—Sí, Jake, continúa.
En el semblante del niño había tensión.
—No, es una mentirijilla. No estaba buscando mi guante. Quería jugar con mi caballo. El quiere verme.
—¿Por que dices que quiere verte?
—Ha pasado mucho tiempo, ¿sabes?
A Alan no le parecía mucho tiempo.
—Me alegra que lo hayas dicho, Jake.
—Tiene frío ahí abajo. Y está solo. No lo has pintado. ¿Cuando lo subirás otra vez?
Alan no se resignó a dar explicaciones.
—Ya veremos. Vamos a ponerte una tirita.
—¿Una especial, con rayas?
—Naturalmente.
En el armario de la cocina sólo quedaban vendas. ¿Por qué June no guardaba una caja entera de tiritas en la cocina? Alan subió de dos en dos los peldaños de la escalera para buscar en el botiquín. Sin tiritas para niños. Bien, un bolígrafo podría solucionar el problema.
—¡Estoy haciendo la tirita! —gritó.
Al ver la tirita pintada a mano, Jake no la rechazó precisamente.
—Yo quería una con
rayas
verdes.
Alan subió corriendo la escalera por segunda vez a fin de coger otra tirita lisa.
—Por supuesto, Jake.
Al dar la vuelta en el rellano, Alan se golpeó la mano con el poste de la escalera. «Oh, fabuloso.» Bajó soplándose los dedos.
—¿Ha sido eso un grito pequeño, papá? —Jake dio unas palmaditas en la mano a su padre—. Pobre papá.
Luego se inclinó y besó ligeramente la magulladura.
Alan apartó un mechón de la cara de Jake.
—Gracias.
Alan llegó tarde a la entrevista. No obtuvo el empleo. Seguramente, tampoco lo habría obtenido de haber llegado a tiempo, pensó. No, nada de autocompasión. Habría otras entrevistas. Además, a él no acababa de gustarle trabajar. No, basta de tonterías. Hacía ya seis meses, y Alan no podía considerarlos como unas vacaciones muy merecidas; ya no. Estorbaba a June cuando ella estaba en casa, y cuando su esposa estaba trabajando, él se sentía peor: se sentía culpable de que ella tuviera que trabajar para aquel vendedor de pisos, culpable de que el dinero no fuera suficiente, culpable de haber consumido sus ahorros, su paciencia y tal vez otras cosas.
¿O todo había empezado antes de eso? ¿En septiembre, cuando Marge, la señora de la limpieza, se presentó llevando a rastras el caballo verde?
La señora de la limpieza que habían tenido antes se había jubilado y Marge, también próxima al retiro, había llegado hacía algunos meses recomendada por cientos de amigos. Le gustaba guardar cosas: revistas viejas, objetos de porcelana con desperfectos, ramas secas…
—¿De dónde ha sacado eso? —preguntó June mientras se daba un masaje en la nuca, intentando aliviar así su dolor de cabeza.
Marge les había traído un pastel, hecho con las primeras manzanas del otoño, y el caballo balancín.
—¿No es increíble? Jamás había visto otro igual. He visto muchísimos blancos y marrones, pero nunca uno verde con ricitos y ojos, y lleno de dibujitos de tiovivos. Se lo regalaré a Jake. Jake es mi favorito.
June arrugó la nariz. Marge prosiguió su parloteo.
—Lo conseguí en una tienda de antigüedades de mi barrio. Procede de un tiovivo. Se desprendió del poste y de los clavos que agarraban por abajo el balancín. —Se llevó las manos a las caderas y lanzó una mirada de presunción a June—. ¿No es soberbio? Estaba en la trastienda, pero lo he limpiado de las telarañas y de los bichos muertos.
Ciertamente estaba limpio: ni una mota de polvo, ningún insecto. Sólo se veía un verde rabioso, rico, primitivo. Pintado de ese color, el diminuto caballo parecía una implacable deidad de la selva adorada por salvajes, portadora de la carga de sus inútiles plegarias y sacrificios. Cuando el sol de media tarde tocó la vistosa madera, aparecieron ojos en aquellos rasgos agusanados, y el color pareció bullir. Allí estaba el caballo, en el centro de la habitación, y durante un rato los tres adultos permanecieron atontados cerca de él, como si estuvieran ante un fetiche o tótem de una época antigua.
Amy interrumpió el tenso silencio del salón. Llevaba pintados los labios. Alan no aprobaba el maquillaje en niñas de doce años; de no haber estado presente Marge, le habría ordenado lavarse la cara.
—Mamá, ¿podrías darme un adelanto de mi asignación de la próxima semana? La tía de Shirley va a llevarla al cine y me deja ir con ellas. No te preocupes, la película es tolerada. Y como mañana no hay colegio… —Se detuvo ante el caballo balancín—. ¿Es para Jake? Vaya, ¡qué original! ¿Puedes darme dinero, eh?
—Me gustaría hablar contigo de tu asignación —dijo June.
Marge salió y puso en marcha la aspiradora en la habitación contigua. Amy alzó la voz para que la oyeran a pesar del zumbido del motor.
—Queremos ir al cine porque Melissa no nos ha invitado a su fiesta nocturna para chicas. —Sus pintados labios formaron una sonrisa afectada—. Que se joda.
June se sobresaltó.
—Ojo con tu vocabulario, Amy Charlotte Lichter.
—Es una guarra y una imbécil.
—No abuses de tu suerte, pequeña.
—La odio, la odio, la odio. Ojalá se muera. Ojalá se muera de golpe, la muy mamona.
—No hay cine para ti.
Amy miró furibunda el caballo.
—¿Por qué Jake siempre lo consigue todo? Nadie se preocupa de mí.
—¿Por qué no te vas a paseo, eh?
Amy se volvió hacia June con unos ojos que parecían puntos de fuego.
—¡Mierda! —Exclamó, y golpeo el caballo antes de marcharse—. La odio. Algún día la…
June siguió frotándose la nuca.
—No debería haber dicho eso. No se por que…
En ese momento entró corriendo Jake.
—Amy está llorando. ¡Oh! ¿Es para mi? — El caballo continuaba meciéndose después del golpe de Amy. La boca del niño se abrió de asombro—. Es muy bonito —dijo en un susurro.
—Es un regalo de Marge. Por lo menos deja que tu padre lo pinte, que lo deje lo más parecido a un caballo de verdad.
—Me gusta, mami, me gusta. Tal como está.
Dio la vuelta al juguete, vaciló y retrocedió dos pasos, asombrado con la cabeza hacia un lado y la frente fruncida. El sol se puso detrás de una nube, y la vistosa figura del caballo se transformó en unos ojos alojados dentro de criaturas semejantes a paramecios que se retorcían sobre el fondo verde.
Jake avanzó hacia el caballo, extendió poco a poco un brazo y tocó su regalo con el dedo índice primero, con toda la palma después. Sólo era un juguete de madera.
Siendo un bebé, Jake se había mecido en sueños, apoyado en sus rodillas con los brazos extendidos hacia los laterales de la cuna, agitando ésta rítmicamente. En ese momento montó en el caballo balancín y cabalgó con furia, con la cabeza echada hacia atrás y las piernas moviéndose hacia fuera y hacia dentro, sin cesar, arriba y abajo, los puños aferrados a las dos clavijas que, como cuernos, sobresalían de las sienes del caballo. Había un alborozo impetuoso en sus ojos y sus ventanas nasales se agitaban.
—¡Es mío! ¡Es mío!
Su voz vibraba a causa de su extrema alegría.
—Basta. —June extendió de pronto una mano para detener al pequeño—. Te harás daño. —Y con voz más firme, más controlada, añadió—: Vas a romperlo. Harás un agujero en la alfombra.
Mantuvo la mano en la cintura del niño.
—Me gusta, mami.
Abrazó a Marge cuando ésta se fue.
June estaba irritada.
—Creo que Marge cada vez tiene menos cordura.
—Aún no tiene edad para ser senil.
—Tal vez debería buscar otra persona para limpiar la casa.
—No es contagioso, ¿sabes?
—No puedo evitarlo, Alan.
—Escucha esto sobre los documentos perdidos en las inundaciones de Florencia.
—Mírame, por favor.
Alan bajó la revista que estaba leyendo.
—¿Qué te preocupa?
—Me siento como una tonta hablando de esto. —Se mordió el labio inferior—. Sólo es un presentimiento.
—Adelante con ello.
—Cuando salía ayer por la puerta de la cocina, ella estaba contando un cuento a los chicos.
—¿Y bien?
—Estaba contándoles que las
banshees
, esas fantasmas irlandesas, gimen en las tumbas de los muertos.
—Marge lo ha entendido mal. La
banshee
gime en el exterior de la casa una o dos noches antes de que muera alguien.
—No quiero que les enseñe estupideces o supersticiones. Yo soy su madre. Quiero ser yo quien les enseñe. No ella. No una vieja solterona supersticiosa.
Alan se acercó al sofá, donde estaba sentada su esposa, y le rodeó los hombros con un brazo.
—Fue tétrico. Las
banshees
acabarían viniendo a por todos.
June cerró los ojos como si quisiera estrujar y alejar el recuerdo en su mente, en algún punto donde pudiera perderse.
—Si lo deseas, hablaré con ella.
June había tomado una decisión.
—No. Mañana lo haré yo. No quiero que vuelva.
—June, encanto, no por un simple cuento.
—Tú no estuviste aquí. No lo escuchaste. Fue tétrico.
—Marge es una pobre vieja sin dinero. No podemos despedirla.
—No somos…, no… somos una empresa. No vamos a despedirla, simplemente dejaremos que se vaya. Marge tiene dinero. Tiene seguridad social. Y regaló un collar a Amy. —El tono de June era agudo y desesperado, estaba discutiendo más con ella misma que con Alan—. Tiene dinero, nosotros no somos los únicos para los que trabaja.
—Ella adora a los niños —dijo Alan en voz baja.
—No me importa. —Le temblaba la barbilla—. Tal vez no me
gusta
Marge. Tal vez no me gusta que robe el afecto de los niños.
—Eso es una tontería. Los niños te adoran.
—Sí, «producto del tiempo pasado juntos», etcétera, etcétera. Conozco la canción. Tú, Tarzán; yo, Supermadre. —Apretó los puños en su regazo—. No quiero volver a verla en esta casa, nunca.
—¿Qué vas a decirle?
—Pensaré en algo.
No tuvo que hacerlo. Marge llamó a la mañana siguiente para decir que iba a ir al hospital para una revisión por culpa de su problema de tiroides. No salió viva de allí. Falleció a consecuencia de una trombosis coronaria. Fue amortajada en la Funeraria Ritchfield. Alan creyó necesario expresar su condolencia.
La cabeza de la muerta reposaba en un cojín de satén como jamás había hecho en vida. Iba vestida con su mejor vestido de fiesta. Su pelo gris se curvaba en torno a las arreboladas mejillas y apuntaba hacia los enrojecidos labios componiendo una jovial parodia. Alan se dejó caer en una silla de la última fila.
Delante de él oyó a alguien que susurraba en tono solemne.
—Tiene buen aspecto, ¿verdad? Mejor que el que tenía en el hospital. Parece como si durmiera.
—Parece como si fuera a ir a una fiesta, ésa es la verdad —replicó la otra mujer.
Alan no estaba de acuerdo.
—Qué cantidad de flores le han mandado.
—Se ofrecía para ayudar en la iglesia. Ese ramillete rosa es del pastor.
También los ojos de Alan fueron atraídos por el jarrón de claveles con la vistosa cinta plateada que cruzaba por entre las flores en la cabecera del ataúd.
No podía seguir allí. Había demasiadas flores.
Se acercó al féretro para ofrecer la última despedida, manteniéndose muy apartado de las sillas del pasillo para no tropezar con ellas. Ciertamente no le gustaba contemplar la muerte. Brotó un recuerdo de su infancia, una gata que le había pertenecido: «Medianoche», una gata a la que había adorado. En cierta ocasión Alan había encontrado al animal con una chillona ardilla en la boca. Había intentado liberar a la presa acariciando a «Medianoche» y hablando con ella. «"Medianoche", "Medianoche", bonita, suelta a la ardilla. Déjala.» «Medianoche» le partió el cuello a la ardilla. Alan tenía entonces cinco años y, por alguna razón, o por equivocación, estaba solo. Había echado a correr para esconderse en la casa. Desde la ventana había observado con asco mientras la gata daba vueltas a la ardilla muerta, brincaba en el aire, la tocaba con su delicada pezuña y la lamía.
Tenía que salir de allí.
Sus ojos se nublaron y Alan creyó ver una roncha en forma de luna creciente en el dorso de una de las cerradas manos de Marge. Primero le pareció una cicatriz alargada y purpúrea, luego una boca con forma de media luna. El encargado de la funeraria no había hecho ningún esfuerzo por disimular con maquillaje rosado la marca.
Alan dijo unas palabras de pésame a la hermana de Marge y salió corriendo a la calle para librarse de la dulzura, tan intensa como forzada, de aquellas flores cortadas.
Hasta octubre habían estado estupendamente y aún mejor. Matrimonio joven con dos hijos, una bonita casa en las afueras, seguro de vida. Gustos de categoría: habitaciones blancas, plantas verdes, alimentos sanos,
jogging
. Mantener el cuerpo en forma, como decía la canción: «Vamos a vivir eternamente». Alan había dejado de fumar hacía un año. Estaban bien asentados. Ocupaban el mejor asiento. («¿Va a bajar aquí, caballero? ¿Es ésta su parada?» «No, gracias.»)
A mediados de octubre Alan había perdido su empleo en la Delegación Estatal de Planificación. Nada personal, dijo el director. El trabajo de Alan había sido excelente, y el director le comunicó que le complacería ofrecerle recomendaciones; pero la reorganización había reducido el personal de la sección. Alan era el empleado con menos antigüedad.
Ello significó que June tuvo que seguir trabajando y posponer la obtención de su título universitario. Cuando Alan había aceptado aquel empleo como funcionario, el matrimonio supuso que June podría dedicarse plenamente a sus clases en cuestión de dos años, pero ya habían transcurrido tres y esa perspectiva se retrasaba hasta un futuro indefinido. Alan creía que June le recordaba ese detalle con excesiva frecuencia. «Obtendré el título cuando tenga nietos», había comentado ella al principio en un rasgo de resignado humor. Posteriormente el humor desapareció, languideció o lo que fuera: perdió su sentido, se alejó, acabó estando prohibido.
Aquel otoño era húmedo. La semana anterior al decimotercer cumpleaños de Amy, Alan y June estaban cenando solos debido a que los dos niños iban a pasar la noche con unos amigos. June preparó la cena. «Me toca a mí», había dicho. Alan interpretó la frase como que ella lamentaba tener que responsabilizarse de una parte excesiva de la carga económica. June puso sobre la mesa la cazuela de puré.