Hoy caviar, mañana sardinas (16 page)

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Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas

BOOK: Hoy caviar, mañana sardinas
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«¿Una estola de visón será demasiado? ¿O demasiado poco? Quizás esa capa tan mona que me compré el otro día...»

—Pero esta chica es tan joven. Yo estaba convencido de que él se acabaría casando con esa novia que tenía hace tantos años... Malú Toro, ¿no?

—Sí, parece un poco disparatado —dije finalmente, emergiendo del segundo cajón de la izquierda donde buscaba un chai—. Ella tiene veintiuno, creo. Y don Alfonso como treinta y cinco. Bueno, ya sabes que los hombres se vuelven locos por las jovencitas. De todas maneras, cuando lo vimos hace unas semanas estaba radiante de felicidad. Se ve que está muy enamorado.

—Por otro lado —intervino Luis—, no sé qué le habrá visto Carmencita a Alfonso. Es un amor de persona, pero qué querés que te diga, un poco aburrido también, tan formal, tan poco indicado para una chica joven.

Acá empezó la discusión.

—Es verdad —dije yo— que comparado con don Juan Carlos, que es mucho más simpático y divertido, Alfonso resulta un poco serio, pero es educadísimo y a veces encuentro que tiene chispa. Además, tiene buenas razones para ser un
«príncipe triste»
. Toda esa historia de su padre, don Jaime, sordomudo y apartado de la sucesión, después el divorcio de sus padres, el ninguneo de la gente que piensa que no tiene ninguna opción frente a don Juan Carlos...

—A ti lo que te pasa es que siempre te ha hecho tilín don Alfonso, como dicen acá.

Llegado este punto me olvidé completamente del vestuario y empecé a recordarle a Luis los ojitos que le ponía el otro día G. cuando bailábamos en La Boîte. La cosa no se complicó más porque en aquel momento entró Gervasio para enseñarnos las notas del colegio y había suspendido tres asignaturas. Si no, no sé dónde hubiese acabado la discusión.

La cuestión fue que el día de la boda salimos de casa para reunirnos con nuestros amigos en lo de Villapadierna e ir juntos al Pardo. Todos los señores iban elegantísimos con sus fracs y sus condecoraciones. Las señoras, algunas peores que otras (no se pueden llevar esas aberturas en la falda a una boda, digo yo). Juanito Floridablanca iba de caballero de la Cruz de Malta, con chaqueta colorada y casco lleno de plumas. Como está gordo, parecía embutido en el uniforme y tenía la cara completamente congestionada. Cuando le pregunté por qué no había venido de frac como todo el mundo en vez de con el traje de la primera comunión (esto último sólo lo pensé), me contestó con aire triste:

—Mujer, es que me hace ilusión. Me lo hice hace quince años para mi boda, y para una vez que me lo puedo volver a poner...

Me abstuve de decirle que no estaba tan claro que se lo pudiera poner.

Guando llegamos al Pardo llovía. Nos separaron, porque los embajadores, junto a otros invitados especiales, íbamos a la capilla. A los demás los mandaban al patio del palacio, que se había entoldado para la ocasión. A Luis y a mí nos sentaron al lado del pulpito, con otros cinco o seis embajadores. Delante de nosotros se sentaron los consejeros del Reino. Me chocó ver el contraste entre lo linda que estaba Vicky y lo poco distinguido de su marido, Rodolfo Martín Villa. También estaban Íñigo Oriol y su mujer.

A la hora designada entró el Generalísimo del brazo de Carmencita. Estaba monísima; el vestido de Balenciaga me pareció una maravilla, sencillo y muy bonito. Era de raso, bordado con pedrería, y llevaba un tul sujeto con una preciosa diadema de esmeraldas. Dicen las malas lenguas que esta chica, a pesar de ser tan joven, es bastante frívola y ha salido con varios. Bueno, qué importa, estoy segura de que un hombre maduro y tan serio como don Alfonso hará que olvide rápidamente esas folies de jeunesse. Franco, vestido de capitán general de la Armada, estaba reducido a la más mínima expresión, chiquitito y consumido, aunque se le veía contento dentro de lo poco expresivo que es este hombre. Don Alfonso, por su parte, tan estupendo como siempre, con su uniforme de embajador. Me parece que hacen muy buena pareja estos chicos, seguro que les va a ir de cine.

Por lo que podía ver desde donde estábamos, me pareció que don Juan Carlos estaba mucho más serio de lo normal, lo que es bastante comprensible, dados los rumores que circulan sobre la maniobra de doña Carmen Polo y Villaverde para que Carmencita sea reina. Su padre, don Juan, no debe de haber asistido por este motivo. Yo no sé si será una boda arreglada como dicen muchos, pero insisto en que los novios parecen muy enamorados. No pararon de mirarse con complicidad durante toda la ceremonia. Cuentan que se conocieron en Suecia, donde Alfonso lleva unos meses destinado (¿por qué de todos los sitios del mundo lo habrán mandado a un país tan frío?).

De la ceremonia en la capilla, oficiada por el cardenal Tarancón, me acuerdo poco, porque dejaron abierta una de las puertas y había una corriente de aire gélido que me pegaba en la nuca. No podía pensar en otra cosa. A la salida nos encontramos con la reina Federica de Grecia, que llevaba un traje azul eléctrico bastante poco sentador para mi gusto, y también con Villaverde que, según me dijo Luis, iba vestido de Caballero del Santo Sepulcro con unas botas de charol por encima de las rodillas. Alicia V., que es una malvada, comentaba luego con mucha gracia que parecía que iba de domador de circo. Grace Kelly muy mona, sí, pero con un traje casi blanco (decían que era asalmonado pero no era cierto). Me sorprendió la gaffe. Cuando una estrella de Hollywood se convierte en princesa se supone que se aprende bien su papel, y hasta ahora así lo parecía. ¿Será que no tiene una asesora de imagen o algo por el estilo (una señorita de Sampognaro propia en plantilla) que le diga que, al menos en los países de habla hispana, una invitada a una boda jamás tiene que vestirse de blanco? También vimos a don Jaime, padre del novio. Está ya muy viejito, encorvado con el peso del Toisón de Oro, tanto que parecía que lo llevaba a rastras. La mandíbula larga de los Borbones y ese labio caído le daban un aspecto un tanto bobalicón. Todavía recuerdo cuando era aún muy niña estar con mis padres en un hotel en París y ver entrar al hombre más elegante que yo había visto nunca. Era mayor, pero tenía una distinción y una forma de moverse que ya entonces me dejaron boquiabierta. Irradiaba poder y majestad. Pregunté al camarero quién era aquel personaje.

—¡C'est le roi d'Espagne, mademoiselle! —me contestó con gran reverencia.

¡Hay que ver lo vieja que empiezo a ser! Pensar que este don Jaime es el hijo de aquel espléndido Alfonso XIII...

Después de la ceremonia, nos encaminamos hacia el palacio y pasamos a saludar a nuestros amigos que se habían quedado en el patio entoldado. Los pobres estaban también ateridos por ese viento helado que a menudo baja de la sierra de Madrid y para el que la mayoría de las señoras no habíamos venido preparadas. O mejor dicho, habíamos venido preparadas para estar lindas, no para alternar con osos polares, pero ya se sabe que las mujeres somos capaces de agarrar una pulmonía por un decolté. Cuando subimos al palacio, todo lo que hacía de frío abajo lo hacía de calor arriba. Aquello era un mar de gente, casi no se podía avanzar un milímetro sin pisar a alguien o sin que te dieran un codazo en las costillas. Dicen que había dos mil personas y eso no hay palacio que lo resista. Habían vaciado todas las habitaciones y salones para dejar lugar a los invitados y aun así el ambiente era difícilmente soportable. Estuve un rato charlando con un grupo de señoras entre las que estaba doña Sofía, mientras Luis saludaba al almirante Carrero (siempre tan serio, con esas cejas enormes). La princesa es muy agradable y seria. Siempre que la encuentro está hablando de arte y los clásicos griegos, que son cosas de las que francamente no me apetece hablar en un cóctel. También le encanta la música clásica porque como le dijo una vez uno de los jefes de la Casa del Generalísimo a Luis:
«No hay que olvidar que su alteza es bisnieta del Kaiser»
. Estando juntas nos sacaron una foto para el ¡Hola!, y para el Miss o algo parecido. Tendré que comprarme todas las revistas para bichar los detalles que me habré perdido y que ^seguro son muchos. Luego estuve hablando con otro grupo de amigas entre las que se comentaba la cantidad de artistas que estaban invitados. Yo vi por lo menos a Lola Flores, Carmen Sevilla, ese cantante nuevo, Julio Iglesias, el tenista de los dientes grandes, toreros. Esto no le parecía nada bien a muchas de las señoras elegantonas que había por ahí y lo criticaron durante horas. Según ellas, invitar a
«cómicos»
, (es la palabra que usaron) a una boda baja la categoría.

—Habrase visto, pronto invitarán también a los jugadores de fútbol —decía una viejita a la que apenas se le distinguía la cara bajo la mantilla.

A los invitados nos distribuyeron en mesas de ocho o diez, excepto a la familia y algunos comensales muy especiales que comían en otro comedor con las puertas cerradas. Nuestra mesa estaba en el despacho de Franco, aunque habían sacado de allí todos los objetos de uso diario. Los compañeros de mesa que tuvimos no pertenecían a nuestro grupo, pero eran agradables. Me tocaron a un lado un príncipe que se llamaba Chocotúa, o algo parecido, y al otro el embajador de la Orden de Malta. Se divirtieron comentando cómo es ser embajador sin país y príncipe sin tierra. Después se habló mucho de un tema que últimamente está muy de actualidad: las caras de Bélmez. Parece ser que en las paredes de una casa de ese pueblo perdido de Córdoba han aparecido nadie sabe cómo unas caras, y que cuando las borran vuelven a aparecer. Además, cuando los investigadores ponen unas grabadoras registran voces de ultratumba.

—Pues en este despacho se oyen voces de ultratumba todos los días y nadie se sorprende —dijo una señora bastante chillona que debía de ser la mujer de alguno de los presentes.

Se hizo un breve silencio y la gente siguió comiendo como si nadie hubiese oído el comentario.

El menú estaba compuesto de consomé (bueno), timbal de langostinos (regular) y silla de ternera, un plato desconocido para mí, pero que estaba bastante rico. Precisamente cuando íbamos por el timbal vimos pasar por una de las puertas a Villaverde (siempre de domador) que arrastraba a don Jaime completamente descompuesto, y de color verde manzana, hacia el cuarto de baño. Luis hizo un amago de levantarse a ayudar, pero Cristóbal lo paró en seco.

—No te preocupes, embajador, ya puedo yo con el sordo. Se ha tomado unas copas y mira... Lo que te pido es que si se le cae el Toisón de Oro se lo recojas porque luego será un follón de muerte si se pierde... —y desapareció con su consuegro y el Toisón a rastras.

El pobre don Jaime salió de escena y no se lo volvió a ver.

Cuando regresábamos a casa, ya tarde, Luis me dijo medio en broma, medio en serio, como es habitual en él:

—Espero que, cuando muera el Generalísimo, España no acabe como esta noche: con los Franco arrastrando a los Borbones.

EPÍLOGO ESPAÑOL

Bien callado se lo tenía Luis. El nuevo destino es... Moscú. De todos los lugares del mundo a los que lo podían haber mandado, tenía que ser precisamente allí. Un país a miles de kilómetros de ninguna parte, perdido en mitad de la nieve y con Stalin casi fresquito en la tumba aunque estemos en el año 1972 y digan que las cosas han cambiado mucho desde entonces. Luis dice que es un lugar fascinante y que permitirá a los chicos aprender uno de los idiomas con más futuro. También dice que así pasaremos más tiempo con ellos, cosa difícil en destinos como Madrid, donde hay que hacer vida social los siete días de la semana. Yo sólo me imagino todo el día con nieve hasta el pecho y embutida en un gorro de piel. Y me da la impresión de que no soy la única que lo piensa.

Esta tarde hemos estado en la Zarzuela despidiéndonos de los príncipes. Nos recibieron en uno de los saloncitos que dan al jardín, con ese aire petit bourgeois que tiene el palacio que más bien parece una buena casa de familia. Cuando les contamos cuál era nuestro nuevo destino, doña Sofía empezó a hablar de la suerte que teníamos de ir a un país tan rico culturalmente, con músicos tan maravillosos como Rostropovich, donde se habían creado obras maestras de la literatura como Crimen y castigo o Ana Karenina. También habló de la riqueza del alma rusa, tal como la describen autores como Pushkin y Gogol y cosas así durante largo rato. Don Juan Carlos, por su parte, sólo dijo
«¿Rusia?»
, y luego se llevó dos dedos a la sien y con el pulgar extendido soltó un «Poum» como quien se pega un tiro.

A Luis le pareció un gesto muy poco royale, pero para mí que el príncipe tiene toda la razón. Es para pegarse un tiro de sólo pensarlo...

MOSCÚ
OPERACIÓN BODA

Cuando en 1972 destinaron a mis padres a Moscú, yo no fui con ellos. Tenía diecinueve años recién cumplidos y estaba a punto de casarme. Un infanticidio, o como dijo papá cuando íbamos en el coche camino de la iglesia:

—Parece, Carmen, que fueras a hacer la primera comunión y no a casarte.

Pero ni él ni mi madre intentaron disuadirme, pues lo cierto es que siempre respetaron las decisiones de cada uno de nosotros. Como mis padres llegaban a Moscú a principios de otoño, la boda se fijó para el 12 de octubre, fecha que elegí yo porque me pareció muy adecuada por aquello de unir Uruguay con España el día del Descubrimiento. Con la inconsciencia de los pocos años (mis diecinueve y los veinticuatro de Rafa) empezamos los preparativos, que no eran nada fáciles. En aquella época, España no tenía relaciones diplomáticas con la Unión Soviética y había que pedir visados a París, organizar un viaje de grupo, solicitar permisos, etcétera.

La idea de ir a Moscú divirtió mucho a nuestros amigos y se apuntaron unos ciento veinte. Todo lo que pasó en aquella boda, incluido el accidente aéreo final del que se hablará en el siguiente capítulo, hace que aún hoy, treinta y tantos años más tarde y un divorcio por medio, mucha gente me hable aún de
«la boda moscovita»
. Para mí todo empezó de modo accidentado: perdí el traje de novia en el viaje. Como era tan joven ni siquiera le di importancia, pero ahora cuando lo pienso se me ponen los pelos como escarpias. De no haber aparecido a tiempo hubiera tenido que casarme con un vestido de novia ruso y en aquella época de utilitarismo soviético —todo tenía que ser útil, no bello— no quiero ni pensar cómo habría sido, algo así como Ninoshka vestida por los almacenes Gum, joya de la moda proletaria. Lo que ocurrió fue que la maleta quedó en el avión
«porque estaba muy al fondo»
, según dijeron los de la compañía aérea, y siguió rumbo a Tokio. Excusas como
«estaba muy al fondo»
,
«está muy alto»
,
«era muy difícil»
, formaban parte de las disculpas diarias en la Rusia soviética. Si uno iba, por ejemplo, a comprar una shapka o un gorro de piel a los inefables Gum y le gustaba uno de un estante de arriba, no se lo vendían, el del estante bajo, en cambio, sí. Maravillas de la economía planificada, si había que subir a una silla para realizar una venta el dependiente no vendía. Por la misma regla de tres, porque
«estaba muy al fondo»
, mi maleta se fue a Tokio con mi traje de novia. Por suerte, al día siguiente, la mañana de la boda, ya no estaba tan al fondo y la pudieron descargar.

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