4. En este momento, mi instinto se ha pronunciado implacablemente contra el hábito que yo había adquirido de ceder, de seguir, de engañarme acerca de mi mismo. No importa el genero de vida, las condiciones más desfavorables, la enfermedad, la pobreza; todo esto me parecía preferible a ese desinterés indigno en que yo había caído por ignorancia, por exceso de juventud, al cual me había aferrado luego por indolencia, por yo no sé qué sentimiento de deber.
Entonces es cuando vino en mi ayuda, de un modo que nunca sabría admirar bastante, y precisamente en el buen momento, esa mala herencia que me tocó en suerte de mi padre, y que no es, en suma, sino una predisposición a morir joven. La enfermedad me separaba lentamente de mi medio, me ahorraba toda ruptura, todo paso violento y escabroso. En ese momento yo no había perdido todavía los testimonios de benevolencia que se me prodigaban: hasta había conquistado algunos nuevos. La enfermedad me confirió además el derecho de cambiar completamente todos mis hábitos: me permitió, me ordenó entregarme al olvido: me hizo el homenaje de la obligación de permanecer acostado, de estar ocioso, de esperar, de tener paciencia… Pero eso es justamente lo que se llama pensar… Mis ojos bastaron a poner fin a toda preocupación libresca, a toda filología. Me emancipé de los libros: durante años enteros no leí nada, y éste fue el mayor beneficio que me he proporcionado.
Este yo interior, este yo en cierto modo repuesto y condenado al silencio, a fuerza de oír sin cesar a mi otro yo (y leer no es otra cosa); ese yo se despertó lentamente, tímidamente, con vacilación, pero acabó por hablar de nuevo. Jamás he mirado en mi interior con tanto gusto como en los periodos más morbosos y más dolorosos de mi vida. Basta leer «Aurora». o, por ejemplo, «El Caminante y su Sombra», para comprender lo que significaba esta vuelta a mí mismo: una forma superior de la curación. La otra curación no tuvo más que salir de ésta.
5. Humano, demasiado humano, ese momento de una rigurosa disciplina de sí mismo, por la cual puse bruscamente fin a todo lo que se había infiltrado en mi de delirio sagrado, de idealismo, de bellos sentimientos y de otros feminismos. Humano, demasiado humano fue redactado en su mayor parte en Sorrento: recibió su forma definitiva un invierno que pasé en Basilea, en condiciones mucho más desfavorables que en Sorrento. En el fondo, Peter Gast, que hacía entonces sus estudios en la Universidad de Basilea, y que me era muy adicto, es el que tiene este libro sobre su conciencia. Yo le dictaba, con la cabeza doliente y cubierta de compresas: él transcribía y corregía: él fue, en realidad, el verdadero escritor, mientras que yo no fui sino el autor.
Cuando, por último, el volumen concluido estuvo entre mis manos, con profundo asombro del enfermo que yo llevaba dentro, envié dos ejemplares a Bayreuth. Por un rasgo de espíritu milagroso del azar recibí en aquella misma fecha un ejemplar del libreto de Parsifal, con esta dedicatoria de Wagner: «A mi querido amigo Friedrich Nietzsche, con mis votos más fervientes. Richard Wagner, consejero eclesiástico». Los dos libros se habían cruzado en el camino. Me pareció oír un ruido fatídico: ¿no era esto, en cierto modo, el chasquido de dos espadas que se cruzan?… Hacia la misma época aparecieron las primeras Hojas de Bayreuth; yo comprendí entonces que había llegado el gran momento. ¡Oh prodigio: Wagner se había vuelto piadoso!…
6. Cómo pensaba yo entonces acerca de mí mismo (1876), con qué prodigiosa certidumbre estaba yo en posesión de mi tarea y de lo que ésta tiene de universal, de ello es testimonio el libro entero, y particularmente un pasaje muy significativo. No obstante, con la astucia instintiva que me es habitual, me cuidé de evitar de nuevo la palabra yo, no ya para escribir esta vez Schopenhauer y Wagner, sino para prestar un rayo de gloria histórica a uno de mis amigos, al excelente doctor Paul Ree… En efecto, se trataba de una bestia demasiado maligna para… Otros fueron menos sutiles. Siempre he reconocido a aquellos de mis lectores de los que hay que desesperar, por ejemplo, el característico profesor alemán, en que apoyándose en este pasaje creían poder interpretar todo el libro como realismo superior. En verdad, estaba en contradicción con cinco o seis proposiciones de mi amigo. Léase a este propósito el prefacio a la Genealogía de la moral.
He aquí el pasaje a que me refiero:
«¿Qué es, después de todo, el principio al que ha llegado uno de los pensadores más audaces y más fríos, el autor del libro “Del origen de los sentimientos morales” (leed Nietzsche, el primer inmoralista), gracias a su análisis mordaz y cortante de las acciones humanas? El hombre moral no está más cerca del mundo inteligible que el hombre físico, pues no hay mundo inteligible».
«Esta proposición, nacida con su dureza y su carácter cortante bajo el martillo de la ciencia histórica (leed Transmutación de todos los valores), podría quizás, en último término, en un porvenir cualquiera, ser el hacha que ataca a la necesidad metafísica del hombre. Si esto será para bien o mal de la humanidad, ¿quién lo podrá decir? Pero en todo caso es una proposición de la mayor consecuencia, fecunda y terrible a la vez, que mira al mundo con esa doble faz que poseen todas las grandes ciencias… ».
Turín, Entre Octubre y Noviembre de 1988
Friedrich Nietzsche
1. Me han dicho muy a menudo, con gran asombro mío, que todos mis escritos, desde
El nacimiento de la tragedia
hasta el último publicado,
Preludio de una filosofía del futuro
, tienen algo en común: todos ocultan lazos y redes para pájaros incautos, y una cierta incitación constante y silenciosa a invertir todos los valores y todas las costumbres establecidas. ¡Cómo! ¿No será que
todo
es humano, demasiado humano? Dicen que esto es lo que se exclama cuando se acaba de leer un libro mío, no sin cierta desconfianza e incluso horror hacia la moral; más aún con cierta disposición y ánimo para defender un día las cosas peores, porque ¿no han sido éstas las más calumniadas? Han dicho también que mis escritos enseñan a sospechar e incluso a despreciar, pero afortunadamente que también enseñan valentía y hasta temeridad. Realmente no creo que nadie haya sospechado tan profundamente del mundo, no sólo como abogado del diablo, sino incluso a veces, por usar el lenguaje teológico, como enemigo y acusador de Dios; y quien vislumbre las consecuencias que implica toda sospecha profunda, los estremecimientos y las angustias de esa soledad a la que condena la absoluta
diferencia de puntos de vista
, entenderá igualmente cuánto he intentado resguardarme en cualquier parte, ya sea recurriendo a la veneración, a la hostilidad, a la ciencia, a la frivolidad o a la estupidez, para descansar y casi para olvidarme de mí mismo; y porque también, cuando no encontraba lo que
necesitaba
, he tenido que procurármelo artificialmente, ya sea falsificando o inventando. Pero ¿qué otra cosa han hecho siempre los poetas?, ¿Para qué serviría todo el arte del mundo? Con todo, lo que necesitaba cada vez más para curarme y restablecerme era creer que yo no era el único en ser así y en ver así: un maravilloso presentimiento de parentesco y de afinidad en la manera de ver y de desear, que he cerrado los ojos consciente y voluntariamente a ese ciego deseo que muestra Schopenhauer hacia la moral, en una época en que yo tenía ideas muy claras al respecto, que me he engañado, además, a mí mismo respecto al incurable romanticismo de Richard Wagner, como si fuera un principio y no un final; y lo mismo respecto a los griegos, a los alemanes y su futuro, y a un sinfín de cosas más. Pero aunque todo esto fuese cierto y el reproche resultara justo, ¿qué saben ustedes,
qué pueden
saber de la cantidad de astucia, instinto de conservación, razonamiento y precaución superior que hay en ese autoengaño y toda la falsedad
que necesito
para poder estar constantemente permitiéndome el lujo de mantener mi verdad?… Basta decir que vivo y que la
vida
no es, en última instancia, un invento de la moral, sino que
busca
el engaño y
vive de
él… Pero ¿a qué he vuelto a las andadas y a hacer lo que siempre he hecho, antiguo inmoralista y cazador de pájaros? ¿A qué estoy hablando de manera inmoral, extra-moral, «más allá del bien y del mal».?
2. Por eso, cuando un día la necesité,
inventé
para mi uso particular la expresión «espíritus libres», a quienes dedico este libro, fruto a la vez del desaliento y del entusiasmo, titula
do Humano, demasiado humano
. Espíritus libres así no los hay ni los ha habido nunca: pero yo precisaba entonces de su compañía para estar de buen humor entre malos humores (enfermedad, aislamiento, destierro,
acedía
*, inactividad), como compañeros atrevidos y fantásticos, con los que se bromea, se ríe y se los manda a paseo cuando se ponen pesados, en sustitución de los amigos que me faltaban. Yo seré el último en dudar de que un
día pueda
haber espíritus libres de esta clase, que nuestra Europa
cuente
entre sus hijos de mañana y de pasado mañana con semejantes compañeros alegres y atrevidos, corporales y tangibles, y no, como en mi caso, a título de espectros y de sombras que vienen a entretener a un anacoreta. Ya los
veo llegar
lenta, muy lentamente; ¿no estoy yo apresurando su llegada al describir de antemano bajo qué auspicios los
veo
nacer, por qué camino los
veo
acercarse?…
*En latín,
acisdia o acidia
significa «negligencia», «pereza», «flojedad». (N. de T.)
3. Cabe esperar que la aventura decisiva de un espíritu en el que madure y alcance su plena sazón el tipo de «espíritu libre» sea un acto de desvinculación, antes del cual sería un espíritu esclavo, aparentemente encadenado para siempre a su rincón y a su columna. ¿Cuál es el vínculo más sólido? En hombres raros y exquisitos, los deberes; y tratándose además de jóvenes, el respeto, la timidez, el enternecerse ante todo lo que se considera digno y venerable desde muy antiguo, el reconocimiento al suelo que nos ha alimentado, a la mano que nos ha guiado, al santuario donde aprendimos a rezar… los momentos elevados serán los que nos obligarán más sólidamente y de un modo más permanente. La gran liberación de los esclavos de esta índole se produce repentinamente, como un temblor de tierra: el alma joven se siente de pronto agitada, desarraigada, arrancada; ni siquiera comprende lo que le sucede. Es una instigación, un impulso que actúa y se apodera de ellos como una orden, despertándose en su alma una voluntad, un deseo de ir hacia adelante, adonde sea y a cualquier precio; en todos sus sentidos brilla y resplandece una violenta y peligrosa curiosidad por un mundo que aún está por descubrir. La voz imperiosa de la seducción dice: «Antes morir que vivir aquí» y este «aquí», este «en casa», ¡es todo lo que había amado hasta ese momento! Un miedo y una desconfianza repentinos hacia todo lo que amaba, un relámpago de desprecio hacia lo que consideraba su «deber», un deseo sedicioso, arbitrario, impetuoso como un volcán, de viajar, de expatriarse, de alejarse, de refrescarse, de salir de la embriaguez, de convertirse en hielo; un odio hacia el amor; tal vez un paso y una mirada sacrílega
hacia atrás
, hacia donde hasta ese momento había amado y rezado: quizás un ruborizarse por lo que acaba de hacer y, a la vez un grito de alegría por haberlo hecho, un estremecimiento de embriaguez y de gozo interno en el que se revela una victoria… ¿Una victoria? ¿Sobre qué? ¿Sobre quién? Victoria enigmática, cuestionable, sospechosa, pero que es, a fin de cuentas,
la primera
victoria. Todas estas cosas constituyen los males y los sufrimientos que configuran la historia de esta gran liberación. A la vez, esta primera explosión de fuerza y de voluntad de autodeterminación y de autoestima, esta voluntad de querer
libremente
es una enfermedad que puede aniquilar al hombre: ¡y qué grado de enfermedad se manifiesta en las pruebas y extravagancias salvajes mediante las cuales el emancipado, el liberado trata en lo sucesivo de probar su dominio sobre las cosas! Con insaciable avidez lanza flechas a su alrededor; paga su botín con una excitación peligrosa de su orgullo; desgarra lo que le atrae. Con sonrisa maliciosa revuelve todo cuanto velaba el pudor; trata de ver qué parecen las cosas cuando se las pone al revés. Por satisfacer tal vez un simple capricho, se muestra ahora benevolente, con todo lo que hasta este momento estaba mal considerado y merodea, curioso y tentado, en torno al fruto más prohibido. En lo recóndito de sus agitaciones y desbordamientos porque en su camino se halla inquieto y desorientado como en un desierto, se esconde el interrogante de una curiosidad cada vez más peligrosa. «¿No cabría invertir
todos
los valores? ¿No podría el bien ser el mal y Dios un invento y una artimaña del diablo? A fin de cuentas, ¿no podría ser todo falso? Y si nos consideramos engañados, ¿no nos hemos de considerar también engañadores? ¿No
habremos de
ser engañadores?». Estos pensamientos lo guían y lo extravían, llevándolo cada vez más adelante, más lejos. La soledad, esa terrible diosa, madre cruel de las pasiones, lo retiene en su círculo y en sus anillos, cada vez más amenazadora, asfixiante y opresiva. Pero ¿quién sabe hoy lo que es la
soledad
?
4. De este enfermizo aislamiento, del desierto de estos años de buscar a tientas, resta mucho hasta alcanzar esa enorme seguridad, esa salud desbordante, que no puede prescindir de la enfermedad, como medio y anzuelo del conocimiento; hasta lograr esa libertad
madura
del espíritu, que es también autodominio y disciplina del corazón, y que permite acceder a formas múltiples y opuestas de pensar; hasta ese estado interior, rebosante y hastiado por el exceso de riquezas, que excluye el peligro de que el espíritu se salga, por así decirlo, de su ruta y se encapriche en algún sitio, quedándose sentado en cualquier rincón: hasta esa superabundancia de fuerzas plásticas, curativas, modeladoras y reconstituyentes, que representa precisamente el signo de
la gran
salud, esa superabundancia que confiere al espíritu libre el peligroso privilegio de vivir como una
tentativa
y de correr aventuras: el privilegio del espíritu libre de ser maestro en su arte. A partir de este momento puede vivir largos años de convalecencia, con fases de muchos colores y una mezcla de dolor y de encanto, dominados y frenados por una voluntad férrea de
estar sano
, que con frecuencia se reviste y se disfraza de salud. Se trata de un estado intermedio que un hombre con semejante destino no puede recordar luego sin emocionarse: se apodera de él un benéfico sol de pálida y delicada luz, así como la sensación de tener la libertad, la vista y la insolencia del pájaro, a lo que se une una cierta curiosidad y un tierno menosprecio. En este estado, la fría expresión «espíritu libre» resulta bienhechora y casi reconfortante. Se vive sin estar ya encadenado por el amor o el odio: sin afirmar ni negar, voluntariamente cerca, voluntariamente lejos, complaciéndose sobre todo en escapar, en evadirse, en levantar el vuelo, unas veces para huir, otras para elevarse por medio de las alas; se siente uno hastiado como quien ha visto alguna
vez por debajo de
él, una inmensa y caótica multiplicidad de objetos, y se convierte en lo contrario de quienes se preocupan de cosas que no les incumben. En efecto, lo que en adelante concierne al espíritu libre son cosas, ¡y cuántas cosas! que ya no le
preocupan
…