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Authors: Francisco de Quevedo

Tags: #Clásico, picaresca, humor

Historia de la vida del Buscón (8 page)

BOOK: Historia de la vida del Buscón
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—¿Qué estiman —dijo muy enojado— si he estado yo ahí seis meses pretendiendo una bandera, tras veinte años de servicios y haber perdido mi sangre en servicio del Rey, como lo dicen estas heridas?

Y quiso desatacarse. Y dije:

—Señor mío, desatacarse más es brindar a puto que enseñar heridas.

Creo que pretendía introducir en picazos algunas almorranas. Luego, en los calcañares, me enseñó otras dos señales, y dijo que eran balas, y yo saqué por otras dos mías que tengo que habían sido sabañones. Y las balas pocas veces se andan a roer zancajos. Estaba derrengado de algún palo que le dieron porque se dormía haciendo guarda y decía que era de un astillazo. Quitóse el sombrero y mostróme el rostro; calzaba dieciséis puntos de cara, que tantos tenía en una cuchillada que le partía las narices. Tenía otros tres chirlos que se la volvían mapa a puras líneas.

—Estas me dieron —dijo— defendiendo a París, en servicio de Dios y del Rey, por quien veo trinchado mi gesto, y no he recibido sino buenas palabras, que agora tienen lugar de malas obras. Lea estos papeles —me dijo—, por vida del licenciado, que no ha salido en campaña, ¡voto a Cristo!, hombre, ¡vive Dios!, tan señalado.

Y decía verdad, porque lo estaba a puros golpes. Comenzó a sacar cañones de hoja de lata y a enseñarme papeles, que debían de ser de otro a quien había tomado el nombre. Yo los leí y dije mil cosas en su alabanza y que el Cid ni Bernardo no habían hecho lo que él. Saltó en esto y dijo:

—¿Cómo lo que yo? ¡Voto a Dios!, ni lo que García de Paredes, Julián Romero y otros hombres de bien, ¡pese al diablo! Sé que entonces no había artillería, ¡voto a Dios!, que no hubiera Bernardo para un hora en este tiempo. Pregunte V. Md. en Flandes por la hazaña del Mellado, y verá lo que le dicen.

—¿Es V. Md. acaso? —le dije yo.

Y él respondió:

—¿Pues qué otro? ¿No me ve la mella que tengo en los dientes? No tratemos de esto, que parece mal alabarse el hombre.

Yendo en estas conversaciones, topamos en un borrico un ermitaño, con una barba tan larga que hacía lodos con ella, macilento y vestido de paño pardo. Saludamos con el
Deo gracias
acostumbrado y empezó a alabar los trigos y en ellos la misericordia del Señor. Saltó el soldado, y dijo:

—¡Ah, padre!, más espesas he visto yo las picas sobre mí, y, ¡voto a Cristo!, que hice en el saco de Amberes lo que pude; sí, ¡juro a Dios!

El ermitaño le reprehendió que no jurase tanto, a lo cual dijo:

—Padre, bien se echa de ver que no es soldado, pues me reprehende mi propio oficio.

Diome a mí gran risa de ver en lo que ponía la soldadesca, y eché de ver que era algún picarón gallina, porque ya entre soldados no hay costumbre más aborrecida de los de más importancia, cuando no de todos. El ermitaño le dijo:

—Y ¿dónde dejó V. Md. el saco de Amberes, que ese me parece de las Navas—, y que sería de más abrigo el de Amberes.

Rióse mucho el soldado de la pregunta, y el ermitaño de su desnudez, y con tanto llegamos a la falda del puerto, el ermitaño rezando el rosario de una carga de leña hecha bolas, de manera que a cada avemaría sonaba un cabe; el soldado iba comparando las peñas a los castillos que había visto, y mirando cuál lugar era fuerte y a dónde se había de plantar la artillería. Yo iba mirando tanto el rosariazo del ermitaño, con las cuentas frisonas, como la espada del soldado.

—¡Oh, cómo volaría yo con pólvora gran parte de este puerto —decía—, y hiciera buena obra a los caminantes!

—No hay tal como hacer buenas obras —decía el santero. Y pujaba un suspiro por remate. Iba entre sí rezando a silbos oraciones de culebra.

En estas cosas divertidos, llegamos a Cercedilla. Entramos en la posada todos tres juntos, ya anochecido; mandamos aderezar la cena —era viernes—, y entre tanto, el ermitaño dijo:

—Entretengámonos un rato, que la ociosidad es madre de los vicios; juguemos avemarías.

Y dejó caer de la manga el descuadernado. Diome a mí gran risa al ver aquello, considerando en las cuentas. El soldado dijo:

—No, sino juguemos hasta cien reales que yo traigo, en amistad.

Yo, codicioso, dije que jugaría otros tantos, y el ermitaño, por no hacer mal tercio, aceptó, y dijo que allí llevaba el aceite de la lámpara, que eran hasta doscientos reales. Yo confieso que pensé ser su lechuza y bebérsele, pero ansí le sucedan todos sus intentos al turco.

Fue el juego al parar, y lo bueno fue que dijo que no sabía el juego y hizo que se le enseñásemos. Dejónos el bienaventurado hacer dos manos, y luego nos la dio tal que no dejó blanca en la mesa. Heredónos en vida; retiraba el ladrón con las ancas de la mano que era lástima. Perdía una sencilla y acertaba doce maliciosas. El soldado echaba a cada suerte doce
votos
y otros tantos
peses
, aforrados en
por vidas
. Yo me comí las uñas y el fraile ocupaba las suyas en mi moneda. No dejaba santo que no llamaba; nuestras cartas eran como el Mesías, que nunca venían y las aguardábamos siempre.

Acabó de pelarnos; quisímosle jugar sobre prendas, y él, tras haberme ganado a mí seiscientos reales, que era lo que llevaba, y al soldado los ciento, dijo que aquello era entretenimiento, y que éramos prójimos, y que no había de tratar de otra cosa.

—No juren —decía—, que a mí, porque me encomendaba a Dios, me ha sucedido bien.

Y como nosotros no sabíamos la habilidad que tenía de los dedos a la muñeca, creímoslo, y el soldado juró de no jurar más, y yo de la misma suerte.

—¡Pesia tal! —decía el pobre alférez (que él me dijo entonces que lo era)—, entre luteranos y moros me he visto, pero no he padecido tal despojo.

Él se reía a todo esto. Tornó a sacar el rosario para rezar. Yo, que no tenía ya blanca, pedíle que me diese de cenar, y que pagase hasta Segovia la posada por los dos, que íbamos
in puribus
. Prometió hacerlo. Metióse sesenta huevos, ¡no vi tal en mi vida! Dijo que se iba a acostar.

Dormimos todos en una sala con otra gente que estaba allí porque los aposentos estaban tomados para otros. Yo me acosté con harta tristeza, y el soldado llamó al huésped y le encomendó sus papeles en las cajas de lata que los traía, y un envoltorio de camisas jubiladas. Acostámonos; el padre se persinó, y nosotros nos santiguamos de él. Durmió; yo estuve desvelado trazando cómo quitarle el dinero. El soldado hablaba entre sueños de los cien reales, como si no estuvieran sin remedio.

Hízose hora de levantar. Pedí yo luz muy aprisa; trujéronla, y el huésped el envoltorio al soldado, y olvidáronsele los papeles. El pobre alférez hundió la casa a gritos pidiendo que le diese los servicios. El huésped se turbó, y como todos decíamos que se los diese, fue corriendo y trujo tres bacines, diciendo:

—He ahí para cada uno el suyo. ¿Quieren más servicios?

Que él entendió que nos habían dado cámaras [diarrea]. Aquí fue ella, que se levantó el soldado con la espada tras el huésped, en camisa, jurando que le había de matar porque hacía burla de él, que se había hallado en la Naval San Quintín y otras, trayendo servicios en lugar de papeles que le había dado. Todos salimos tras él a tenerle, y aun no podíamos. Decía el huésped:

—Señor, su merced pidió servicios; yo no estoy obligado a saber que en lengua soldada se llaman así los papeles de las hazañas.

Apaciguámoslos, y tornamos al aposento. El ermitaño, receloso, se quedó en la cama, diciendo que le había hecho mal el susto. Pagó por nosotros y salímonos del pueblo para el puerto, enfadados del término del ermitaño y de ver que no le habíamos podido quitar el dinero.

Topamos con un genovés, digo con uno de estos antecristos de las monedas de España, que subía el puerto con un paje detrás, y él con su guardasol, muy a lo dineroso. Trabamos conversación con él; todo lo llevaba a materia de maravedís, que es gente que naturalmente nació para bolsas. Comenzó a nombrar a Visanzón, y si era bien dar dineros o no a Visanzón, tanto que el soldado y yo le preguntamos que quién era aquel caballero. A lo cual respondió, riéndose:

—Es un pueblo de Italia, donde se juntan los hombres de negocios, que acá llamamos fulleros de pluma, a poner los precios por donde se gobierna la moneda.

De lo cual sacamos que en Visanzón se lleva el compás a los músicos de uña. Entretúvonos el camino contando que estaba perdido porque había quebrado un cambio, que le tenía más de sesenta mil escudos. Y todo lo juraba por su conciencia, aunque yo pienso que conciencia en mercader es como virgo en cantonera, que se vende sin haberle. Nadie, casi, tiene conciencia, de todos los de este trato; porque, como oyen decir que muerde por muy poco, han dado en dejarla con el ombligo en naciendo.

En estas pláticas vimos los muros de Segovia, y a mí se me alegraron los ojos, a pesar de la memoria, que con los sucesos de Cabra me contradecía el contento. Llegué al pueblo, y a la entrada vi a mi padre en el camino, aguardando ir en bolsas, hechos cuartos, a Josafad. Enternecíme, y entré algo desconocido de como salí, con punta de barba, bien vestido.

Dejé la compañía, y considerando en quién conocería a mi tío —fuera del rollo— mejor en el pueblo, no hallé nadie de quien echar mano. Lleguéme a mucha gente a preguntar por Alonso Ramplón y nadie me daba razón de él, diciendo que no le conocían. Holgué mucho de ver tantos hombres de bien en mi pueblo, cuando, estando en esto, oí al precursor de la penca hacer de garganta y a mi tío de las suyas. Venía una procesión de desnudos, todos descaperuzados, delante de mi tío, y él, muy haciéndose de pencas, con una en la mano tocando un pasacalles públicas en las costillas de cinco laúdes, sino que llevaban sogas por cuerdas. Yo, que estaba notando esto con un hombre a quien había dicho, preguntando por él, que era yo un gran caballero, veo a mi buen tío que echando en mí los ojos (por pasar cerca), arremetió a abrazarme, llamándome sobrino. Penséme morir de vergüenza; no volví a despedirme de aquel con quien estaba. Fuime con él, y díjome:

—Aquí te podrás ir mientras cumplo con esta gente; que ya vamos de vuelta y hoy comerás conmigo.

Yo, que me vi a caballo, y que en aquella sarta parecería punto menos de azotado, dije que le aguardaría allí; y así, me aparté tan avergonzado, que a no depender de él la cobranza de mi hacienda, no lo hablara más en mi vida ni pareciera entre gentes. Acabó de repasarles las espaldas, volvió y llevóme a su casa, donde me apeé y comimos.

Capítulo IV

Del hospedaje de su tío, y visitas; la cobranza de su hacienda y vuelta a la corte

Tenía mi buen tío su alojamiento junto al matadero, en casa de un aguador. Entramos en ella, y díjome:

—No es alcázar la posada, pero yo os prometo, sobrino, que es a propósito para dar expediente a mis negocios.

Subimos por una escalera, que sólo aguardé a ver lo que me sucedía en lo alto, para si se diferenciaba en algo de la horca. Entramos en un aposento tan bajo que andábamos por él como quien recibe bendiciones, con las cabezas bajas. Colgó la penca en un clavo, que estaba con otros de que colgaban cordeles, lazos, cuchillos, escarpias y otras herramientas del oficio. Díjome que por qué no me quitaba el manteo y me sentaba; yo le dije que no lo tenía de costumbre. Dios sabe cuál estaba de ver la infamia de mi tío, el cual me dijo que había tenido ventura en topar con él en tan buena ocasión, porque comería bien, que tenía convidados unos amigos.

En esto entró por la puerta, con una ropa hasta los pies morada, uno de los que piden para las ánimas, y haciendo son con la cajita, dijo:

—Tanto me han valido a mí las ánimas hoy como a ti los azotados: encaja.

Hiciéronse la mamona el uno al otro. Arremangóse el desalmado animero el sayazo, y quedó con unas piernas zambas en gregüescos de lienzo, y empezó a bailar y decir que si había venido Clemente. Dijo mi tío que no, cuando, Dios y enhorabuena, devanado en un trapo y con unos zuecos, entró un chirimía de la bellota, digo, un porquero. Conocíle por el (hablando con perdón) cuerno que traía en la mano. Saludónos a su manera, y tras él entró un mulato zurdo y bizco, un sombrero con más falda que un monte y más copa que un nogal, la espada con más gavilanes que la caza del Rey, un coleto de ante. Traía la cara de punto, porque a puros chirlos la tenía toda hilvanada.

Entró y sentóse, saludando a los de casa, y a mi tío le dijo:

—A fe, Alonso, que lo han pagado bien el Romo y el Garroso.

Saltó el de las ánimas, y dijo:

—Cuatro ducados di yo a Flechilla, verdugo de Ocaña, porque aguijase el burro, y porque no llevase la penca de tres suelas cuando me palmearon.

—¡Vive Dios! —dijo el corchete—, que se lo pagué yo sobrado a Juanazo en Murcia, porque iba el borrico con un paseo de pato y el bellaco me los asentó de manera que no se levantaron sino ronchas.

Y el porquero, concomiéndose, dijo:

—Con virgo están mis espaldas.

—A cada puerco le viene su San Martín —dijo el demandador.

—De eso me puedo alabar yo —dijo mi buen tío— entre cuantos manejan la zurriaga, que al que se me encomienda hago lo que debo. Sesenta me dieron los de hoy y llevaron unos azotes de amigo, con penca sencilla.

Yo, que vi cuán honrada gente era la que hablaba mi tío, confieso que me puse colorado, de suerte que no pude disimular la vergüenza. Echómelo de ver el corchete, y dijo:

—¿Es el padre el que padeció el otro día, a quien se dieron ciertos empujones en el envés?

Yo respondí que no era hombre que padecía como ellos. En esto, se levantó mi tío y dijo:

—Es mi sobrino, maeso en Alcalá, gran supuesto.

Pidiéronme perdón y ofreciéronme toda caricia. Yo rabiaba ya por comer y por cobrar mi hacienda y huir de mi tío. Pusieron las mesas, y por una soguilla, en un sombrero, como suben la limosna los de la cárcel, subían la comida de un bodegón que estaba a las espaldas de la casa, en unos mendrugos de platos y retacillos de cántaros y tinajas. No podrá nadie encarecer mi sentimiento y afrenta. Sentáronse a comer; en cabecera el demandador, diciendo: «La Iglesia en mejor lugar; siéntese, padre». Echó la bendición mi tío y, como estaba hecho a santiguar espaldas, parecían más amagos de azotes que de cruces. Y los demás nos sentamos sin orden. No quiero decir lo que comimos; sólo que eran todas cosas para beber. Sorbióse el corchete tres de puro tinto. Brindóme a mí el porquero; me las cogía al vuelo y hacía más razones que decíamos todos. No había memoria de agua, y menos voluntad de ella.

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