Sin embargo, esta escala de medida está cambiando continuamente; se les llama malos a muchos actos que sólo son estúpidos porque el nivel de inteligencia de quien decidió realizarlos era muy bajo. Más aún, en cierto sentido,
todos los
actos son todavía hoy estúpidos, porque será sin duda superado el nivel más elevado que ha podido alcanzar la inteligencia humana; cuando entonces se mire hacía atrás, todos
nuestros
actos y juicios resultarán tan limitados e irreflexivos como nos parecen hoy los de los pueblos salvajes y atrasados. Puede que la toma de conciencia de todo esto produzca un hondo dolor, pero existe un consuelo: estos sufrimientos son dolores de parto. La mariposa quiere romper su envoltura, despedazándola y desgarrándola, entonces se siente cegada y embriagada por esa luz desconocida que es el reino de la libertad. El primer ensayo para saber si la humanidad, que es
moral
, puede convertirse en
sabia
, se hace con hombres que son
capaces de
soportar esta tristeza (¡y que serán muy pocos!).
El sol de un nuevo evangelio lanza su primer rayo sobre las cimas más altas de las almas de esos solitarios; allí se acumulan nubes más densas que en ninguna otra parte, y reinan a un tiempo la claridad más pura y el crepúsculo más sombrío. Todo es necesidad, dice el nuevo saber, y el conocimiento es el camino que conduce a esa inocencia. Si la voluptuosidad, el egoísmo y la vanidad son
necesarios
para la producción de los fenómenos morales y para que alcancen su más elevada floración, el sentido de la verdad y de la justicia del conocimiento; si el error, el extravío de la imaginación ha sido el único medio por el que ha podido ir elevándose paulatinamente la humanidad hasta ese grado de claridad y de autoliberación, ¿quién iría a entristecerse al divisar la meta adonde llevan esos caminos?
Es cierto que en el terreno de la moral todo se modifica y cambia, que es incierto y está en constante fluctuación, pero también es verdad que
todo fluye
y que se dirige a un
único
fin. Aunque siga actuando en nosotros el hábito hereditario de juzgar, amar y odiar erróneamente, cada vez se irá debilitando más por el creciente influjo del conocimiento; en este mismo terreno nuestro se va implantando insensiblemente un nuevo hábito: el de comprender, el de no amar ni odiar, el de ver desde lo alto, y dentro de miles de años será tal vez lo, bastante poderoso para dar a la humanidad la fuerza de producir al hombre sabio, inocente (consciente de su inocencia), de un modo tan regular como hoy produce al hombre necio, injusto, que se siente culpable, es decir,
su antecedente necesario, no lo opuesto a aquél
.
108. La doble lucha contra el mal.
Cuando nos aflige un mal, podemos liberamos de él, bien suprimiendo su causa, bien modificando el efecto que ejerce sobre nuestra sensibilidad, esto es, convirtiendo un mal en un bien, cuya utilidad no se manifieste quizás hasta más adelante. La religión y el arte (al igual que la filosofía metafísica) se esfuerzan por producir un cambio en la sensibilidad, ya sea por medio de la modificación de nuestro juicio sobre la experiencia (por ejemplo, con ayuda de la máxima: «Dios castiga al que ama»), ya sea mediante la provocación de un placer en medio del dolor, en la emoción en general (allí de donde parte el arte trágico). Cuanto más nos inclinemos a interpretar y a justificar, menos cuenta nos daremos de las causas del mal y las suprimiremos; nos bastan el alivio y la anestesia momentáneos, como es habitual en el dolor de muelas e incluso en los más graves sufrimientos. Cuanto menor sea el poder de las religiones y de todas las artes de narcotizar, más seriamente tomarán en consideración los hombres la supresión real del mal, lo que por supuesto molesta a los poetas trágicos, porque al reducirse el ámbito del destino inexorable e invencible encuentran menos argumentos para sus tragedias; y más aún, a los sacerdotes, porque éstos han vivido hasta ahora de narcotizar los dolores humanos.
109. El conocimiento es aflicción.
¡Cuánto nos gustaría cambiar esas afirmaciones de los sacerdotes de que existe un dios que nos exige ser buenos, que vigila y es testigo de toda acción, de todo instante, de todo pensamiento, que nos ama, que en toda desgracia quiere lo mejor para nosotros, cuánto nos gustaría, digo cambiar, todo eso por verdades que fuesen sanas, tranquilizadoras y bienhechoras como esos errores! ¡Pero no existen verdades así! La filosofía, como mucho, puede contraponer por su parte apariencias metafísicas (que son también falsedades en el fondo). Y aquí está la tragedia: que no podemos creer en esos dogmas religiosos y metafísicos cuando albergamos en la cabeza y en el corazón un método estricto de verdad. Por otra parte, al habernos convertido en virtud de la evolución en seres tan delicados, susceptibles y enfermizos, necesitamos unos medios de salvación y de consuelo del tipo más elevado; por lo que existe el peligro de que al reconocer la verdad el hombre resulte malherido. Es lo que Byron expresa en unos versos inmortales:
Sorrow is knowledge: they who know the most, must mourn the deepest over the fatal truth
.
The tree of knowledge is not that of life
*
* «Conocer es sufrir: quienes más saben, más hondamente han de llorar sobre la verdad fatal. El árbol del conocimiento no es el de la vida». (N, de T,)
Contra tales inquietudes nada mejor que evocar la majestuosa frivolidad de Horacio, al menos en los momentos peores y en los eclipses del alma, diciendo con él:
¿Quid aetemis minorem consiliis animum fatigas? cur non sub alta vel platano vel hac pino jacentes
…**
** ¿Por qué atormentas con designios eternos al alma más pequeña? ¿Por qué no tumbarnos bajo este plátano o bajo este pino?" (N. de T.)
Seguramente es preferible la frivolidad o la melancolía, más o menos intensa, que el retroceso romántico o la deserción, que acercarse al Cristianismo, de la forma que sea; porque según el estado actual del conocimiento ya no podemos llegar a ninguna fórmula de compromiso con él sin mancillar irreparablemente nuestra
conciencia intelectual
, prostituyéndonos ante nosotros mismos y ante los demás. Tal vez nos resulten muy penosos esos dolores, pero sin dolor no podremos ser guías ni educadores de la humanidad, y ¡pobre de aquél que quisiera intentarlo y al hacerlo perdiese esa pureza de conciencia!
110. La verdad en la religión.
Si bien es indudable que el significado de la religión no fue suficientemente valorado durante la época de la Ilustración, no resulta menos evidente que el movimiento de reacción que siguió a aquélla, le concedió excesiva importancia al considerar a las religiones con amor, a la vez que con pasión, atribuyéndoles una profunda comprensión del mundo, mejor aún, la más profunda comprensión del mundo, a la que basta despojar de su ropaje dogmático para llegar a tener así la «verdad» expresada de una forma no mítica. Las religiones, afirman todos los adversarios de la Ilustración, expresarían, así, en un sentido alegórico, dado el entendimiento del vulgo, esa sabiduría de los antiguos, que constituye la sabiduría en sí, en la medida en que toda auténtica ciencia de la edad moderna nos llevaría a ella y no a alejarnos de ella; de tal modo que entre los sabios más antiguos de la humanidad, y todos los que les seguirían después, reinaría una armonía y hasta un entendimiento idéntico, además de que el avance del conocimiento, si queremos hablar en estos términos, se referiría no tanto a lo esencial, sino a la expresión de ello. Toda esta interpretación de la religión y de la ciencia es errónea, y de no haberse visto amparada por la elocuencia de Schopenhauer, nadie se atrevería a declararse partidario de ella: con todo, esa elocuencia de límpida voz no llegaría a sus oyentes hasta una generación después. Si bien es cierto que la interpretación religioso-moral del mundo y del hombre que dio Schopenhauer puede beneficiar a la comprensión del Cristianismo y de otras religiones, no es menos cierto que se equivocó en lo referente al
valor de la religión para el conocimiento
. El mismo fue un discípulo sumiso de los maestros de la ciencia de su tiempo, los cuales se mostraron unánimemente fieles al romanticismo, abjurando del espíritu de la Ilustración; de haber nacido en la época actual le hubiese sido imposible hablar del sentido alegórico de la religión; antes bien, habría rendido tributo a la verdad, como solía hacerlo, con las palabras siguientes:
La religión no ha contenido nunca verdad alguna, ni directa ni indirectamente, ni como dogma ni como parábola
, porque nació del miedo y de la penuria y se introdujo furtivamente en la vida aprovechando los errores de la razón. Acosada por la ciencia, tal vez haya incorporado a su sistema en alguna ocasión una teoría filosófica cualquiera con la pretensión de asentarse después en ella. Pero esto es una artimaña de los teólogos en una época en que la religión duda ya de sí misma. Estas artimañas de la teología, puestas en práctica desde muy pronto por el Cristianismo, impregnadas de la filosofía de la época, han llevado a esa superstición del sentido alegórico y sobre todo a esa costumbre de los filósofos (especialmente de esos anfibios que son los filósofos poetas y los artistas que filosofan) de generalizar los sentimientos que ellos albergan, considerándolos como el ser fundamental del hombre y concediéndoles así una notable supremacía en la configuración de sus sistemas. Muchas veces los filósofos filosofaron a la sombra de hábitos religiosos tradicionales o al menos bajo el poder inveterado de la «necesidad metafísica», llegando a consideraciones doctrinales que eran por supuesto muy similares a las religiosas, ya fueran judías, cristianas o hindúes —es algo así como la semejanza que suelen tener los hijos con sus madres, sólo que, en este caso, los padres no sabían a qué se debía esto y en su inocente extrañeza se pusieron a desvariar mediante fábulas sobre el parecido de familia de la religión y la ciencia—.
Realmente, entre las religiones y la auténtica ciencia no existe ningún tipo de parentesco, ni de amistad, ni tan siquiera de enemistad: viven en mundos diferentes. Toda filosofía que en las tinieblas de sus visiones últimas permita vislumbrar el destello de un cometa religioso, hace recelar de todo lo que propone como ciencia, lo cual no es sino religión, aunque bajo la apariencia de ciencia. Además, si todos los pueblos coincidieran sobre ciertas cuestiones religiosas, como la existencia de Dios, por ejemplo (cosa que no sucede, dicho sea de paso), ello no sería sino un
argumento en contra
de lo que se ha afirmado, por ejemplo, de la existencia de Dios; el «consenso de los pueblos» y en general «de los hombres» no puede servir de garantía más que a una estupidez. Por el contrario, no existe en modo alguno un «consenso de todos los sabios» ni respecto a una sola cuestión, excepción hecha de la que habla Goethe en estos versos:
Los sabios de todos los tiempos sonríen, asienten y exclaman al unísono:
¡Es una necedad intentar mejorar a los necios! Hijos de la sabiduría, tened a los tontos por tontos, como les corresponde.
Por decirlo sin verso ni rima y aplicarlo a lo que nos ocupa: el «consenso de los sabios» no consiste más que en tomar el «consenso de los pueblos» por una estupidez.
111. El nacimiento del culto religioso.
Si nos remontáramos a los tiempos en que florecía con vigor la vida religiosa, descubriríamos una convicción fundamental que hoy no compartiríamos y por la que se nos han cerrado de una vez por todas las puertas de la vida religiosa: se trata de una convicción relativa a la naturaleza y a la relación con ésta. En aquellos tiempos no se sabía nada de las leyes naturales; ni en la tierra ni en el cielo había nada que tuviera un carácter necesario; la salida del sol, las estaciones del año o la lluvia eran fenómenos que podían producirse o no; no se tomaba en modo alguno el concepto de causalidad
natural
. No se consideraba que, al remar, fuera la acción de los remos lo que movía la barca, sino que se entendía que dicha acción era simplemente una ceremonia de magia mediante la cual se forzaba a un demonio a que la moviese. Todas las enfermedades y hasta la propia muerte eran el resultado de influencias mágicas. La enfermedad y la muerte no eran fenómenos naturales; faltaba totalmente el concepto de «desarrollo natural», idea que no empezó a manifestarse sino en los antiguos griegos, es decir, en una fase muy tardía de la humanidad, a través del concepto de
moira
(destino) que estaba por encima de los dioses. Se creía que cuando alguien disparaba un arco, existía tras él una fuerza y unas manos irracionales; si una fuente empezaba de pronto a manar, se pensaba que era una artimaña de los espíritus subterráneos; la causa de que un hombre se desplomara fulminantemente era la acción invisible de la flecha de un dios. Según Lubbock, los carpinteros hindúes solían ofrecer sacrificios al martillo, al hacha y a todas las herramientas que utilizaban, y lo mismo hacían el brahmán a la caña con la que escribía, el soldado a las armas con las que luchaba, el albañil a su paleta y el labrador a su arado. Los hombres religiosos se representaban el conjunto de la naturaleza como una suma de acciones conscientes y de principios volitivos, como una trama descomunal de
arbitrariedades
.
Respecto a todo lo que se nos manifiesta, no existía una lógica en virtud de la cual algo
tenía que ser
de tal o cual modo
o tenía que
suceder de esta o de aquella manera; lo único que se consideraba casi seguro, susceptible de cálculos y de medida, éramos nosotros: el hombre era la
norma
; la naturaleza, la falta de normas; esta afirmación constituye la convicción fundamental que dominaba en las culturas primigenias que crearon las religiones. Los hombres de hoy consideramos precisamente lo contrarío: cuanto más rico se siente el hombre interiormente y más polifónico se vuelve su alma, tanto más poderoso es el efecto que ejerce sobre él la armonía de la naturaleza; todos admitimos, con Goethe, que la naturaleza es el mejor medio de apaciguar a las almas modernas; escuchamos el tictac de ese gran reloj, ansiosos de descanso, de recogimiento y de sosiego, como si pudiéramos impregnarnos de esa armonía y alcanzar sólo a través de ella nuestra autocomplacencia. En otros tiempos sucedía lo contrario: si evocamos los estados primitivos y toscos de los pueblos de entonces u observamos de cerca a los salvajes actuales, los veremos fuertemente determinados por la Ley. Por
la tradición
el individuo se ve envuelto en ella inmediatamente y se mueve con la uniformidad de un reloj. Para él, la naturaleza —inconcebible, terrible y misteriosa— es el
reino de la libertad
, de la arbitrariedad, del poder más elevado, que pertenece a un nivel de existencia sobrehumano, al igual que Dios. Entonces, en tales épocas y estados, todo individuo considera que su vida, su felicidad, la de su familia y la del Estado, el éxito de cualquier empresa, dependen de las arbitrariedades de la naturaleza; ciertos fenómenos naturales serán oportunos y se producirán a su debido tiempo, pero otros no.