158. Fatalidad de la grandeza.
Cada vez que aparece la grandeza, va seguida de decadencia, especialmente en el campo del arte. El ejemplo de una gran personalidad incita a las naturalezas un tanto vanidosas a imitarla superficialmente o a superestimarla; todos los grandes talentos tienen además la fatalidad de ahogar muchas fuerzas y gérmenes más débiles y de crear en la naturaleza una especie de vacío a su alrededor. El caso más favorable para el desarrollo de un arte es que varios genios se limiten recíprocamente; en esta lucha los temperamentos más débiles y tiernos suelen encontrar también un poco de aire y de luz.
159. El arte peligroso para el artista.
Cuando el arte se apodera con fuerza de un individuo, lo hace retroceder a concepciones de épocas en que el arte florecía en todo su esplendor, ejerciendo entonces una acción retrógrada. El artista acaba venerando cada vez más las emociones salvajes, cree en dioses y en demonios, piensa que todos los seres de la naturaleza tienen un alma, odia la ciencia, se vuelve emocionalmente inestable (como todos los hombres de la antigüedad) y desea el derrumbamiento de todas las condiciones que no sean favorables al arte, exigiéndolo con violencia e iniquidad infantiles. Con todo, el artista es ya en sí un ser atrasado, porque se queda en el juego, que es una actividad propia del niño y del adolescente; y a ello se añade esa lenta evolución hacia atrás que lo hace retroceder a otros tiempos. De este modo, acaba produciéndose un violento antagonismo entre él y sus contemporáneos de la misma edad, que tiene para el artista un triste final. De ahí que, según cuentan los antiguos, Homero y Esquilo fueran víctimas de la melancolía al final de sus vidas.
160. Personajes inventados.
Cuando se dice que el dramaturgo (y el artista en general)
crea
realmente personajes, se incurre en una hermosa ilusión, en una exageración, con cuya existencia y propagación el arte celebra uno de sus éxitos menos buscados y obtenidos por añadidura. De hecho, no sabemos gran cosa de un ser humano vivo y real, pero hacemos una generalización muy superficial cuando le atribuimos tal o cual carácter; esta posición
tan imperfecta
que tenemos frente al hombre es precisamente la que adopta el poeta cuando esquematiza seres humanos (y en este sentido los crea), de un modo tan superficial como lo es nuestro conocimiento de los individuos. Hay mucho de vago y de vaporoso en esos personajes creados por los artistas; no son realmente seres de carne y hueso producidos por la naturaleza, y al igual que a los cuerpos pintados, se nota demasiado que les falta volumen, que no soportarían que se los mirase de cerca. Nada más falso que afirmar que el carácter del individuo normal y corriente es a menudo contradictorio, mientras que el creado por el dramaturgo constituye el arquetipo que tenía presente la naturaleza.
Un individuo real es algo totalmente
necesario
(incluyendo esas presuntas contradicciones), aunque no siempre reconozcamos esa necesidad. Ese fantasma que es el personaje creado pretende significar algo necesario, pero sólo para quienes no comprenden al individuo real más que mediante una burda y antinatural simplificación; a esos tales les basta con que se subrayen, y repitan determinados rasgos, con mucha luz encima y mucha sombra y mucha penumbra a su alrededor. Si se encuentran tan dispuestos a considerar un fantasma como un ser real y necesario, es porque están habituados a reducir todo lo que es un individuo real a un fantasma, a una silueta, a un resumen arbitrario. Sostener que el pintor y el escultor expresan la «idea» del hombre, es una imaginación vana y una pura alucinación. Cuando hablamos de este modo, estamos dominados por la vista, ya que los ojos sólo ven del cuerpo humano la superficie, la piel, mientras que el interior del cuerpo pertenece al terreno de las ideas. Las artes plásticas tratan de representar caracteres en su aspecto epidérmico: el arte del lenguaje se sirve de las palabras con el mismo fin, ofrece una imagen del personaje mediante sonidos. El arte parte de la
ignorancia
natural del hombre respecto a lo que hay dentro de un individuo (cuerpo y carácter); no existe para los físicos y los filósofos.
161. Creer en los artistas y en los filósofos es estimarse excesivamente a uno mismo.
Todos creemos que la excelencia de una obra queda patente cuando nos conmueve y emociona. Pero habría que demostrar antes la excelencia de nuestro juicio y de nuestro sentimiento, cosa que aquí no se hace. ¿Quién ha conmovido y encantado más en el campo de las artes plásticas, que Bernini? ¿Quién produjo efectos más poderosos que aquel orador posterior a Demóstenes que introdujo el estilo asiático y lo hizo predominar durante dos siglos? Ahora bien, esa predominancia durante dos siglos no prueba nada respecto a la excelencia y al valor duradero de un estilo; tampoco hay que estar excesivamente seguros cuando nos basamos en el crédito concedido a un artista, porque ese crédito no consiste sólo en creer en la sinceridad de nuestro sentimiento, sino también en la infalibilidad de nuestro juicio, mientras que ese juicio, ese sentimiento o ambos a la vez pueden ser demasiado burdos o demasiado sutiles, extremadamente refinados o extremadamente rudimentarios. Los efectos beneficiosos y edificantes que dispensan una filosofía o una religión tampoco demuestran nada respecto a su verdad; lo mismo que la felicidad que reporta al loco su idea fija no prueba lo más mínimo que dicha idea sea razonable.
162. El culto al genio por vanidad.
Aunque tengamos una buena opinión de nosotros mismos, como no esperamos poder hacer algún día ni siquiera un esbozo de un cuadro de Rafael o de una escena comparable a las de los dramas de Shakespeare, estamos convencidos de que esas facultades constituyen un prodigio muy por encima del término medio, que representan un azar sumamente raro, o si seguimos teniendo sentimientos religiosos, que son una gracia de lo alto. De ahí que nuestra vanidad y nuestro amor propio nos impulsen a dar culto al genio, porque hemos de concebirlo muy lejos de nosotros, como un auténtico milagro, para no sentimos heridos. (Incluso Goethe, un hombre nada envidioso, llamaba a Shakespeare su estrella de las más lejanas alturas; lo que nos hace recordar aquel verso suyo: «No deseamos las estrellas».) Pero, al margen de estas insinuaciones de nuestra vanidad, la actividad del genio nos parece profundamente diferente de la actividad del inventor en mecánica, del sabio astrónomo o historiador, o del maestro en cuestiones de táctica. Todas estas actividades se explican si pensamos que las realizan hombres que ejercitan su pensamiento en una sola dirección, que se sirven de todo como materia prima, que están siempre observando con igual diligencia su vida interior y la de los demás, que no dejan de combinar sus medios. Al principio el genio no hace tampoco otra cosa que aprender a colocar piedras, luego a construir, buscando constantemente materiales para trabajarlos. Toda actividad humana, no sólo la del genio, es admirablemente compleja; pero ninguna es un «milagro». ¿A qué se debe, entonces, la creencia de que el genio únicamente se da en el artista, el orador y el filósofo? ¿Qué sólo ellos tienen «intuición» (eso que consiste en atribuirles una especie de anteojo maravilloso que les permite captar directamente el «ser»)? Está claro que los hombres no hablan del genio, sino cuando los efectos de una gran inteligencia les producen un placer y cuando, por otra parte, no quieren sentir envidia. Llamar «adivino» a alguien equivale a decirle: «En este terreno no vamos a rivalizar». Además, admiramos todo lo perfecto y acabado, mientras que subestimamos todo lo que está en vías de realización. Ahora bien, nadie puede ver en la obra del artista cómo
se hizo
: aquí radica su ventaja, porque siempre nos deja un tanto fríos observar la génesis de algo. El arte acabado de la expresión descarta toda idea de devenir; la perfección presente se nos impone tiránicamente. De ahí que se tenga por genios principalmente a los artistas de la expresión, y no a los hombres de ciencia. A decir verdad, esta apreciación y esta depreciación son simples manifestaciones de una razón infantil.
163. La conciencia artesanal.
¡Guárdense sobre todo de hablar de dones naturales y de talentos innatos! Podemos citar en todos los terrenos a grandes hombres que estaban poco dotados. Pero
alcanzaron
la grandeza, se convirtieron en «genios» (como dice la gente), en virtud de ciertas cualidades, cuya carencia a nadie nos gusta reconocer; todos ellos poseían esa sólida conciencia artesanal que empieza aprendiendo a hacer las partes a la perfección antes de afrontar un gran trabajo de conjunto: se tomaron tiempo para ello, porque les complacía más conseguir la perfección en los detalles y en lo accesorio, que lograr un conjunto de efecto deslumbrante. Es fácil, por ejemplo, dar a alguien la receta para llegar a ser un buen novelista, pero para ponerla en práctica se requieren cualidades que suele no tener en cuenta quien dice que no dispone de suficiente talento. Hagamos mil y un proyectos de novelas que no superen las dos páginas, pero con una precisión tal que toda palabra resulte necesaria; anotemos diariamente algunas anécdotas hasta saber darles la forma más satisfactoria y eficaz; no dejemos de recoger ni de pintar personajes y tipos humanos; busquemos la menor ocasión de relatar y de escuchar relatos, con la mirada y el oído atentos al efecto que producimos en los demás; viajemos como un paisajista, como un dibujante de costumbres; extraigamos de una ciencia tras otra todo lo que, bien expuesto, produce un efecto artístico; reflexionemos, por último, sobre los móviles de los actos de la gente, no despreciando ninguna indicación que pueda resultarnos instructiva, y estemos día y noche coleccionando cosas de este género. Pasemos diez años largos dedicados a este ejercicio múltiple, y lo que entonces creemos en el taller podrá mostrarse también a la luz pública. Pero ¿qué hace, en cambio, la mayoría de la gente? En lugar de empezar por la parte, se entregan al todo. Puede que alguna vez den en el clavo y despierten interés, pero desde entonces ya no cometerán más que desaciertos cada vez mayores, por razones claras y naturales. A veces, cuando faltan inteligencia y carácter para trazarse un plan artístico de vida de este tipo, el destino y la necesidad se encargan de sustituirlos y de guiar paso a paso al futuro maestro en todas las etapas que su oficio le exige atravesar.
164. Peligros y ventajas del culto al genio.
Aunque la creencia en espíritus grandes, superiores y fecundos no está necesariamente asociada con ninguna superstición religiosa o medio religiosa, es muy frecuente que dicha creencia aparezca vinculada a la idea de que tales espíritus tienen un origen sobrehumano y que poseen ciertas facultades maravillosas en virtud de las cuales adquieren sus conocimientos por vías muy diferentes a las del resto de los mortales. Se les atribuye con gusto una visión directa de la esencia del mundo, como si la obtuvieran a través de un agujero que atravesase la capa de la apariencia y se les cree capaces de transmitirnos verdades capitales y definitivas sobre el hombre y el mundo, sin tener que afrontar la labor penosa y los rigores de la ciencia, gracias a esa maravillosa facultad adivinatoria.
En la medida en que sigue habiendo personas que creen en la existencia del milagro en materia de conocimiento, tal vez haya que admitir que ello reporta cierta utilidad a tales creyentes, porque desde el momento en que éstos se subordinan sin condiciones a los grandes espíritus, exponen los suyos propios durante su desarrollo a la influencia de la mejor de las escuelas y de las disciplinas. En cambio, resulta cuando menos dudoso que esa creencia supersticiosa en el genio, en sus privilegios y en sus facultades especiales, sea de alguna utilidad para el genio mismo, cuando echa raíces en él. En todo caso es mala señal que el horror que un hombre experimente hacia sí mismo equivalga al famoso horror sagrado hacia los césares o hacia el genio, como sucede aquí; o, dicho de otra manera, que el olor de los sacrificios que sólo se ofrecen equitativamente a un dios, penetre en tal medida en el cerebro del genio, que éste empiece a dudar y a considerarse un individuo sobrenatural. A la larga, los resultados son los siguientes: un sentimiento de irresponsabilidad, de creerse en posesión de derechos excepcionales; un convencimiento de que su trato con los demás es sólo una gracia que él concede; y un furor enloquecido ante el menor intento de compararlo con otros o incluso de considerarlo inferior, de sacar a la 1uz los defectos que pueda haber en su obra. De hecho, en cuanto deja de criticarse a sí mismo, acaba perdiendo poco a poco su plumaje, y la superstición mencionada, mina las raíces de su fuerza, cuya pérdida lo convierte quizás en un hipócrita. Por consiguiente, incluso a los grandes espíritus, resulta indudablemente más útil que se formen una idea clara de su fuerza y del origen de ésta; que comprendan, en suma, qué cualidades puramente humanas tienen y qué circunstancias afortunadas han concurrido en ellos: a saber, por un lado, una energía sostenida, una resolución dirigida a distintos objetivos y una gran valentía personal; por otro lado, una educación que les permitió desde muy temprana edad contar con los mejores maestros, modelos y métodos. Ahora bien, si de lo que se trata es de producir el mejor
efecto
posible, su desconocimiento de sí mismos y el don gratuito de estar medio locos logran siempre maravillas, porque los hombres de todos los tiempos han admirado y envidiado en el genio esa fuerza suya con la que aniquila la voluntad de la gente, arrastrándola a la loca ilusión de que está guiada por un elemento sobrenatural. Aun más, la creencia de que alguien posee una fuerza sobrenatural es para los hombres causa de exaltación y de entusiasmo; en este sentido, como dice Platón, la locura ha reportado a los hombres grandes beneficios. En casos raros y aislados, puede que ese grano de locura haya sido también el mejor medio de mantener la unidad en esas naturalezas dispersas en todas direcciones; incluso en la vida de los individuos, las ideas delirantes tienen a menudo el valor de remedios, aunque sean venenos en sí mismas. Sin embargo, en todo «genio» que se cree divino, el veneno acaba manifestándose a medida que ese «genio» envejece. Recordemos, por ejemplo, a Napoleón, en cuyo carácter se daban cita la creencia en sí mismo y en su estrella y el desprecio hacia los demás que derivaba de ella, elevándolo a esa poderosa unidad que lo distingue de todos los personajes modernos; hasta que dicha creencia lo despojó de su mirada viva y penetrante y acabó siendo la causa de su perdición, el día en que se convirtió en un fatalismo casi demencial.