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Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas

Hoy caviar, mañana sardinas (31 page)

BOOK: Hoy caviar, mañana sardinas
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Porque, según me ha explicado Luis, estamos en el país del protocolo, los rituales y las puestas en escena, y para todo se empeñan los ingleses en adiestrarlo a uno. Por ejemplo, con el fin de preparar a las mujeres de los embajadores para su primer encuentro con la Reina el día de la presentación de credenciales, el Foreign Office tiene por costumbre mandarles a una jefa de protocolo con un pliego de instrucciones. La mía resultó ser una tal lady Marsch que, para más datos, hablaba como un personaje sacado de la serie Arriba y abajo. Me ha llamado esta mañana para preguntarme cuándo me vendría bien que pasase por casa a tomar el té
«para charlar como dos amigas»
, y yo le he dicho que el jueves. Hasta entonces (y tengo dos días) voy a ver cómo adecento un poco esta casa. Para hacerlo, cuento con la ayuda de lo que en España llaman
«el cuerpo de casa»
, maravilloso eufemismo que en este caso se reduce a un matrimonio llamado mister y mistress Darling. Luis se quedó fascinado en cuanto los vio porque según él parecen escapados de una novela de Evelyn Waugh o de Somerset Maugham (aquí todo parece sacado de los libros), pero yo tengo mis reparos. A ver cómo los describo: él tiene unos cincuenta y cinco años, metro noventa, bigotes y pelo rojo fuego y el aire marcial de un militar de las colonias (lo que no es de extrañar, porque en su curriculum figura que fue teniente en Birmania). Ella es aún más increíble. Aunque se dice inglesa, para mí que tiene algún antepasado malayo o algo así porque es minúscula, morena, de ojos duros y negros, y jamás despega los labios. El curriculum dice que antes de venir a la embajada habían trabajado en casa de Tina ex Onassis, ex Niarchos. En la corta conversación que tuvimos el otro día, el nombre de esta señora salió a relucir lo menos seis o siete veces. No sé, o mucho me equivoco, o ambos están a punto de convertirse para mí en lo mismo que Rebeca fue para la joven e inexperta señora de Winter en la novela de Daphne du Maurier (o mejor aún en la peli de Hitchcock, porque desde que llegué a Londres a mí todo me parece de Hitchcock). Lo digo porque igual que a la señora de Winter su ama de llaves todo el tiempo la estaba comparando desfavorablemente con Rebeca, a mí los Darling me tienen frita con su anterior jefa. Que si la señora Onassis-Niarchos jamás hubiera puesto rosas amarillas en el salón porque son muy vulgares... Que si en su casa acostumbraba tomar siempre armañac después del café y no calvados como aquí, que si mister Niarchos esto, y mister Onassis lo otro... Y me miran, él desde su metro noventa y sus pestañas rojas, ella desde sus ojos malayos con las manos a la espalda como si en cualquier momento fuera a sacar un kukri o una daga oriental, qué escalofrío.

Por supuesto todo esto no se lo he contado a nadie y menos a Luis porque se reiría de mí. A él le encantan los Darling, los encuentra muy adecuados para una embajada en Londres. Ni siquiera le parece ridículo que se apelliden Darling y haya que llamarlos por tan absurdo apellido, sobre todo al marido (
«Good morning, Darling! Thank you, Darling!»
). Según Luis no hay nada de qué reírse, todo es
«muy british, muy Commonwealth»
. Me trago pues mi síndrome de Rebeca y aquí estoy organizando el té para lady Marsch, la del Foreign Office. Le he pedido a mistress Darling que prepare scons con mantequilla y nata como les gusta a los ingleses, pero no estaría de más añadir un toque rioplatense a la merienda, como un buen dulce de leche. Me pregunto qué será eso tan importante y distinto sobre lo que quiere instruirme lady Marsch. No es la primera vez que asisto a una entrega de cartas credenciales y no creo que, por mucho que a los ingleses les gusten los rituales y la puesta en escena, esta ceremonia vaya a ser muy diferente de las de otros países.

Huelga afirmar que me equivocaba, y ahora más que nunca puedo decirlo con conocimiento de causa: England is different.

Ese jueves lady Marsch llegó puntualísima a la hora del té (que, por cierto, es a las cuatro y no las cinco como erróneamente se cree fuera de Inglaterra). Venía ataviada con un trajecito verde loro, un chai turquesa y zapatos a juego. Menciono el detalle porque tiene mucho que ver con mi
«adiestramiento»
antes de ver a su graciosa majestad. Por lo visto, según me explicó lady Marsch mientras daba buena cuenta de los scons (
«Very delicious, mistress Pausadas, really delicious»
), había que tener muy presente que a la Reina le gustan sólo los colores vivacious o alegres.

—Por tanto, querida, en ningún caso sería aceptable elegir para la ceremonia el color negro, no, de ninguna manera, sería un desastre. Compréndalo, aquí en Inglaterra todo es muy gay, es decir, muy alegre. Tampoco son recomendables el malva, el gris oscuro o el marrón chocolate. Aunque la audiencia es por la mañana, si ese día luce poco el sol, su majestad puede equivocarse y creer que va usted de negro. Siendo así, inmediatamente creerá que está usted de luto, y a continuación le presentará sus condolencias, lo que produciría una gaffe muy desagradable que tenemos que evitar. Nosotros no queremos que la Reina incurra en ninguna gaffe ¿verdad, mistress Pisadas? ¿Le importaría pasarme, querida, un poco más de ese toffee semilíquido que le ponen ustedes a los scons? Está delicioso.

Le pasé el dulce de leche y ella, tras chuparse los dedos, continuó:

—También es importante que lleve usted guantes a la ceremonia; la Reina, como está en su propia casa no puede llevarlos y usted comprenderá...

Aquí lady Marsch dejó la frase inconclusa, pero como volvió a chuparse los dedos yo interpreté que el asunto de los guantes tenía que ver más con una medida higiénica que con el protocolo. Quién sabe, me dije, tal vez la Reina sea como Howard Hughes, ese multimillonario norteamericano tan raro que aborrecía tener contacto físico directo con la gente. Sí, claro, ahora entiendo por qué siempre se la ve con guantes, para evitar miasmas al tener que dar la mano a tantísimas personas en la calle. En su casa, sin embargo, no está bien usarlos, de ahí que me tocase a mí poner el cordón sanitario.

—¿Más scons, lady Marsch?

—Gracias, mistress Pescadas, y una gota de té también, con una nube de leche.

El resto de las instrucciones que me dio la buena señora sólo pueden describirse como tabla de gimnasia o como indicaciones para bailar la yenka. En página aparte (y traducido por yours trully, puesto que últimamente he hecho muchos progresos con mi inglés), incluyo la hojita que me entregó la lady con todas las instrucciones completas junto con un croquis de la Grand Entrance de Buckingham Palace y los pasos que hay que dar y dónde se tiene que hacer cada reverencia, que son varias. Sin embargo, y haciendo una síntesis, diré que toda la coreografía de la ceremonia de presentación de credenciales es muy enredada. Para empezar, he de decir que a la mujer del embajador la encierran hasta el último momento en una habitación que muy adecuadamente se llama The Bow Room, la habitación de las reverencias. Mientras yo estoy en el Bow Room, Luis, acompañado por el caballerizo real y el vicemariscal de la Reina, deberá hacer su propia coreografía que, a grandes rasgos y según reza la compleja hojita, consiste en lo siguiente: se abre la puerta, tres pasos adelante y primera reverencia. Cuarto paso adelante con el pie izquierdo, segunda reverencia. Una vez ante la Reina, hay que decir unas breves palabras protocolarias (no más de media docena), al tiempo que se entregan las credenciales. Éstas se llevan primero en la mano izquierda, pero una vez que se ha saludado a la Reina, se entregarán con ambas manos. Para dirigirse a ella en la primera ocasión ha de utilizarse la fórmula
«Your Majesty»
y a partir de ahí
«Ma'am»
pronunciado en a, nunca ene... En fin, todavía estaba yo a la mitad de la explicación con la hojita de marras en la mano y ya tenía un mareo considerable.

—¿Otro poco de té, lady Marsch? —le pregunté para permitirme una tregua, pero la noble dama ni me escuchó porque estaba dando buena cuenta de un enorme scon tan embadurnado de dulce de leche que empalagaría a varios caballerizos reales y a no pocos vicealmirantes.

Cuando la entrevista terminó, veinte minutos más tarde, lady Marsch y yo no habíamos concluido el repaso de la sacrosanta hojita, pero en cambio, éramos ya íntimas amigas. Yo le di la receta del dulce de leche y ella me retribuyó con una buenísima de trumpets hechos no con harina de trigo, sino de maíz. Entrando en confidencias aún más profundas, ella me explicó que el mejor té se compraba en Fortum Masón y yo le confié mis tribulaciones con los Darling. Total, que de lo que menos hablamos fue de la gimnasia real que ellos llaman protocolo.

—No se preocupe, mistress Pilladas, lo hará usted estupendamente, estoy segura —me dijo antes de marcharse.

Pero mucho me temo que todo lo que aquella agradable señora tenía de gourmet, le faltaba de pitonisa, porque mi presentación a la Reina quedará en los anales de mi vida como uno de los momentos más espantosos. Esto fue lo que pasó.

STRIPTEASE EN BUCKINGHAM PALACE

Primero, y tal como estaba previsto, me pasaron a la llamada The Bow Room acompañada, por cierto, de una réplica de lady Marsch. Ésta se llamaba lady Pirrit, era más gorda y más joven que mi amiga, pero tenía su mismo aire y, por supuesto, hablaba igual que ella, incluida esa particularidad tan inglesa de llamarle a una mistress Pisadas, Pescadas o Pilladas, como si ellas fueran la Castafiore y yo el capitán Haddock. Se notaba que, como a la Castafiore o a lady Marsch, a lady Pirrit también le gustaban los colores vivacious. Lucía muy elegante en su vestido de tafetán amarillo patito y chai amarillo canario. Yo, por mi parte, había elegido para la ocasión un vestido de gasa fucsia muy ligero y primaveral que creo que me sentaba bastante bien. Llevaba, por supuesto, los guantes reglamentarios, también un sombrero blanco y, por todo adorno, una larga y fina cadena de oro que me llegaba hasta el talle y de la que cuelga una medalla que fue de mi madre. Después de repasar con lady Pirrit por última vez mi coreografía de pasos, que cada vez me recordaba más a la yenka (derecha, derecha, izquierda, izquierda, adelante, atrás, reverencia), quedamos las dos en silencio esperando el momento de ser anunciada. Y llegó por fin. Me escoltaron escaleras arriba, se abrió la puerta y pude ver allá a lo lejos, cerca de la ventana, a la Reina, flanqueada por Luis y el resto del personal de la Embajada. Por un momento me salió la vena republicana que desde luego tengo, como todos los que hemos nacido en las Américas, y cavilé que toda aquella tonta coreografía estaba ideada maquiavélicamente para que uno se sienta en inferioridad de condiciones teniendo que contar pasos, agacharse, etcétera. Los reyes, me dije, han tenido muchos siglos para perfeccionar sus maldades, incluso las nimias como éstas, pero bueno, allá voy; alguien como yo, criada en los sólidos principios de la revolución francesa, no se va a achicar por tan poco. Avanzo con el pie izquierdo, hago mi primera reverencia, doy un par de pasos, hago mi segunda reverencia (muy bien, Bimba, hasta aquí vas fenómeno, ya lo tienes, perfecto), llego a donde están los demás, y extiendo por fin la mano hacia la Reina.
«How do you do?»
, dice ella.
« Your Majesty»
, digo yo fiel al guión de lady Marsch, e intercambiamos dos palabras. Literalmente dos segundos, porque apenas me ha dado tiempo a comprobar que ciertamente a la Reina le gustan los tonos gay y tiene exactamente el mismo timbre de voz que mis damas siamesas cuando ya se acaba la audiencia. Bueno, lo pintoresco, si breve, dos veces pintoresco, me digo, y mejor así antes de que me equivoque en los pasos de la yenka. A ver, ¿por dónde iba? Ahora sólo me quedaba caminar dos pasos hacia atrás y luego, por fin, qué liberación, ya podré girar y darle la espalda a la Reina cuando, de pronto... ¿Qué es esa risita mal disimulada que veo en labios del ministro consejero? ¿Y qué serán esas señas mudas y desesperadas que me hace la secretaria social? Y, oh, Dios mío, ¿a qué puede deberse la cara de espanto de Luis, que parece estar al borde de la apoplejía? No sé, añado para mí, intentando no darle importancia, vete a saber, pero yo a lo mío, que aún me faltan dos reverencias y dos pasos hacia atrás.

Entonces me doy cuenta. Mi-vestido-de-gasa-fucsia. Sí, por muchos años que pase, seguirá apareciendo en mis peores pesadillas aquel vestido de gasa fucsia. Lo que ocurrió fue que la cadena de la que pendía la medalla de mi madre es tan fina que yo no noté que, en una de las reverencias, se enganchó con el ruedo de la falda. Si ésta hubiera sido de cualquier otra tela no habría pasado nada, pero la gasa de chiffon es tan tenue, tan liviana, que ni siquiera me di cuenta cuando se elevó dejando al descubierto mi ropa interior.
«La embajadora de Uruguay muestra la bombacha en Buckingham Palace»
,
«Embassador's Wife shows Knickers to the Queen»
,
«Scandale diplomatique á la Court de St. James»
. Como tengo una imaginación very vivacious, todos estos titulares de periódicos sensacionalistas se me pasaron en un segundo por la cabeza. Pero, gracias a Dios, a todos los santos y en particular a santa Teresita, que diga lo que diga Luis siempre está al quite allá arriba, por lo que pueda pasarme, la catástrofe sólo fue una media catástrofe. Porque lo cierto es que de algo sirvieron los anticuados consejos de lady Marsch sobre la vestimenta. Y es que, además del sombrero protocolario, de los guantes tipo cordón sanitario para no contagiar a la Reina y de evitar vestir de negro por si su majestad pensaba que estaba de luto, ese día yo tuve una precaución adicional: la de ponerme una enagua corta que, si bien tenía como función, en principio, evitar inapropiadas transparencias en una ocasión tan formal como aquella, lo cierto es que evitó que me quedara en bombacha delante de todo el mundo y en Buckingham Palace. Así, aunque la situación fue grotesca, al menos lo que enseñé al respetable fueron unas enaguas rosa y nada peor. ¿Que qué pasó en el momento en que me di cuenta de la situación? Lo normal en estos casos: palidecí, me puse colorada (o mejor dicho fucsia), balbuceé algo incomprensible y miré hacia donde estaban los demás. Ahora todos hacían grandes esfuerzos por aguantar la risa, el ministro consejero, el agregado comercial, las tres secretarias y hasta Luis. Todos salvo la Reina. ¿Que qué hizo ella? Ladeó levemente la cabeza y me miró a los ojos al tiempo que me dedicaba una sonrisa completamente distinta a las protocolarias que me había prodigado. Una que, si bien no me volvió monárquica de golpe, sí me hizo verla a partir de entonces con auténtica simpatía.

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