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Authors: Francisco de Quevedo

Tags: #Clásico, picaresca, humor

Historia de la vida del Buscón (6 page)

BOOK: Historia de la vida del Buscón
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«Hijo Pablos (que por el mucho amor que me tenía me llamaba así), las ocupaciones grandes de esta plaza en que me tiene ocupado Su Majestad no me han dado lugar a hacer esto, que si algo tiene malo el servir al Rey es el trabajo, aunque se desquita con esta negra honrilla de ser sus criados.

Pésame de daros nuevas de poco gusto. Vuestro padre murió ocho días ha con el mayor valor que ha muerto hombre en el mundo; dígolo como quien lo guindó. Subió en el asno sin poner pie en el estribo; veníale el sayo vaquero que parecía haberse hecho para él, y como tenía aquella presencia, nadie le veía con los Cristos delante que no le juzgase por ahorcado. Iba con gran desenfado mirando a las ventanas y haciendo cortesías a los que dejaban sus oficios por mirarle; hízose dos veces los bigotes; mandaba descansar a los confesores y íbales alabando lo que decían bueno.

Llegó a la N de palo, puso el un pie en la escalera, no subió a gatas ni despacio y viendo un escalón hendido, volvióse a la justicia y dijo que mandase aderezar aquel para otro, que no todos tenían su hígado. No os sabré encarecer cuán bien pareció a todos.

Sentóse arriba, tiró las arrugas de la ropa atrás, tomó la soga y púsola en la nuez. Y viendo que el teatino le quería predicar, vuelto a él, le dijo: —«Padre, yo lo doy por predicado; vaya un poco de Credo, y acabemos presto, que no querría parecer prolijo». Hízose así; encomendóme que le pusiese la caperuza de lado y que le limpiase las barbas. Yo lo hice así. Cayó sin encoger las piernas ni hacer gesto; quedó con una gravedad que no había más que pedir. Hícele cuartos y dile por sepultura los caminos. Dios sabe lo que a mí me pesa de verle en ellos haciendo mesa franca a los grajos, pero yo entiendo que los pasteleros de esta tierra nos consolarán, acomodándole en los de a cuatro.

De vuestra madre, aunque está viva agora, casi os puedo decir lo mismo, porque está presa en la Inquisición de Toledo, porque desenterraba los muertos sin ser murmuradora. Halláronla en su casa más piernas, brazos y cabezas que en una capilla de milagros. Y lo menos que hacía era sobrevirgos y contrahacer doncellas. Dicen que representará en un auto el día de la Trinidad, con cuatrocientos de muerte. Pésame que nos deshonra a todos, y a mí principalmente, que al fin soy ministro del Rey y me están mal estos parentescos.

Hijo, aquí ha quedado no sé qué hacienda escondida de vuestros padres; será en todo hasta cuatrocientos ducados. Vuestro tío soy, y lo que tengo ha de ser para vos. Vista ésta, os podéis venir aquí, que con lo que vos sabéis de latín y retórica, seréis singular en el arte de verdugo. Respondedme luego, y entre tanto, Dios os guarde».

No puedo negar que sentí mucho la nueva afrenta, pero holguéme en parte (tanto pueden los vicios en los padres, que consuela de sus desgracias, por grandes que sean, a los hijos). Fuime corriendo a don Diego, que estaba leyendo la carta de su padre, en que le mandaba que se fuese y que no me llevase en su compañía, movido de las travesuras mías que había oído decir. Díjome que se determinaba ir y todo lo que le mandaba su padre, que a él le pesaba de dejarme y a mí más; díjome que me acomodaría con otro caballero amigo suyo para que le sirviese. Yo, en esto, riéndome, le dije:

—Señor, ya soy otro, y otros mis pensamientos; más alto pico y más autoridad me importa tener. Porque si hasta agora tenía como cada cual mi piedra en el rollo, agora tengo mi padre.

Declaréle cómo había muerto tan honradamente como el más estirado, cómo le trincharon y le hicieron moneda, cómo me había escrito mi señor tío, el verdugo, de esto y de la prisioncilla de mama, que a él, como a quien sabía quién yo soy, me pude descubrir sin vergüenza. Lastimóse mucho y preguntóme que qué pensaba hacer. Dile cuenta de mis determinaciones; y con tanto, al otro día, él se fue a Segovia harto triste, y yo me quedé en la casa disimulando mi desventura.

Quemé la carta porque, perdiéndoseme acaso, no la leyese alguien, y comencé a disponer mi partida para Segovia, con fin de cobrar mi hacienda y conocer mis parientes para huir de ellos.

Libro segundo
Capítulo I

Del camino de Alcalá para Segovia, y de lo que le sucedió en él hasta Rejas, donde durmió aquella noche

Llegó el día de apartarme de la mejor vida que hallo haber pasado. Dios sabe lo que sentí el dejar tantos amigos y apasionados, que eran sin número. Vendí lo poco que tenía de secreto, para el camino, y con ayuda de unos embustes hice hasta seiscientos reales. Alquilé una mula y salíme de la posada, adonde ya no tenía que sacar más de mi sombra. ¿Quién contará las angustias del zapatero por lo fiado, las solicitudes del ama por el salario, las voces del huésped de la casa por el arrendamiento? Uno decía: —«¡Siempre me lo dijo el corazón!»; otro: —«¡Bien me decían a mí que este era un trampista!». Al fin, yo salí tan bienquisto del pueblo que dejé con mi ausencia a la mitad de él llorando y a la otra mitad riéndose de los que lloraban.

Yo me iba entreteniendo por el camino considerando en estas cosas, cuando pasado Torote, encontré con un hombre en un macho de albarda, el cual iba hablando entre sí con muy gran prisa y tan embebecido, que aun estando a su lado no me veía. Saludéle y saludóme; preguntéle dónde iba, y después que nos pagamos las respuestas, comenzamos luego a tratar de si bajaba el turco y de las fuerzas del Rey. Comenzó a decir de qué manera se podía conquistar la Tierra Santa y cómo se ganaría Argel, en los cuales discursos eché de ver que era loco repúblico y de gobierno.

Proseguimos en la conversación (propia de pícaros), y venimos a dar de una cosa en otra, en Flandes. Aquí fue ello, que empezó a suspirar y a decir:

—Más me cuestan a mí esos estados que al Rey, porque ha catorce años que ando con un arbitrio que, si como es imposible no lo fuera, ya estuviera todo sosegado.

—¿Qué cosa puede ser —le dije yo— que, conviniendo tanto, sea imposible y no se pueda hacer?

—¿Quién le dice a V. Md. —dijo luego— que no se pueda hacer?. Hacerse puede, que ser imposible es otra cosa. Y si no fuera por dar pesadumbre, le contara a V. Md. lo que es; pero allá se verá, que agora lo pienso imprimir con otros trabajillos, entre los cuales le doy al Rey modo de ganar a Ostende por dos caminos.

Roguéle que me los dijese, y al punto, sacando de las faldriqueras un gran papel, me mostró pintado el fuerte del enemigo y el nuestro, y dijo:

—Bien ve V. Md. que la dificultad de todo está en este pedazo de mar..., pues yo doy orden de chuparle todo con esponjas y quitarle de allí.

Di yo con este desatino una gran risada, y él entonces mirándome a la cara, me dijo:

—A nadie se lo he dicho que no haya hecho otro tanto, que a todos les da gran contento.

—Ese tengo yo, por cierto —le dije—, de oír cosa tan nueva y tan bien fundada, pero advierta V. Md. que ya que chupe el agua que hubiere entonces, tornará luego la mar a echar más.

—No hará la mar tal cosa que lo tengo yo eso muy apurado —me respondió—, y no hay que tratar; fuera de que yo tengo pensada una invención para hundir la mar por aquella parte doce estados.

No lo osé replicar de miedo que me dijese que tenía arbitrio para tirar el cielo acá abajo. No vi en mi vida tan gran orate. Decíame que Joanelo no había hecho nada, que él trazaba agora de subir toda el agua de Tajo a Toledo de otra manera más fácil. Y sabido lo que era, dijo que por ensalmo: ¡Mire V. Md. quién tal oyó en el mundo! Y al cabo, me dijo:

—Y no lo pienso poner en ejecución si primero el Rey no me da una encomienda, que la puedo tener muy bien, y tengo una ejecutoria muy honrada.

Con estas pláticas y desconciertos llegamos a Torrejón, donde se quedó, que venía a ver una parienta suya.

Yo pasé adelante pereciéndome de risa de los arbitrios en que ocupaba el tiempo, cuando, Dios y enhorabuena, desde lejos vi una mula suelta y un hombre junto a ella a pie, que mirando a un libro hacía unas rayas que medía con un compás. Daba vueltas y saltos a un lado y a otro, y de rato en rato, poniendo un dedo encima de otro, hacía con ellos mil cosas saltando. Yo confieso que entendí por gran rato (que me paré desde lejos a verlo) que era encantador, y casi no me determinaba a pasar. Al fin me determiné, y llegando cerca, sintióme, cerró el libro, y al poner el pie en el estribo, resbalósele y cayó. Levantéle, y díjome:

—No tomé bien el medio de proporción para hacer la circunferencia al subir.

Yo no le entendí lo que me dijo y luego temí lo que era, porque más desatinado hombre no ha nacido de las mujeres. Preguntóme si iba a Madrid por línea recta o si iba por camino circunflejo. Yo, aunque no lo entendí, le dije que circunflejo. Preguntóme cúya era la espada que llevaba al lado. Respondíle que mía, y mirándola, dijo:

—Esos gavilanes habían de ser más largos, para reparar los tajos que se forman sobre el centro de las estocadas.

Y empezó a meter una parola tan grande que me forzó a preguntarle qué materia profesaba. Díjome que él era diestro verdadero y que lo haría bueno en cualquiera parte. Yo, movido a risa, le dije:

—Pues, en verdad, que por lo que yo vi hacer a V. Md. en el campo denantes, que más le tenía por encantador, viendo los círculos.

—Eso —me dijo— era que se me ofreció una treta por el cuarto círculo con el compás mayor, continuando la espada para matar sin confesión al contrario, porque no diga quién lo hizo y estaba poniéndolo en términos de matemática.

—¿Es posible —le dije yo— que hay matemática en eso?

—No solamente matemática —dijo—, mas teología, filosofía, música y medicina.

—Esa postrera no lo dudo, pues se trata de matar en esa arte.

—No os burléis —me dijo—, que agora aprendo yo la limpiadera contra la espada, haciendo los tajos mayores que comprehenden en sí las aspirales de la espada.

—No entiendo cosa de cuantas me decís, chica ni grande.

—Pues este libro las dice —me respondió—, que se llama
Grandezas de la espada
, y es muy bueno y dice milagros; y para que lo creáis, en Rejas que dormiremos esta noche, con dos asadores me veréis hacer maravillas. Y no dudéis que cualquiera que leyere en este libro matará a todos los que quisiere.

—U ese libro enseña a ser pestes a los hombres u le compuso algún doctor.

—¿Cómo doctor? Bien lo entiende —me dijo—: es un gran sabio y aun estoy por decir más.

En estas pláticas llegamos a Rejas. Apeámonos en una posada y al apearnos me advirtió con grandes voces que hiciese un ángulo obtuso con las piernas, y que reduciéndolas a líneas paralelas me pusiese perpendicular en el suelo. El huésped, que me vio reír y le vio, preguntóme que si era indio aquel caballero, que hablaba de aquella suerte. Pensé con esto perder el juicio. Llegóse luego al güésped, y díjole:

—Señor, déme dos asadores para dos o tres ángulos, que al momento se los volveré.

—¡Jesús! —dijo el huésped—, déme V. Md. acá los ángulos, que mi mujer los asará; aunque aves son que no las he oído nombrar.

—¡Que no son aves! —dijo volviéndose a mí—. Mire V. Md. lo que es no saber. Déme los asadores, que no los quiero sino para esgrimir; que quizá le valdrá más lo que me viere hacer hoy que todo lo que ha ganado en su vida.

En fin, los asadores estaban ocupados y hubimos de tomar dos cucharones. No se ha visto cosa tan digna de risa en el mundo. Daba un salto y decía:

—Con este compás alcanzo más y gano los grados del perfil. Ahora me aprovecho del movimiento remiso para matar el natural. Ésta había de ser cuchillada y éste tajo.

No llegaba a mí desde una legua y andaba alrededor con el cucharón, y como yo me estaba quedo, parecían tretas contra olla que se sale. Díjome al fin:

—Esto es lo bueno y no las borracherías que enseñan estos bellacos maestros de esgrima, que no saben sino beber.

No lo había acabado de decir, cuando de un aposento salió un mulatazo mostrando las presas, con un sombrero enjerto en guardasol y un coleto de ante debajo de una ropilla suelta y llena de cintas, zambo de piernas a lo águila imperial, la cara con un
per signum crucis de inimicis suis
, la barba de ganchos, con unos bigotes de guardamano y una daga con más rejas que un locutorio de monjas. Y, mirando al suelo, dijo:

—Yo soy examinado y traigo la carta, y por el sol que calienta los panes, que haga pedazos a quien tratare mal a tanto buen hijo como profesa la destreza.

Yo que vi la ocasión, metíme en medio y dije que no hablaba con él, y que así no tenía por qué picarse.

—Meta mano a la blanca si la trae y apuremos cuál es verdadera destreza, y déjese de cucharones.

El pobre de mi compañero abrió el libro, y dijo en altas voces:

—Este libro lo dice, y está impreso con licencia del Rey, y yo sustentaré que es verdad lo que dice, con el cucharón y sin el cucharón, aquí y en otra parte, y, si no, midámoslo.

Y sacó el compás, y empezó a decir:

—Este ángulo es obtuso.

Y entonces, el maestro sacó la daga, y dijo:

—Y no sé quién es Ángulo ni Obtuso, ni en mi vida oí decir tales hombres, pero con esta en la mano le haré yo pedazos.

Acometió al pobre diablo, el cual empezó a huir, dando saltos por la casa, diciendo:

—No me puede dar, que le he ganado los grados del perfil.

Metímoslos en paz el huésped y yo y otra gente que había, aunque de risa no me podía mover.

Metieron al buen hombre en su aposento, y a mí con él; cenamos, y acostámonos todos los de la casa. Y a las dos de la mañana, levántase en camisa y empieza a andar a oscuras por el aposento, dando saltos y diciendo en lengua matemática mil disparates. Despertóme a mí, y no contento con esto, bajó el huésped para que le diese luz, diciendo que había hallado objeto fijo a la estocada sagital por la cuerda. El huésped se daba a los diablos de que lo despertase, y tanto le molestó que le llamó loco. Y con esto se subió y me dijo que si me quería levantar vería la treta tan famosa que había hallado contra el turco y sus alfanjes. Y decía que luego se la quería ir a enseñar al Rey, por ser en favor de los católicos.

En esto amaneció, vestímonos todos, pagamos la posada, hicímoslos amigos a él y al maestro, el cual se apartó diciendo que el libro que alegaba mi compañero era bueno, pero que hacía más locos que diestros, porque los más no le entendían.

Capítulo II

De lo que le sucedió hasta llegar a Madrid, con un poeta

Yo tomé mi camino para Madrid y él se despidió de mí por ir diferente jornada. Y ya que estaba apartado, volvió con gran prisa, y llamándome a voces, estando en el campo donde no nos oía nadie, me dijo al oído:

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