Historia de la vida del Buscón (9 page)

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Authors: Francisco de Quevedo

Tags: #Clásico, picaresca, humor

BOOK: Historia de la vida del Buscón
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Parecieron en la mesa cinco pasteles de a cuatro, y tomando un hisopo, después de haber quitado las hojaldres, dijeron un responso todos, con su
requiem aeternam
, por el ánima del difunto cuyas eran aquellas carnes. Dijo mi tío:

—Ya os acordáis, sobrino, lo que os escribí de vuestro padre.

Vínoseme a la memoria; ellos comieron, pero yo pasé con los suelos solos, y quedéme con la costumbre, y así, siempre que como pasteles, rezo una avemaría por el que Dios haya.

Menudeóse sobre dos jarros, y era de suerte lo que hicieron el corchete y el de las ánimas, que se pusieron las suyas tales, que trayendo un plato de salchichas que parecía de dedos de negro, dijo uno:

—¡Qué mulata está la olla!

Ya mi tío estaba tal, que alargando la mano y asiendo una, dijo con la voz algo áspera y ronca, el un ojo medio acostado y el otro nadando en mosto:

—Sobrino, por este pan de Dios que crió a su imagen y semejanza, que no he comido en mi vida mejor carne tinta.

Yo que vi al corchete que, alargando la mano, tomó el salero y dijo: «Caliente está este caldo», y que el porquero se llevó el puño de sal, diciendo: «Es bueno el avisillo para beber», y se lo chocló en la boca, comencé a reír por una parte y a rabiar por otra.

Trujeron caldo, y el de las ánimas tomó con entrambas manos una escudilla, diciendo: «Dios bendijo la limpieza», y alzándola para sorberla, por llevarla a la boca, se la puso en el carrillo, y volcándola, se asó en caldo y se puso todo de arriba abajo que era vergüenza. Él, que se vio así, fuese a levantar, y como pesaba algo la cabeza, quiso ahirmar sobre la mesa, que era de estas movedizas; trastornóla, y manchó a los demás, y tras esto decía que el porquero le había empujado. El porquero que vio que el otro se le caía encima, levantóse, y alzando el instrumento de hueso, le dio con él una trompetada. Asiéronse a puños, y, estando juntos los dos y teniéndole el demandador mordido de un carrillo, con los vuelcos y alteración, el porquero vomitó cuanto había comido en las barbas del de la demanda. Mi tío, que estaba más en su juicio, decía que quién había traído a su casa tantos clérigos. Yo que los vi que ya, en suma, multiplicaban, metí en paz la brega, desasí a los dos, y levanté del suelo al corchete, el cual estaba llorando con gran tristeza, eché a mi tío en la cama, el cual hizo cortesía a un velador de palo que tenía, pensando que era convidado. Quité el cuerno al porquero, el cual, ya que dormían los otros, no había hacerle callar, diciendo que le diesen su cuerno, porque no había habido jamás quien supiese en él más tonadas y que le quería tañer con el órgano. Al fin, yo no me aparté de ellos hasta que vi que dormían.

Salíme de casa; entretúveme a ver mi tierra toda la tarde, pasé por la casa de Cabra, tuve nueva de que ya era muerto, y no cuidé de preguntar de qué sabiendo que hay hambre en el mundo. Torné a casa a la noche, habiendo pasado cuatro horas, y hallé al uno despierto y que andaba a gatas por el aposento buscando la puerta, y diciendo que se les había perdido la casa. Levantéle, y dejé dormir a los demás hasta las once de la noche que despertaron; y esperezándose, preguntó mi tío que qué hora era. Respondió el porquero (que aún no la había desollado) que no era nada sino la siesta y que hacía grandes bochornos. El demandador, como pudo, dijo que le diesen su cajilla:

—«Mucho han holgado las ánimas para tener a su cargo mi sustento»; y fuese, en lugar de ir a la puerta, a la ventana, y como vio estrellas, comenzó a llamar a los otros con grandes voces, diciendo que el cielo estaba estrellado a mediodía, y que había un gran eclís [eclipse]. Santiguáronse todos y besaron la tierra.

Yo, que vi la bellaquería del demandador, escandalicéme mucho, y propuse de guardarme de semejantes hombres. Con estas vilezas y infamias que veía yo, ya me crecía por puntos el deseo de verme entre gente principal y caballeros. Despachélos a todos uno por uno lo mejor que pude, acosté a mi tío, que aunque no tenía zorra tenía raposa, y yo acomodéme sobre mis vestidos y algunas ropas de los que Dios tenga que estaban por allí.

Pasamos de esta manera la noche. A la mañana traté con mi tío de reconocer mi hacienda y cobrarla. Despertó diciendo que estaba molido y que no sabía de qué. El aposento estaba, parte con las enjaguaduras de las monas, parte con las aguas que habían hecho de no beberlas, hecho una taberna de vinos de retorno. Levantóse, tratamos largo en mis cosas, y tuve harto trabajo por ser hombre tan borracho y rústico. Al fin, le reduje a que me diera noticia de parte de mi hacienda, aunque no de toda, y así, me la dio de unos trescientos ducados que mi buen padre había ganado por sus puños, y dejádolos en confianza de una buena mujer a cuya sombra se hurtaba diez leguas a la redonda.

Por no cansar a V. Md., vengo a decir que cobré y embolsé mi dinero, el cual mi tío no había bebido ni gastado, que fue harto para ser hombre de tan poca razón, porque pensaba que yo me graduaría con este, y que estudiando, podría ser cardenal, que como estaba en su mano hacerlos, no lo tenía por dificultoso. Díjome, en viendo que los tenía:

—Hijo Pablos, mucha culpa tendrás si no medras y eres bueno, pues tienes a quién parecer. Dinero llevas, yo no te he de faltar, que cuanto sirvo y cuanto tengo, para ti lo quiero.

Agradecíle mucho la oferta. Gastamos el día en pláticas desatinadas y en pagar las visitas a los personajes dichos. Pasaron la tarde en jugar a la taba mi tío, el porquero, y demandador. Este jugaba misas como si fuera otra cosa. Era de ver cómo se barajaban la taba: cogiéndola en el aire al que la echaba, y meciéndola en la muñeca, se la tornaban a dar. Sacaban de taba como de naipe para la fábrica de la sed, porque había siempre un jarro en medio.

Vino la noche; ellos se fueron; acostámonos mi tío y yo cada uno en su cama, que ya había prevenido para mí un colchón. Amaneció y, antes que él despertase, yo me levanté y me fui a una posada, sin que me sintiese; torné a cerrar la puerta por de fuera y echéle la llave por una gatera.

Como he dicho, me fui a un mesón a esconder y aguardar comodidad para ir a la Corte. Dejéle en el aposento una carta cerrada, que contenía mi ida y las causas, avisándole que no me buscase, porque eternamente no lo había de ver.

Capítulo V

De su huida, y los sucesos en ella hasta la Corte

Partía aquella mañana del mesón un arriero con cargas a la Corte. Llevaba un jumento; alquilómele, y salíme a aguardarle a la puerta fuera del lugar. Salió, espetéme en el dicho y empecé mi jornada. Iba entre mí diciendo: «Allá quedarás, bellaco, deshonrabuenos, jinete de gaznates». Consideraba yo que iba a la Corte, adonde nadie me conocía, que era la cosa que más me consolaba, y que había de valerme por mi habilidad allí. Propuse de colgar los hábitos en llegando, y de sacar vestidos nuevos cortos al uso. Pero volvamos a las cosas que el dicho de mi tío hacía, ofendido con la carta que decía en esta forma:

«Señor Alonso Ramplón: tras haberme Dios hecho tan señaladas mercedes como quitarme de delante a mi buen padre y tener a mi madre en Toledo, donde, por lo menos sé que hará humo, no me faltaba sino ver hacer en V. Md. lo que en otros hace. Yo pretendo ser uno de mi linaje, que dos es imposible, si no vengo a sus manos, y trinchándome, como hace a otros. No pregunte por mí ni me nombre, porque me importa negar la sangre que tenemos. Sirva al Rey y a Dios».

No hay que encarecer las blasfemias y oprobios que diría contra mí. Volvamos a mi camino. Yo iba caballero en el rucio de la Mancha, y bien deseoso de no topar nadie, cuando desde lejos vi venir un hidalgo de portante, con su capa puesta, espada ceñida, calzas atacadas y botas, y al parecer bien puesto, el cuello abierto más de roto que de molde, el sombrero de lado. Sospeché que era algún caballero que dejaba atrás su coche; y ansí, emparejando le saludé.

Miróme y dijo:

—Irá V. Md., señor licenciado, en ese borrico con harto más descanso que yo con todo mi aparato.

Yo, que entendí que lo decía por coche y criados que dejaba atrás, dije:

—En verdad, señor, que lo tengo por más apacible caminar que el del coche, porque aunque V. Md. vendrá en el que trae detrás con regalo, aquellos vuelcos que da inquietan.

—¿Cuál coche detrás? —dijo él muy alborotado.

Y al volver atrás, como hizo fuerza, se le cayeron las calzas, porque se le rompió una agujeta que traía, la cual era tan sola que, tras verme muerto de risa de verle, me pidió una prestada. Yo, que vi que de la camisa no se veía sino una ceja, y que traía tapado el rabo de medio ojo, le dije:

—Por Dios, señor, si V. Md. no aguarda a sus criados, yo no puedo socorrerle, porque vengo también atacado únicamente.

—Si hace V. Md. burla —dijo él, con las cachondas de la mano—, vaya, porque no entiendo eso de los criados.

Y aclaróseme tanto en materia de ser pobre, que me confesó, a media legua que anduvimos, que si no le hacía merced de dejarle subir en el borrico un rato no le era posible pasar adelante, por ir cansado de caminar con las bragas en los puños; y movido a compasión, me apeé, y como él no podía soltar las calzas, húbele yo de subir. Y espantóme lo que descubrí en el tocamiento, porque por la parte de atrás, que cubría la capa, traía las cuchilladas con entretelas de nalga pura. Él, que sintió lo que le había visto, como discreto, se previno diciendo:

—Señor licenciado, no es oro todo lo que reluce. Debióle parecer a V. Md., en viendo el cuello abierto y mi presencia, que era un conde de Irlos. Como de estas hojaldres cubren en el mundo lo que V. Md. ha tentado.

Yo le dije que le aseguraba de que me había persuadido a muy diferentes cosas de las que veía.

—Pues aún no ha visto nada V. Md. —replicó—, que hay tanto que ver en mí como tengo, porque nada cubro. Veme aquí V. Md. un hidalgo hecho y derecho, de casa de solar montañés, que si como sustento la nobleza me sustentara, no hubiera más que pedir. Pero ya, señor licenciado, sin pan y carne no se sustenta buena sangre, y por la misericordia de Dios, todos la tienen colorada y no puede ser hijo de algo el que no tiene nada. Ya he caído en la cuenta de las ejecutorias, después que hallándome en ayunas un día, no me quisieron dar sobre ella en un bodegón dos tajadas; pues, ¡decir que no tiene letras de oro! Pero más valiera el oro en las píldoras que en las letras, y de más provecho es. Y con todo, hay muy pocas letras con oro. He vendido hasta mi sepultura, por no tener sobre qué caer muerto, que la hacienda de mi padre Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero (que todos estos nombres tenía) se perdió en una fianza. Sólo el
don
me ha quedado por vender y soy tan desgraciado que no hallo nadie con necesidad de él, pues quien no le tiene por ante le tiene por postre, como el remendón, azadón, pendón, blandón, bordón y otros así.

Confieso que, aunque iban mezcladas con risa, las calamidades del dicho hidalgo me enternecieron. Preguntéle cómo se llamaba y adónde iba y a qué. Dijo que todos los nombres de su padre: don Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero y Jordán. No se vio jamás nombre tan campanudo, porque acababa en
dan
y empezaba en
don
, como son de badajo. Tras esto dijo que iba a la Corte, porque un mayorazgo roído como él en un pueblo corto, olía mal a dos días, y no se podía sustentar, y que por eso se iba a la patria común, adonde caben todos y adonde hay mesas francas para estómagos aventureros.

—Y nunca, cuando entro en ella, me faltan cien reales en la bolsa, cama, de comer y refocilo de lo vedado, porque la industria en la Corte es piedra filosofal, que vuelve en oro cuanto toca.

Yo vi el cielo abierto, y en son de entretenimiento para el camino, le rogué que me contase cómo y con quiénes y de qué manera viven en la Corte los que no tenían, como él, porque me parecía dificultoso en este tiempo, que no solo se contenta cada uno con sus cosas, sino que aun solicitan las ajenas.

—Muchos hay de esos —dijo—, y muchos de estos otros. Es la lisonja llave maestra, que abre a todas voluntades en tales pueblos. Y porque no se le haga dificultoso lo que digo, oiga mis sucesos y mis trazas, y se asegurará de esa duda.

Capítulo VI

En que prosigue el camino y lo prometido de su vida y costumbres

«—Lo primero ha de saber que en la Corte hay siempre el más necio y el más sabio, más rico y más pobre, y los extremos de todas las cosas; que disimula los malos y esconde los buenos, y que en ella hay unos géneros de gentes como yo, que no se les conoce raíz ni mueble, ni otra cepa de la que descienden los tales. Entre nosotros nos diferenciamos con diferentes nombres; unos nos llamamos caballeros hebenes; otros, hueros, chanflones, chirles, traspillados y caninos. Es nuestra abogada la industria; pagamos las más veces los estómagos de vacío, que es gran trabajo traer la comida en manos ajenas. Somos susto de los banquetes, polilla de los bodegones, cáncer de las ollas y convidados por fuerza. Sustentámonos así del aire, y andamos contentos. Somos gente que comemos un puerro y representamos un capón. Entrará uno a visitarnos en nuestras casas, y hallará nuestros aposentos llenos de huesos de carnero y aves, mondaduras de frutas, la puerta embarazada con plumas y pellejos de gazapos; todo lo cual cogemos de parte de noche por el pueblo para honrarnos con ello de día. Reñimos en entrando el huésped: «¿Es posible que no he de ser yo poderoso para que barra esa moza? Perdone V. Md., que han comido aquí unos amigos, y estos criados...», etc. Quien no nos conoce cree que es así y pasa por convite.

Pues ¿qué diré del modo de comer en casas ajenas? En hablando a uno media vez, sabemos su casa, vámosle a ver, y siempre a la hora de mascar, que se sepa que está en la mesa. Decimos que nos llevan sus amores, porque tal entendimiento, etc. Si nos preguntan si hemos comido, si ellos no han empezado decimos que no; si nos convidan no aguardamos a segundo envite, porque de estas aguardadas nos han sucedido grandes vigilias. Si han empezado, decimos que sí; y aunque parta muy bien el ave, pan o carne el que fuere, para tomar ocasión de engullir un bocado, decimos:

—Ahora deje V. Md., que le quiero servir de maestresala, que solía, Dios le tenga en el cielo (y nombramos un señor muerto, duque o conde), gustar más de verme partir que de comer.

Diciendo esto, tomamos el cuchillo y partimos bocaditos, y al cabo decimos:

—¡Oh, qué bien huele! Cierto que haría agravio a la guisandera en no probarlo. ¡Qué buena mano tiene!

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