—¡Randy! —gritó LaVerne, y él se limitó a agitar el brazo en la gris atmósfera crepuscular de octubre, en un gesto invitador para que ella le siguiera, detestándose un poco por hacerlo.
Ahora ella estaba insegura, quizás a punto de expresar su negativa a gritos. La idea de un baño en pleno mes de octubre en el lago desierto no formaba parte de la agradable y bien iluminada velada en el apartamento que compartían él y Deke. El muchacho le gustaba, pero Deke era más fuerte. Y vaya si se sentía intensamente atraída por Deke, lo cual hacía irritante aquella condenada situación.
Deke, todavía corriendo, se desabrochó los téjanos y los bajó por sus esbeltas caderas. De alguna manera consiguió quitárselos del todo sin detenerse, una hazaña que Randy no podría haber imitado ni en un millar de años. Deke siguió corriendo, ahora vestido sólo con unos sucintos calzoncillos, los músculos de la espalda y las nalgas trabajando espléndidamente. Randy era más que consciente de sus piernas flacuchas mientras se quitaba los Levis y los hacía pasar torpemente por los pies. Deke hacía aquellos movimientos como si fuera un bailarín de ballet; en cambio, él parecía interpretar un papel cómico.
Deke entró en el agua y gritó:
—¡Qué fría está, María Santísima!
Randy titubeó, pero sólo mentalmente, allá donde se consideran los pros y los contras. «El agua está a unos siete grados, diez como máximo», le decía su mente. «Podrías sufrir un síncope.» Estudiaba el curso preparatorio para ingresar en la facultad de medicina, y sabía que era cierto… Pero en el mundo físico no lo dudó ni un momento. Se lanzó al agua y por un momento su corazón se paró realmente, o así se lo pareció. La respiración se atascó en su garganta, y con esfuerzo tuvo que aspirar una bocanada de aire, mientras su piel sumergida se insensibilizaba. «Esto es una locura», pensó, y a continuación: «Pero ha sido idea tuya, Pancho». Empezó a nadar en pos de Deke.
Las dos muchachas se miraron. LaVerne se encogió de hombros y sonrió.
—Si ellos pueden, nosotras también —dijo al tiempo que se quitaba su camisa Lacoste, revelando un sostén casi transparente—. ¿No dicen que las mujeres tenemos una capa extra de grasa?
Entonces saltó por encima de la valla y corrió hacia el agua, desabrochándose los pantalones de pana. Al cabo de un momento Rachel la siguió, igual que Randy había seguido a Deke.
Las chicas habían ido al apartamento a media tarde, pues los martes la última clase finalizaba a la una. Deke había recibido su asignación mensual —uno de los ex alumnos, forofo del fútbol (los jugadores los llamaban ángeles) le daba doscientos dólares al mes— y había una caja de cervezas en el frigorífico y un nuevo álbum de Triumph en el desvencijado estéreo de Randy. Los cuatro se acomodaron y empezaron a achisparse plácidamente. Al cabo de un rato, la conversación giró en torno al final del largo veranillo de San Martín que habían disfrutado. La radio predecía tormentas para el miércoles. (LaVerne había dicho que a los hombres del tiempo que predicen tormentas de nieve en octubre habría que fusilarlos, y los otros no disintieron.)
Rachel dijo que los veranos parecían eternos cuando era pequeña, pero ahora que era adulta («una decrépita y senil vieja de diecinueve años», bromeó Deke, y ella le dio un puntapié en el tobillo), los veranos eran cada vez más cortos.
—Tenía la impresión de que me había pasado la vida entera en Cascade Lake —comentó, mientras cruzaba el destrozado suelo de linóleo de la cocina para ir a la nevera. Echó un vistazo al interior, encontró una Iron City Light escondida detrás de unas cajas de plástico para guardar la comida (la del medio contenía unas guindas casi prehistóricas, que ahora estaban festoneadas por un moho espeso; Randy era un buen estudiante y Deke un buen jugador de fútbol, pero, en cuanto a las labores domésticas, los dos valían menos que un pimiento) y se la apropió—. Todavía puedo recordar la primera vez que logré ir nadando hasta la balsa. Estuve allí sentada casi dos horas, asustada porque tenía que regresar a nado.
Se sentó junto a Deke, el cual la rodeó con un brazo. Ella sonrió, entregada a sus recuerdos, y Randy pensó de súbito que la muchacha se parecía a alguien famoso, o semifamoso, aunque no conseguía dar con quién era. Ya se le ocurriría más tarde, en unas circunstancias menos agradables.
—Finalmente, mi hermano tuvo que ir a buscarme y remolcarme en una cámara de neumático. ¡Dios mío, qué furioso estaba! Y yo estaba increíblemente quemada por el sol.
—La balsa sigue ahí —dijo Randy, sobre todo por decir algo.
Era consciente de que LaVerne había vuelto a mirar a Deke; últimamente parecía mirarle demasiado.
Pero ahora la muchacha le miró a él.
—Estamos cerca del Día de Difuntos, Randy. Cascade Beach está cerrado desde el primero de mayo.
—Pues la balsa sigue ahí —insistió Randy—. Hace unas tres semanas hicimos una excursión geológica por el otro lado del lago, y vi la balsa. Parecía como… —Se encogió de hombros—. Era como un pedacito de verano que alguien se hubiera olvidado de limpiar y guardar en el armario hasta el próximo año.
Creyó que los otros se reirían de esta ocurrencia, pero ninguno lo hizo…, ni siquiera Deke.
—El hecho de que estuviera ahí el año pasado no significa que esté todavía —dijo LaVerne.
—Lo comenté con un amigo —dijo Randy, apurando su cerveza, con Billy DeLois. ¿Te acuerdas de él, Deke?
El aludido asintió.
—Jugaba en el equipo hasta que se lesionó.
—Sí, el mismo. Bueno, pues él vive por ahí y dice que los propietarios de la playa nunca retiran la balsa hasta que el lago está casi a punto de helarse. Son así de perezosos…, por lo menos, eso es lo que dice. Me dijo que algún año esperarán demasiado tiempo para retirarla y quedará bloqueada por el hielo.
Quedó en silencio, recordando el aspecto que había tenido la balsa, anclada en medio del lago: un cuadrado de madera de un blanco brillante en aquellas aguas otoñales de un azul intenso. Recordó cómo había llegado hasta ellos el sonido de los bidones que servían de flotadores, aquel nítido
clanc-clanc
, un sonido muy suave, pero audible porque la quieta atmósfera alrededor del lago era muy buena trasmisora de sonidos. Además de aquel ruido se oían los graznidos de los cuervos que se disputaban los restos de la recolección de algún campo.
—Mañana nevará —dijo Rachel, levantándose en el momento en que la mano de Deke se deslizaba casi distraídamente hasta la protuberancia de un seno. Se acercó a la ventana y miró al exterior—: ¡Qué fastidio!
—Os diré lo que podemos hacer —dijo Randy—. Vayamos a Cascade Lake. Nadaremos hasta la balsa, nos despediremos del verano, y regresaremos a nado.
De no haber estado medio bebido, nunca habría sugerido semejante cosa, y desde luego no esperaba que nadie se lo tomara en serio. Pero Deke se apresuró a aceptar la proposición.
—¡De acuerdo! —exclamó, haciendo que LaVerne se sobresaltara y derramara la cerveza; pero sonrió, y aquella sonrisa intranquilizó un poco a Randy.
—¡Sí, hagámoslo!
—Estás loco, Deke —dijo Rachel, también sonriente, pero su sonrisa parecía algo incierta, un poco preocupada.
—No, yo voy a hacerlo —dijo Deke, yendo en busca de su chaqueta.
Y, con una mezcla de consternación y excitación, Randy observó la sonrisa de Deke, su rictus temerario y un poco demencial. Los dos muchachos compartían la vivienda desde hacía ya tres años, eran como uña y carne, como Cisco y Pancho o Batman y Robin, por lo que Randy reconoció aquella sonrisa. Deke no bromeaba: tenía intención de hacerlo.
«Olvídalo, Cisco… yo no voy.» Las palabras afloraron a sus labios pero, antes de que pudiera pronunciarlas, LaVerne se había levantado, con la misma expresión alegre y lunática en sus ojos (o tal vez era el efecto de un exceso de cerveza).
—¡Me apunto! —exclamó.
—¡Entonces vayamos! —dijo Deke, mirando a Randy—. ¿Y tú qué dices, Pancho?
Él había mirado un momento a Rachel y vio algo casi frenético en sus ojos… Por lo que a él respectaba, Deke y LaVerne podían irse juntos a Cascade Lake y pasarse toda la noche recorriendo penosamente los sesenta kilómetros de regreso. No le encantaría saber que estaban locos el uno por el otro, pero tampoco le sorprendería. Sin embargo, la expresión de los ojos de la muchacha, aquella mirada inquieta…
—¡De acuerdo, Cisco! —gritó, y entrechocó su palma con la de Deke.
Randy había recorrido la mitad de la distancia hasta la balsa cuando vio la mancha negra en el agua. Estaba más allá de la balsa, a la izquierda, y más hacia el centro del lago. Cinco minutos después la visibilidad se habría reducido demasiado para poder decir si era algo más que una sombra…, si había visto algo en realidad. Se preguntó si sería una mancha aceitosa, mientras nadaba todavía vigorosamente y oía débilmente el chapoteo de las muchachas a sus espaldas. Pero, ¿qué haría una mancha aceitosa en un lago desierto en pleno octubre? Y además tenía una extraña forma circular y era pequeña, no tendría más de metro y medio de diámetro…
—¡Venga! —gritó Deke de nuevo, y Deke miró en su dirección. Deke subía por la escalera colocada a un lado de la balsa, sacudiéndose el agua como un perro—. ¿Qué tal estás, Pancho?
—¡Muy bien! —replicó Randy, redoblando sus esfuerzos.
En realidad, aquello no era tan malo como había creído que sería, por lo menos una vez que uno se ponía en movimiento. El calorcillo del ejercicio cosquilleaba su cuerpo, y ahora avanzaba como un automóvil con el motor en sobremarcha. Notaba las rápidas revoluciones del corazón calentándole por dentro. Su familia poseía una casa en el cabo Cod, y allí el agua estaba más fría a mediados de julio que la del lago en aquel momento.
—¡Si ahora te parece fría, Pancho, ya verás cuando salgas! —gritó Deke alegremente.
Daba unos saltos que hacían oscilar la balsa y se frotaba el cuerpo.
Randy se olvidó de la mancha aceitosa hasta que sus manos aferraron la escalera de madera pintada de blanco, en el lado que daba a la orilla. Entonces la vio de nuevo: estaba un poco más cerca. Era un parche redondo y oscuro en el agua, como un gran lunar que subía y bajaba con las suaves olas. La primera vez que la vio, la mancha debía de estar a unos cuarenta metros de la balsa. Ahora sólo estaba a la mitad de esa distancia.
«¿Cómo es posible?», se preguntó Randy. «¿Cómo…?»
Entonces salió del agua y el frío le mordió la piel, incluso más fuerte que el agua al zambullirse.
—¡Qué frío de mierda! —gritó, riendo y tiritando bajo sus pantalones cortos.
—Pancho, eres un pedazo de alcornoque —dijo Deke, risueño, y le ayudó a subir a la balsa—. ¿Está lo bastante fría para ti? ¿Todavía no estás sobrio?
—¡Sí, estoy completamente sobrio!
Empezó a dar saltos sobre la balsa, como Deke había hecho, cruzando los brazos en forma de equis sobre el pecho y el estómago. Se volvieron para mirar a las chicas.
Rachel había rebasado a LaVerne, la cual nadaba de un modo parecido al chapoteo de un perro con malos instintos.
—¿Están bien las señoras? —preguntó Deke a gritos.
—¡Vete al infierno, machista! —exclamó LaVerne, y Deke se echó a reír.
Randy miró de soslayo y vio que la extraña mancha circular estaba aún más cerca…, ahora a unos diez metros, y seguía aproximándose. Flotaba en el agua, redonda y lisa, como la superficie de un gran tonel de acero; pero la elasticidad con que se adaptaba a las olas evidenciaba que no era la superficie de un objeto sólido. Un temor repentino, inconcreto pero poderoso, se apoderó de él.
—¡Nadad! —gritó a las chicas.
Se agachó para coger la mano de Rachel cuando ésta llegó a la escalera. Al alzarla hasta la plataforma, la muchacha se dio un fuerte golpe en la rodilla. Randy oyó el ruido de la carne delgada contra la madera.
—¡Huy! ¡Eh! ¿Qué es…?
LaVerne estaba todavía a tres metros de distancia. Randy miró de nuevo hacia el costado y vio que la mancha redonda rozaba la balsa. Era tan oscura como una mancha de petróleo, pero él estaba seguro de que no se trataba de petróleo: era demasiado oscura, demasiado espesa, demasiado
lisa.
—¡Me has hecho daño, Randy! ¿Qué broma es ésta…?
—¡Nada, LaVerne, nada!
Ahora no sólo sentía miedo, sino también terror.
LaVerne alzó la vista. Quizá no percibía el terror en la voz de Randy, pero notaba el apremio. Parecía perpleja, pero imprimió más velocidad a su chapoteo canino, cubriendo la distancia hasta la balsa.
—¿Qué te pasa, Randy? —preguntó Deke.
Randy miró de nuevo al lado y vio que aquella cosa se doblaba alrededor del ángulo de la balsa. Por un momento se pareció a la imagen de Pac Man, con la boca abierta para comer galletas electrónicas. Entonces se deslizó alrededor del ángulo y empezó a avanzar a lo largo de la balsa, con uno de sus bordes ahora recto.
—¡Ayúdame a subirla! —increpó Randy a Deke, y se agachó para coger la mano de la muchacha—. ¡Rápido!
Deke se encogió de hombros, con buen humor, y extendió el brazo para cogerle la otra mano. Izaron a la muchacha y ella se sentó en la superficie de tablas apenas unos segundos antes de que la cosa negra pasara rozando la escalera, sus lados ahuecándose al deslizarse junto a los montantes.
—¿Es que te has vuelto loco, Randy?
LaVerne estaba sin aliento y un poco asustada. Sus pezones eran claramente visibles a través del sostén. Resaltaban como dos puntos fríos y duros.
—Esa cosa—dijo Randy, señalándola—. ¿Qué es eso, Deke?
Deke localizó la mancha, que ya había llegado al ángulo izquierdo de la balsa. Se deslizó un poco a un lado, adoptando su forma circular y limitándose a flotar allí.
—Supongo que es una mancha aceitosa —dijo Deke.
—Me has rasgado de veras la rodilla —dijo Rachel, mirando la cosa oscura sobre el agua y luego nuevamente a Randy—. Eres un…
—No es una mancha aceitosa —le interrumpió Randy—. ¿Has visto alguna vez una mancha aceitosa circular? Esa cosa parece más bien una ficha de damas.
—Jamás he visto una mancha aceitosa —replicó Deke. Aunque hablaba con Randy, miraba a LaVerne, cuyas bragas eran casi tan transparentes como los sostenes, el delta de su sexo esculpido nítidamente en seda, y cada nalga como una tensa medialuna—. Ni siquiera creo que existan. Soy de Missouri.
—Me va a salir un morado —dijo Rachel.
Pero el enojo había desaparecido de su voz. Había visto que Deke miraba a LaVerne.