Hoy caviar, mañana sardinas (39 page)

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Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas

BOOK: Hoy caviar, mañana sardinas
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Reconfortada con los santos sacramentos (y con Schubert, versión rastafari) salí encantada de la iglesia pensando que la mitad de la ordalía había concluido y con gran éxito. Ahora quedaba la fiesta, pero ese es mi territorio, de modo que ¿qué podía salir mal? Todo estaba atado y bien atado por mí.

La primera señal de que la suerte empezaba a cambiar fue descubrir que los novios habían desaparecido. Sí, salieron de la iglesia cubiertos de arroz y pétalos de flores (y confeti, y otros objetos volantes no identificados, no olvidemos que aquella era una boda posmo), se subieron al coche de la embajada y no se supo más de ellos. Cuando llegamos a casa, al ver que no aparecían y aún sin preocuparnos demasiado, Luis y yo comenzamos a desplegar todo nuestro encanto diplomático intentando que se mezclara aquel ganado desigual. Presentamos a las ovejas negras españolas a las inglesas y a las centroeuropeas; hicimos que Hindemburg o Hesse conocieran a la madre del vampiro de Chamberí (algo tendrían que tener en común, ¿no?); conminamos a mis amigas de Montevideo y a las de Madrid para que le preguntaran a la soprano rastafari dónde había aprendido bel canto; y convencimos a Carmen, a Mercedes y a Gervasio de que colaboraran en la difícil tarea de juntar churras con merinas, y nunca mejor dicho. Pasaban los minutos. Un rebaño y otro se miraban con total desconfianza y de los novios ni rastro. Yo no sabía bien qué hacer, si servir el aperitivo o no. Los camareros que le había pedido a Dolores que contratara parecían retrasarse, de modo que, de momento, sólo contaba con el personal de la embajada, la cocinera, la doncella y dos mucamos. Desde luego no eran suficientes para tantas personas, pero aún así les dije que se pusieran en marcha. No hay nada más pesado que una fiesta en la que la comida (y no digamos la bebida) tarda en aparecer.

Como aperitivo yo había previsto lo clásico, que es lo que más gusta. Nada de sushi ni de mousses de apio con regaliz, fuera el pulpo con menta y los ravioli de tapioca. Buena tortilla de patatas, buenas y baratas croquetas y también jamón del caro, con eso no se falla. Pasó media hora y luego una entera. Las existencias empezaban a menguar. Llegamos a ¡las dos horas!
«Una boda sin novios, eso sí que es posmoderno»
, me decía yo intentando mantener la sonrisa. ¿Y Luis mientras tanto qué decía? Él, cómo no, no hizo otra cosa que entonar su mantra...

—Ya te dije... que con Dolores nunca se sabe qué catástrofe puede pasar.

—Ya te dije... que era mejor gastar un poco más pero contratar a una empresa que organizase todo.

—Ya te dije... que —rellénense los puntos suspensivos ad nauseam.

Por fin, dos horas y tres cuartos más tarde (la mato, juro que la mato) apareció Dolores. Tan campante, como si nada. Por lo visto se le había ocurrido, por el camino, una idea genial.

—Sí, jefa. El chofer nos dijo que la luz sobre el Támesis a esa hora era espectacular y, como comprenderás, no podíamos desaprovecharla. En fin, que allá nos fuimos a sacarnos unas fotos. Es verdad que a la vuelta cogimos un poco de tráfico y una manifestación pacifista, pero ¿qué te pasa? ¿Estás bien? ¿Por qué pones esa cara, jefa? No te entiendo, la verdad. Después de todo también Carmen se fue a llevar su ramo de novia a la momia de Lenin y tardó un buen rato, ¿no?

Ooommm, respiré hondo y no dije nada, ¿para qué? Tenía razón, Dolores, a todas mis hijas (salvo Mercedes, Dios la bendiga) se les ocurre hacer excursiones raras el día de su boda. Pero da la casualidad de que cuando se casó Carmen yo tenía casi quince años menos y un ejército de camareros soviéticos que pasaban copas, croquetas y tortilla sin parar. Ahora, en cambio, ¿dónde estaban los camareros que tenía que contratar Dolores?

Iba a hacerle precisamente esa pregunta a mi hija pero no pude. Las ovejas negras de una y otra cabaña la tenían rodeada. Todos querían hacerse fotos con ella y con Perú. También mis amigos querían fotografiarse con los novios y, de paso, imagino, fotografiar disimuladamente a toda aquella fauna que había por ahí para luego contar a la vuelta que la boda de los Posadas había sido un zoo. En fin, y como yo digo, OOOOMMMM. Lo mejor que podía hacer era ir a la cocina y ordenar que abrieran el comedor cuanto antes. Aquellas dos clases de invitados tan diferentes nunca iban a confraternizar, ni siquiera rozarse, estaba claro, y dos horas y media de cóctel es más de lo que puede resistir un cuerpo sea de oveja blanca o de oveja negra.

Cuando me dirigía hacia el office, vi de pronto un claro entre los invitados de uno y otro pelaje y pude acercarme disimuladamente a Dolores.

—¿A qué hora les dijiste a tus camareros que vinieran, Lolita? —le pregunté, y ella, mientras posaba entre un Hindemburg, un madrileño de rastas y mi hermana Hortensia, respondió extrañada:

—¿Camareros? Yo no he llamado a ningún camarero, jefa, pensé que de eso, como de todo lo demás, te ocupabas tú.

Y no se le movió un pelo de la melena prerrafaelita. Como si no fuera un desastre una cena que empieza casi tres horas tarde. Como si no fuera una complicación una fiesta con ganado tan variopinto que se miraba de reojo con recelo. ¡Como si no fuera una catástrofe cósmica una boda sin camareros!

¿Qué se hace cuando la situación es desesperada? Mi madre lo sabía muy bien:
«La vie c'est la bataille»
, solía decir ante cualquier contratiempo reclinada sobre una chaise longue, con una mano en la frente y en la otra una ginebra con unas gotitas de vermut que, a continuación, se echaba al coleto. Muy bien, eso mismo iba a hacer yo, sólo que con una variante. No me iba a echar nada a mi coleto sino al gaznate de todo aquel rebaño: si las penas con pan son menos, las meteduras de pata con alcohol, ni se notan.

Me gustaría poder atribuir a mi santa madre y a su juicioso ejemplo todo el mérito de haber sobrevivido a aquella situación desesperada, pero sería una gran mentira. Es cierto que mi decisión de convertir los whiskies dobles en triples, los gin tonics en bombas atómicas y los vodkas en cócteles molotov, desempeñó un papel importante en lo que voy a contar. Pero quien más responsabilidad tuvo en haber transformado una situación desesperada en algo muy divertido fue un amigo de Dolores. Se llama Miguel Bosé y desde aquella noche me he hecho incondicional de su club de fans. Y no por cómo canta, que canta regio, sino por poner en marcha el operativo siguiente. Después de la revelación de Dolores, Miguel me descubrió en la misma postura que mi madre cuando decía aquello de
«La vie c'est la bataille»
. Es decir, tumbada (por no decir descangayada) en un sofá a falta de chaise longue, con una mano en la frente y en la otra un vaso vacío después de haber apurado dos whiskies dobles con más premura que John Wayne en el saloon.

—Déjame a mí —fueron sus escuetas palabras, y luego se esfumó.

La verdad es que con lo guapo que es este chico, el efecto del lingotazo y la situación kafkiana, creí que se me había aparecido el arcángel San Gabriel, o más concretamente, San Miguel. Y tal vez no haya sido sólo una impresión. Porque lo cierto es que, a los pocos minutos, y como "por mediación divina, se abrieron las puertas del comedor dejando a la vista una espectacular mesa de buffet, con sus arreglos de flores, sus altas velas encendidas, las falsas langostas rampando sobre budines enormes, el pollo al curry con toda su mise en scéne Jaipur, los salmones glaseados, el foie sensacional, etcétera, etcétera. Pero lo mejor no fue eso, sino el ejército de camareros que había por ahí sirviendo a los invitados. Camareros de muy distinto pelaje como, por ejemplo, el joven Hindemburg con su chaqué clásico y su chaleco de mucamo que quedaba de lo más bien sirviendo ensaladas. O el vampiro de Chamberí ayudado por su distinguida madre, que se ocupaban de repartir vino tinto. Y luego estaba James Hunt que, como fue campeón del mundo de fórmula i, pasaba a toda velocidad platos y cubiertos para que no se atascara la cola de hambrientos comensales. Y más allá estaban Bismark y Hesse ayudados por Miguel Primo de Rivera sirviendo el curry. Y más acá muy marineros, ellos, los hermanos Graf Spee, que se ocupaban de los salmones y de los huevos con caviar. Pero si hasta mi hermana Hortensia, que nunca en su vida ha llevado un plato a la cocina, andaba por ahí con un delantal blanco afanada en la tarea de servir. No soy muy ducha en citas bíblicas, pero aquello de pronto me recordó lo que decía san Juan. ¿O era quizás Isaías el profeta de la buena nueva? En fin, no sé, me refiero a eso tan mentado de que llegará un día en el que el león pastará con las ovejas y la vaca morará con la osa y el león y el buey comerán juntos. Ahora por fin entiendo el vaticinio, porque algo muy parecido a tan edénica situación se estaba produciendo en mi casa y el responsable estaba allí capitaneando la operación. Con una servilleta al hombro y un mandil de rayas sobre su chaqué posmoderno. Con su forma de dirigir aquella orquesta inverosímil de músicos inconexos que trajinaban con platos, vasos, falsas langostas. Con su maravillosa sonrisa y su forma firme de mandar sin que se notara.

Siempre había creído que la belleza extrema tiene más de diabólica que de angelical y que Lucifer sería mucho más guapo que cualquier arcángel de la corte celestial, pero desde ese día he cambiado de opinión. Nadie puede ganar en belleza a mi san Miguel (Bosé).

—¿Ves como al final todo se arregla, jefa? —tuvo el rostro de decirme Dolores.

Y yo, tomándome otro whisky, allongée en mi chaise longue, para no matarla le contesté:

—Sí, pero tú tienes una suerte..., o mejor dicho un ángel de la guarda que no te mereces.

Para completar esta anécdota, en vez de anotar las recetas de los platos que compusieron el buffet de la boda, tal vez porque son todos bastante conocidos, mi madre hizo un croquis en su cuaderno de cómo debe presentarse el curry a la Jaipur.

COSAS QUE APRENDÍ EN LONDRES: LOS DO Y LOS DO NOT

Se están acabando las hojas de este viejo cuaderno y termina también nuestra embajada en Londres. Hay que ver qué rápido ha pasado el último año. Carmen ya regresó a Madrid con sus hijas, Dolores también. Gervasio y Mercedes ya están viviendo allí desde hace tiempo y Luis y yo volveremos a Uruguay: otra vez al ministerio. De nuevo le toca hacer pasillos por un tiempo hasta que la suerte nos depare un nuevo destino. O tal vez no haya nuevo destino y Luis se jubile. La palabra jubilación suena un poco fea, pero según me enteré el otro día jubilación viene de júbilo, de modo que mirémoslo desde ese punto de vista o, como dicen acá,
«Leí us look at the bright side of life»
. Mi inglés, por cierto, ha mejorado mucho. Ya soy capaz de hablar no sólo de fantasmas, que era mi conversación estrella cuando llegué acá, sino también de teatro, de música y hasta de política, aunque hablar de política entra dentro de la categoría de los don'ts de este país tan complicado. Y hablando de don'ts, no quiero cerrar mi cuaderno sin dedicar unas páginas a este tema primordial en la vida de los ingleses.

Decía mi abuela que la vida social era un campo minado para los novatos. Que todas las reglas de urbanidad, cortesía y educación estaban pensadas, según ella, para que uno distinguiera inmediatamente los arrivistes de los arrivés, es decir, los trepadores de los que ya están arriba. Los ingleses, a quienes les encanta catalogar a las personas como si ellos fueran entomólogos y nosotros simples orugas, tienen un libro que es la Biblia de todo inglés elegante, que se llama The Debrett's Book of Good Manners y es, sencillamente, descacharrante. En él, uno puede aprender cosas tan increíbles como, por ejemplo, la manera adecuada de dirigirse a un obispo si se lo encuentra en un pasillo a altas horas de la madrugada y los dos en bata. O cómo han de comerse los guisantes (este asunto de los guisantes es, según el Debrett, una radiografía infalible del origen social de las personas). También explica cómo librarse de un pesado en una fiesta, de cómo neutralizar a un cotilla malvado, o del modo en que ha de dejarse propina en una casa de campo cuando va uno a cazar el zorro. Por supuesto Luis se convirtió en devoto del Debrett y a cada rato lo consultaba. Sostiene que le ha sido de gran utilidad en muchas más situaciones de las que él podría haber imaginado (incluida por cierto la de encontrarse con un obispo en el pasillo los dos en bata camino del compartido cuarto de baño). Bueno, la verdad es que
«su obispo»
era anglicano e iba en ropa de calle. Pero Luis iba en bata y, por lo visto, salvó el obstáculo muy elegantemente (lo preceptivo, según me dijo, es llamar al obispo Your grace y dejarlo pasar primero al WC).

Para despedirme de Londres in style, como dicen acá, me gustaría consignar alguna de las cosas divertidas, anecdóticas y curiosas que contiene este libro. Muchas ya las conocía, como la forma correcta de comer espárragos y alcachofas al vapor (siempre con la mano y mojándolos en la salsa), pero existen costumbres que cambian según el país. Por ejemplo, en España es de mala educación comer el huevo frito con cuchillo. Aunque las puntillas dificulten la maniobra, aunque haya que utilizar el pan casi a modo de bisturí, jamás se debe recurrir al cuchillo. Lo mismo ocurre con la ensalada a pesar de que, a veces, las hojas están cortadas tan grandes que acabe uno pareciendo una vaca pastando en un prado. Los ingleses, en cambio, no conciben comer huevos sin cuchillo, tal vez porque, en su caso, éstos se comen sobre todo para desayunar y se acompañan habitualmente de salchichas o bacon. Otra cosa que sí sabía y que aconseja también el Debrett es la conveniencia de tomar el postre con tenedor. Puede parecer una majadería y un esnobismo absurdo, pero no lo es en absoluto. Se saborea mucho mejor una mousse, un hojaldre, una tarta y hasta un helado (a menos que haya a mano la cuchara especial para él), con tenedor que con cuchara. Porque el tenedor es más sutil, da aire a los postres. Luego el Debrett explica cosas que son de sentido común y se agradecen mucho. Por ejemplo, ¿qué hacer cuando uno llega tarde a una cena y el anfitrión le ofrece una copa? ¿Es correcto aceptarla o no? Aceptarla, aunque parezca lo adecuado, no lo es puesto que retrasaría al menos otros quince o veinte minutos el momento de pasar a la mesa. Una vez que uno se ha disculpado por la tardanza lo mejor es declinar. El Debrett, en su apartado de modales en la mesa, explica además cosas que uno siempre ha querido saber pero le parecía absurdo preguntar, como la manera correcta de comer una naranja. Hay que saber que cada país tiene sus reglas. En Inglaterra, por ejemplo, lo correcto es pelarla sólo con el cuchillo y luego comerla con cuchillo y tenedor. Y llegamos al capítulo guisantes: los ingleses, parafraseando el cuento de Andersen, dicen que es posible descubrir a una princesa por la forma de comerlos. Ojo al dato, porque tiene su intríngulis. Hay dos formas de hacerlo. La primera es aplastar los guisantes con ayuda del cuchillo contra el lomo del tenedor con las púas para abajo (misión absolutamente imposible). La segunda forma es montar, con la ayuda del cuchillo, los guisantes en el tenedor con las púas hacia arriba pero siempre subiéndolos por la punta del tenedor, nunca por el lado. En fin, toda una trabajera, lo mejor es pasar de guisantes, al fin y al cabo no son tan ricos como otras verduras y le complican a uno la vida.

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