que también hacía las reinas y papeles graves en la comedia, me pareció extremada sabandija. Acertó a estar su marido a mi lado, y yo, sin pensar a quien hablaba, llevado del deseo de amor y gozarla, díjele:

—A esta mujer ¿por qué orden la podremos hablar, para gastar con su merced unos veinte escudos, que me ha parecido bien por ser hermosa?

—No me lo está a mí el decirlo, que soy su marido —dijo el hombre—, ni tratar de eso; pero sin pasión, que no me mueve ninguna, se puede gastar con ella cualquier dinero, porque tales carnes no tiene el suelo, ni tal juguetoncica.

Y diciendo esto, saltó del carro y fuese al otro, según pareció, por darme lugar que la hablase.

Cayóme en gracia la respuesta del hombre, y eché de ver que estos son de los que dijera algún bellaco que cumplen el precepto de San Pablo de tener mujeres como si no las tuviesen, torciendo la sentencia en malicia. Yo gocé de la ocasión, habléla, y preguntóme que adónde iba y algo de mi vida. Al fin, tras muchas palabras, dejamos concertadas para Toledo las obras. Íbamos holgando por el camino mucho.

Yo, acaso, comencé a representar un pedazo de la comedia de San Alejo, que me acordaba de cuando muchacho, y representélo de suerte que les di codicia. Y sabiendo, por lo que yo le dije a mi amigo que iba en la compañía, mis desgracias y descomodidades, díjome que si quería entrar en la danza con ellos. Encareciéronme tanto la vida de la farándula, y yo, que tenía necesidad de arrimo y me había parecido bien la moza, concertéme por dos años con el autor. Hícele escritura de estar con él y diome mi ración y representaciones. Y con tanto, llegamos a Toledo.

Diéronme que estudiar tres o cuatro loas y papeles de barba, que los acomodaba bien con mi voz. Yo puse cuidado en todo y eché la primera loa en el lugar. Era de una nave, de lo que son todas, que venía destrozada y sin provisión; decía lo de «este es el puerto», llamaba a la gente «senado», pedía perdón de las faltas y silencio, y entréme. Hubo un víctor de rezado, y al fin parecí bien en el teatro.

Representamos una comedia de un representante nuestro (que yo me admiré de que fuesen poetas, porque pensaba que el serlo era de hombres muy doctos y sabios, y no de gente tan sumamente lega). Y está ya de manera esto que no hay autor que no escriba comedias, ni representante que no haga su farsa de moros y cristianos; que me acuerdo yo antes, que si no eran comedias del buen Lope de Vega, y Ramón, no había otra cosa.

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