Humano demasiado humano (17 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

BOOK: Humano demasiado humano
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143.

Lo que ha conferido valor al santo en la historia universal, no viene determinado por lo que éste es realmente, sino por lo que significa a los ojos del que no es santo.

De ahí que hubiera un error respecto a él, ya que se explicaban falsamente sus estados anímicos y porque se separaban de él lo más posible, al considerarlos como algo absolutamente incomparable y extrañamente sobrehumano; por ello adquirió esa fuerza extraordinaria con la que logró imponerse a la imaginación de pueblos enteros a lo largo de todos los tiempos. Él mismo no se conocía, porque entendía los rasgos de escritura de sus impulsos, inclinaciones y actos, según un arte de la interpretación tan extravagante y artificial como era la interpretación neumática de la Biblia, lo que había en su naturaleza de retorcido y de enfermizo, con esa amalgama de pobreza intelectual, de salud quebrantada, de nervios superexitados, permanecía oculto tanto a sus ojos como a los de quienes lo contemplaban. No era un hombre especialmente bueno y menos aún especialmente sabio, pero
significaba
algo que sobrepasaba la medida humana de la bondad y de la sabiduría. La creencia en sí mismo servía de base a la creencia en lo divino, en lo milagroso, en el sentido religioso de la existencia entera, en la inminencia del juicio final. En el resplandor solar que alumbraba a los pueblos cristianos en el ocaso que precedía al final de un mundo, la sombra del santo aumentaba en enormes proporciones, hasta el extremo de que en nuestra época, cuando ya no se cree en Dios, hay pensadores que siguen creyendo en los santos.

144.

Vale decir que en este retrato que hemos hecho del santo, según el término medio de toda la especie, cabría oponer otros retratos, que producían una impresión más agradable.

Hay excepciones aisladas que se distinguen de la especie, bien por su gran dulzura y su gran amor a los hombres, o bien por el encanto de su energía inusitada. Otros resultan sumamente atractivos, porque determinadas concepciones ilusorias han derramado sobre todo su ser torrentes de luz; es el caso, por ejemplo, del famoso fundador del Cristianismo, que se consideraba hijo de Dios y, por consiguiente, libre de pecado; de forma que mediante una quimera que no habría que juzgar con dureza ya que toda la antigüedad estuvo repleta de hijos de Dios llegó a la misma conclusión a la que hoy podemos llegar todos a través de la ciencia: el sentimiento de que estamos totalmente libres de pecado, de que somos totalmente irresponsables. También he prescindido de los santones hindúes, que ocupan un lugar intermedio entre los santos cristianos y los filósofos griegos y que, en consecuencia, no representan un tipo puro: entre los budistas se exigieron el conocimiento, la ciencia, en la medida en que ésta existía entonces, el cultivo de la lógica y el ejercicio del pensamiento como signos de santidad, en el mismo grado a como se desecharon y excomulgaron en el mundo cristiano esas mismas cualidades por entenderse que eran indicios de falta de santidad.

CAPÍTULO CUARTO: EL ALMA DE LOS ARTISTAS Y DE LOS ESCRITORES

145. Lo perfecto no ha de poder hacerse.

Estamos habituados a no plantearnos el problema de la génesis de las cosas perfectas y a disfrutar de su presencia como si hubiesen surgido del suelo por arte de magia. Probablemente seguimos sufriendo aquí los efectos de un antiguo sentimiento mitológico. Ante un templo griego como el de Paestum, por ejemplo, aún experimentamos
aproximadamente
la misma sensación que si una buena mañana un dios se hubiese construido para su recreo una mansión con esos enormes bloques de piedra; o, al menos, como si un alma estuviera encerrada en la piedra y tratara de hablar a través de ella, en virtud de un súbito encantamiento. El artista sabe que su obra no ejercerá todo su influjo sino haciendo creer que fue improvisada, que nació como fruto de una maravillosa espontaneidad; por lo que apoyará siempre esa ilusión, refiriéndose al comienzo de la creación artística en términos de inspiración tumultuosa, de descoordinados tanteos de ciego, de despierta vigilancia, recurriendo en suma a todo artificio engañador para disponer al alma del espectador o del oyente de forma que crea en la aparición repentina de lo perfecto. Por supuesto que la ciencia del arte debe rechazar esa ilusión de la forma más explícita y poner en evidencia los razonamientos engañosos y halagadores que el artista ofrece a la inteligencia para que caiga en sus redes.

146. El sentido de la verdad en el artista.

Respecto al conocimiento de la verdad, el artista tiene una moral más débil que el pensador; no permite en modo alguno que lo priven de los símbolos brillantes y profundos de la vida y se pone en guardia contra todo método y toda conclusión lisa y llana. Aparentemente, lucha por elevar la dignidad y el valor del hombre, pero, en realidad, no quiere renunciar a las premisas que le garantizan que su arte obtendrá el
mejor efecto
, como son lo fantástico, los mitos, lo brumoso, las exageraciones, el sentido del símbolo, la exaltación de la persona, la creencia en no sé qué milagro que se produce en el genio; por eso concede más importancia a entregarse a su forma de actividad creadora que a la dedicación científica, a la verdad en todas sus formas, por simple que sea la apariencia de éstas.

147. El arte como evocación de los muertos.

El arte asume la tarea de conservar e incluso de volver a dar vida aquí y allá a ciertas ideas apagadas y descoloridas; cuando se dedica a esta tarea, traza un círculo que abarca a distintas épocas y hace que vuelvan sus espíritus. Por supuesto que lo que así surge es, todo lo más, una apariencia de vida, como los fuegos fatuos sobre las tumbas, o como el regreso de nuestros muertos queridos cuando soñamos; pero por unos momentos al menos el sentimiento antiguo vuelve a cobrar vida y el corazón se pone a latir a un ritmo ya olvidado. Debido a esta utilidad general del arte, es preciso, entonces, no juzgar severamente el hecho de que no se considere al artista como uno de los representantes en primera línea de la razón ilustrada, cuando la humanidad va adquiriendo progresivamente la
madurez viril
, porque ha seguido siendo toda su vida niño o adolescente y se ha detenido en el momento en que lo sorprendió su impulso artístico; ahora bien, como se admite ordinariamente, los sentimientos de los primeros estadios de la vida están más cerca de las épocas pasadas que de los de la era presente. Sin pretenderlo, el artista tiene ante sí la tarea de hacer que la humanidad vuelva a su infancia; en esto consiste su genio y su limitación.

148. El poeta como el que alivia la vida.

Como los poetas tratan también de aliviar la vida de los hombres, o bien apartan la vista del atormentado presente, o bien revisten ese presente de colores nuevos con la ayuda de una luz que hacen brillar desde el pasado. Para lograrlo, han de tener, en buena medida, la mirada vuelta hacia el pasado, de forma que puedan servir de puentes con épocas e ideas muy lejanas, con religiones y culturas muertas o agonizantes. Propiamente hablando, son siempre y por necesidad
epígonos
. Es evidente que cabe decir cosas poco favorables de los medios que emplean para aliviar la vida: no mejoran ni curan sino de forma provisional, pasajera; incluso impiden que los hombres se esfuercen en mejorar realmente su situación, a fuerza de aminorar con paliativos esa pasión que impulsa a los insatisfechos a la acción.

149. La lenta flecha de la belleza.

La belleza más noble es la que no nos cautiva de golpe, la que sólo actúa mediante asaltos fogosos y embriagadores (ésta produce fácilmente hastío), sino la que se insinúa con lentitud, la que se va apoderando de nosotros casi sin que nos demos cuenta, hasta que un día la volvemos a encontrar en nuestros sueños; la que, después de haber ocupado un lugar humilde en nuestro corazón, acaba dominándonos por entero, llenando de lágrimas nuestros ojos y de ansia el corazón. Pero ¿qué ansia despierta en nosotros la visión de la belleza? El ansia de ser bellos, lo que concebimos que debe ir unido a una gran felicidad. Pero esto es un error.

150. Lo que vivifica al arte.

El arte levanta cabeza donde las religiones pierden terreno. Recoge una multitud de sentimientos y de estados anímicos engendrados por la religión, los acepta de todo corazón y logra así una profundidad nueva y una reanimación, que lo hacen capaz de transmitir una elevación y una inspiración que antes no podía comunicar. Convertida en río a fuerza de crecer, la riqueza del sentimiento religioso no deja ya de desbordarse y de tratar de conquistar nuevos reinos. Sólo el avance de la Ilustración ha quebrantado los dogmas religiosos y ha inspirado una desconfianza radical; expulsado del terreno religioso por la Ilustración, el sentimiento se lanza entonces al arte, a la vida política en algunos casos e, incluso, directamente a la ciencia. Cuando se percibe en las aspiraciones humanas el tono sombrío de una enorme tristeza, cabe suponer que éstas han quedado impregnadas de terror a los espectros, de olor a incienso y de sombras de iglesia.

151. Por qué el metro poético embellece.

El metro poético extiende un velo sobre la realidad, dando lugar así a ciertos artificios lingüísticos y a cierta confusión mental; a causa de la sombra que proyecta sobre las ideas, tan pronto las oculta como las destaca. Lo mismo que para embellecer se requieren sombras, se necesita «vaguedad» para precisar. El arte hace soportable el espectáculo de la vida al cubrirla con un velo de confusión mental.

152. El arte del alma fea.

Se ponen límites demasiado estrechos al arte cuando se le exige que sea sólo el vehículo de expresión del alma regulada y equilibrada. Al igual que en las artes plásticas, hay en la música y en la poesía un arte del alma fea, junto al arte del alma bella; y ese arte es principalmente quien ha obtenido efectos más poderosos, quien ha quebrantado las almas, movido las piedras y convertido a los animales en hombres.

153. El arte vuelve grave el corazón del pensador.

Podemos darnos cuenta de la fuerza que tiene la necesidad metafísica y de las dificultades que encuentra la naturaleza para desprenderse definitivamente de ella, por el hecho de que, en el propio espíritu libre, una vez que ya se ha desembarazado de toda metafísica, los efectos más elevados del arte continúan produciendo, sin esfuerzo alguno, una resonancia de las cuerdas de esa metafísica, mudas desde mucho tiempo atrás e, incluso, rotas: por ejemplo, en cierto pasaje de la
Novena Sinfonía
de Beethoven, donde ese espíritu libre siente que vuela sobre la tierra en una catedral hecha de estrellas, con un sueño de
inmortalidad
en el corazón: le parece que todas esas estrellas brillan a su alrededor y que la tierra se va quedando cada vez más abajo. Si toma conciencia de este estado, sentirá sin duda que su corazón ha sido traspasado hasta lo más hondo y se dirigirá entre suspiros al hombre que lo conducirá a la bienamada perdida, ya se llame religión o metafísica.

Semejantes momentos ponen a prueba su carácter intelectual.

154. Jugar con la vida.

Hacía falta la ligereza y frivolidad de la imaginación homérica para moderar y equilibrar un instante el alma excesivamente apasionada y la inteligencia demasiado aguzada de los griegos. Si dejan hablar a esa inteligencia, ¡qué aspecto áspero y cruel toma la vida! No se dejan seducir, pero ponen intencionadamente en juego en torno a la vida un velo de mentiras. Simónides aconsejaba a sus compatriotas que se tomasen la vida como un juego; conocían demasiado bien la seriedad del sufrimiento (la miseria de los hombres es precisamente el tema que a los dioses tanto les gusta oír cantar) y sabían que el arte es el único medio capaz hasta de convertir la miseria en goce. Pero, como castigo por este profundo saber, estaban tan atormentados por la necesidad de fabular que les era difícil en la vida diaria mantenerse libres de mentiras y ficciones; por otra parte, a todos los pueblos poetas les complace igualmente la mentira, y, además, no pierden su inocencia por ello. Por supuesto que a los pueblos vecinos esto les resultaba a veces desesperante.

155. La creencia en la inspiración.

Los artistas tienen cierto interés en que se crea en sus intuiciones repentinas, en sus presuntas inspiraciones, como si la idea de la obra de arte, del poema, el pensamiento fundamental de una filosofía cayesen del cielo como un rayo de la gracia. A decir verdad, la imaginación del buen artista o pensador no deja de producir cosas buenas, mediocres y malas, pero
su juicio
, sumamente aguzado y ejercitado, rechaza, elige, combina; así podemos ver hoy, por los cuadernos de Beethoven, que compuso sus mejores melodías poco a poco, sacándolas, por así decirlo, de numerosos esbozos. El que es menos severo en su elección y se abandona con gusto a su memoria reproductora, podrá llegar a ser en determinadas ocasiones un gran improvisador; pero la improvisación artística se encuentra en un nivel muy inferior en comparación con las ideas artísticas elaboradas con seriedad y esfuerzo. Todos los grandes hombres eran grandes trabajadores, incansables, no sólo cuando se trataba de inventar, sino también de rechazar, de escoger, de modificar, de retocar.

156. Más sobre la inspiración.

Cuando se ha ido acumulando durante un cierto tiempo la energía creadora porque un obstáculo cualquiera le ha impedido fluir, acaba derramándose en una oleada tan repentina como si se produjera una inspiración inmediata sin ningún esfuerzo interior previo, es decir, como si se operase un milagro. En esto consiste esa ilusión tan conocida que los artistas están bastante interesados en mantener, como antes veíamos. El capital no ha hecho más que ir
acumulándose
, no ha caído del cielo de golpe. Por lo demás, hay una inspiración aparente del mismo tipo en otros terrenos, como en el de la bondad, el de la virtud y el del vicio, por ejemplo.

157. Los sufrimientos del genio y su valor.

El genio artístico quiere proporcionar goce, pero cuando se sitúa en un nivel muy alto, le faltan con facilidad hombres capaces de disfrutar de su arte; ofrece manjares, pero no son aceptados. Esto le da a veces un aire patético, conmovedor a la vez que ridículo, porque en el fondo no tiene derecho a obligar a los hombres a gozar. Suena su pífano, pero nadie quiere bailar: ¿puede ser esto trágico? Tal vez. Finalmente, para compensar esta privación, lo complace más creer que los demás hombres no la experimentan en los restantes tipos de actividad. Se exagera la intensidad de sus sufrimientos porque el tono de su queja es más alto y su voz más elocuente;
a veces
esos sufrimientos son realmente muy grandes, pero ello se debe sólo a que su ambición y su envidia son también muy grandes. Un genio del saber, como Kepler o Spinoza, no es de ordinario tan exigente, y no proclama tanto sus dolores y privaciones, que son, en realidad, mayores. Puede, en efecto, contar con la posteridad con mucha más certeza y volver la espalda al presente; mientras que un artista que hace lo mismo juega siempre una partida desesperada, que sólo puede acabar haciendo daño a su corazón. En casos muy raros, cuando en un mismo individuo se funden el genio del arte y del conocimiento y el genio moral, a esos sufrimientos se añade un género de dolor que cabe considerar como una de las excepciones más singulares del mundo: se trata de sentimientos que van más allá de la persona y que están por encima de ella, que se atribuyen a un pueblo, a la humanidad, al conjunto de la civilización, a todo ser que sufre; éstos adquieren su valor de su relación con conocimientos particularmente penosos y abstrusos (la compasión de uno mismo no tiene apenas valor). Pero ¿disponemos de pesos y medidas para determinar su autenticidad? ¿No se impone aquí, a fin de cuentas, desconfiar de todos los que
dicen
tener sentimientos de esta naturaleza?

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