23. La época de la comparación.
Cuanto menos encadenados están los hombres por la tradición, mayor es el movimiento interior de sus motivos, mayor a su vez por correspondencia, la agitación exterior, la compenetración recíproca de los hombres, la polifonía de los esfuerzos. ¿Por qué sigue existiendo hoy la obligación estricta de vincularse un hombre y su descendencia a una localidad? ¿Por qué siguen existiendo, en general, lazos estrechos? Del mismo modo que todos los estilos artísticos son imitados los unos de los otros, igualmente ocurre con todos los grados y géneros de moralidad, de costumbres y de culturas. Semejante época extrae su significado del hecho de que en ella pueden compararse y vivirse unas junto a otras concepciones del mundo, costumbres y culturas diferentes, cosa que no era posible antaño, en la época en que cada cultura se hallaba siempre delimitada a un lugar, debido a la vinculación de todos los géneros del estilo artístico a un espacio y a una época. Hoy un aumento del sentimiento estético decidirá definitivamente entre las múltiples formas que se ofrecen a la comparación, dejando perecer a la mayoría, es decir, a todas las que sean rechazadas por dicho sentimiento. Del mismo modo se produce hoy una selección en las tomas y costumbres de la moral superior, cuyo fin no puede ser sino el aniquilamiento de las morales inferiores. ¡Es la época de la comparación! Éste es su orgullo, pero precisamente también su desgracia. ¡Qué no nos asuste esa desgracia! Convirtamos más bien, el deber que nos impone esta época en la idea más elevada que podamos: así nos bendecirá la posteridad que se considerará por encima tanto de las culturas originales de pueblos cerrados en sí mismos, como de la cultura de la comparación, pero que mirará con gratitud estas dos clases de cultura como antigüedades respetables.
24. Posibilidad del progreso.
Cuando un sabio de la cultura antigua promete no tratar con quienes creen en el progreso, no le falta razón. Como la cultura antigua tiene tras de sí su grandeza y su virtud y la educación histórica obliga al individuo a reconocer que nunca recuperará su frescura, se requiere una obcecación intolerable o un prejuicio insoportable para negarlo. Pero los hombres pueden decidir con plena conciencia desarrollarse en lo sucesivo de acuerdo con una cultura nueva. Mientras antes se desarrollaban inconscientemente y al azar: actualmente pueden producir mejores condiciones para la generación de hombres, su alimentación, su educación, su instrucción, organizar económicamente toda la tierra, medir y equilibrar las fuerzas de los individuos en general unas respecto a otras. Esta nueva cultura consciente mata a la antigua que considerada en conjunto, vivió una vida inconsciente de animal y de vegetal: mata también la desconfianza hacia el progreso, éste
es posible
. Quiero decir que es un juicio precipitado y casi carente de sentido creer que el progreso ha de realizarse
necesariamente
, pero ¿cómo podría negarse que es posible? En cambio, ni siquiera es concebible un progreso en el sentido y por la vía de la cultura antigua. A la fantasía romántica le agrada utilizar continuamente la palabra «progreso», cuando habla de sus fines (por ejemplo, de las culturas originales y determinadas de los pueblos). En todo caso ha tomado su imagen del pasado, su pensamiento y su concepción carecen en este campo de toda originalidad.
25. Moral privada y moral universal.
Desde que dejó de creerse que un dios dirige plenamente los destinos del mundo y que a pesar de todas las sinuosidades del camino de la humanidad, los conduce como señor hasta su final, los hombres deben proponerse fines ecuménicos, que abarquen toda la tierra. La antigua moral, entre otras la de Kant, exige de todo individuo actos que desearía que realizaran todos los hombres; lo cual es una hermosa ingenuidad: ¡cómo si cada uno supiera, sin más qué tipo de acción garantizaría el bienestar al conjunto de la humanidad y, por consiguiente, qué actos merecen ser deseados de forma general! Esta teoría es análoga a la del librecambio, la cual determina en principio que la armonía general ha de producirse por sí misma, conforme a leyes innatas de perfeccionamiento. Tal vez una mirada al futuro respecto a las necesidades de la humanidad, lo ponga enteramente de relieve y que resulte deseable que todos los hombres realicen actos similares; quizás, en interés de fines ecuménicos para toda la humanidad, se debería mejor proponer deberes especiales e incluso, en determinadas circunstancias, malos. En cualquier caso, si la humanidad no ha de caminar hacia su perdición y ha de gobernarse de un modo autoconsciente es preciso, ante todo que llegue a
conocer las condiciones de una cultura
superior a todos los grados alcanzados hasta hoy. En esto consiste el inmenso deber de los grandes espíritus del próximo siglo.
26. La reacción como progreso.
A veces surgen hombres bruscos, violentos y atractivos, aunque pese a todo retrógrados, que evocan nuevamente una fase superada de la humanidad: sirven para probar que las nuevas tendencias contra las que se alzan no son todavía lo suficientemente fuertes, que carecen de algo, porque de lo contrario, se enfrentarían con mayor energía a tales evocadores. Así la Reforma de Lutero testimonia, por ejemplo, que los sentimientos que surgían en su época en favor de la libertad de espíritu eran todavía poco seguros, demasiado inmaduros y juveniles; la ciencia no podía aún levantar cabeza. A decir verdad, todo el Renacimiento parece como una temprana primavera que podía volver a desaparecer. Pero también en el presente siglo la metafísica de Schopenhauer ha demostrado que todavía hoy no es lo bastante fuerte el espíritu científico; de ahí que con la teoría de Schopenhauer, se haya podido resucitar una vez más la concepción del mundo y del hombre cristiana y medieval, pese a haber quedado aniquilados desde hace mucho tiempo todos los dogmas cristianos. En su teoría se apela mucho a la ciencia, pero lo que en ella impera no es otra cosa que la tan conocida y antigua «necesidad metafísica». Seguramente uno de los mayores e inapreciables beneficios que obtenemos de Schopenhauer es que obliga a nuestra sensibilidad a retroceder por algún tiempo a concepciones del mundo y del hombre anticuadas y poderosas, a las que no podríamos llegar tan fácilmente por ninguna otra vía, por lo que representa un enorme provecho para la historia y para la justicia. Creo que, sin la ayuda de Schopenhauer, nadie conseguiría fácilmente hoy hacer justicia al Cristianismo y a sus hermanos cristianos asiáticos, lo cual, como otras tantas cosas, es actualmente imposible en el campo del Cristianismo que todavía subsiste. Sólo después del gran
éxito de Injusticia
que supone haber corregido la concepción histórica mantenida por la Ilustración en un punto tan esencial, hemos podido volver a enarbolar la bandera de la Ilustración, una bandera que lleva tres nombres: Petrarca, Erasmo y Voltaire. Hemos convertido la reacción en un progreso.
27. Sucedáneo de la religión.
Se cree honrar a la filosofía cuando se la presenta como un sucedáneo de la religión para el pueblo. De hecho, para la economía espiritual, se requiere a veces un orden de pensamiento intermedio; así, el tránsito de la religión a la concepción científica es un salto brusco, peligroso y nada aconsejable. Sin embargo, ha de entenderse también que las necesidades que satisface la religión y que ahora ha de satisfacer la filosofía no son inmutables; es más, por medio de ésta podemos
debilitarlas y extirparlas
. Pensemos, por ejemplo, en la miseria del alma cristiana, en los lamentos por la corrupción interior, en la inquietud por la salvación; problemas todos ellos que sólo se deben a errores de la razón y que no merecen en modo alguno resolverse sino descartarse. Una filosofía puede servir o para
satisfacer
también esas necesidades o para
desarraigarlas
, ya que son necesidades adquiridas y limitadas en el tiempo que se basan en hipótesis contrarias a las de la ciencia. Para facilitar la transición es mejor recurrir en este caso al
arte
para aliviar a la conciencia saturada de sentimientos, dado que mediante él se fomentarán menos esas concepciones que utilizando la filosofía metafísica. Del arte se puede pasar más fácilmente a una ciencia filosófica verdaderamente liberadora.
28. Palabras con mala reputación.
¡Abajo esas palabras tan excesivamente empleadas de optimismo y pesimismo, porque cada día hay menos motivos para su uso y sólo a los charlatanes les siguen siendo imprescindibles! Así, ¿qué razón puede haber hoy para ser optimista, si ya no hay que hacer la apología de un dios que
debía
crear el mejor de los mundos, dado que él es bueno y perfecto? ¿Qué ser pensante necesita todavía la hipótesis de un dios? Ahora bien, tampoco tenemos ya motivo alguno para hacer una profesión de fe pesimista, si no pretendemos vejar a los abogados de ese dios, a los teólogos o a los filósofos teológicos, ni afirmar con fuerza lo contrario: que el mal impera, que el dolor es mayor que el placer, que el mundo es una chapuza, la aparición en la vida de una voluntad malvada. Pero ¿quién se preocupa ya de los teólogos de no ser los propios teólogos? Abstracción hecha de toda teología y de todo intento de combatirla, huelga decir que el mundo no es ni bueno ni malo, que dista de ser el mejor o el peor, y que las ideas de «bueno» y de «malo» sólo tienen sentido para el pensamiento humano, aunque ni siquiera en él resultan justificables dada la forma como se emplean. En cualquier caso, hemos de renunciar a una concepción injuriosa o laudatorio del mundo.
29. Embriagado por el perfume de las flores.
Se piensa que la nave de la humanidad tiene mayor calado cuanto más carga transporta. Se cree que cuanto más profundo es el pensamiento del hombre, más tiernos son sus sentimientos, más elevada la valoración que hace de sí mismo y mayor su distanciamiento de los demás animales; que cuanto más parece al genio de los animales, más se acerca a la esencia real del mundo y del conocimiento. Esto lo consigue realmente mediante la ciencia, pero cree lograrlo más aún mediante las religiones y las artes.
Estas son, ciertamente, una floración del mundo, pero no está en modo alguno
más cerca de la raíz del mundo
que el tallo: no se puede extraer de ellas un mejor entendimiento de la esencia de las cosas, aunque casi todos lo crean así. El
error
ha hecho al hombre lo bastante profundo, tierno y creador como para hacer que se produjese esa floración que son las religiones y las artes. El simple conocimiento no hubiese podido lograrlo. Quien nos revelase la esencia del mundo, nos produciría a todos la mayor desilusión. Lo que se encuentra tan rico de sentido, lo que resulta tan profundo, tan maravilloso, tan preñado de dicha y de infortunio no es el mundo como cosa en sí, sino el mundo como representación (como error). Este resultado conduce a una filosofía de
negación lógica del mundo
, que lo mismo puede ir unida a la afirmación práctica del mundo como a lo contrario.
30. Malos hábitos de razonar.
Las conclusiones erróneas más habituales del hombre son las siguientes: si una cosa existe, está legitimada. En este caso la legitimidad se deduce de la capacidad de vivir, de la adaptación a un fin. Si una idea resulta beneficiosa, es verdadera; como su efecto es bueno, aquélla es buena y verdadera. En este caso, se aplica el efecto al predicado: beneficioso, bueno en el sentido de útil, y se atribuye entonces a la causa el mismo predicado: bueno, pero aquí en el sentido de lógicamente válido. Las proposiciones recíprocas a estas son: si una cosa no puede imponerse ni mantenerse es incorrecta: si una idea atormenta y excita, es falsa. El espíritu libre que aprende a conocer con harta frecuencia lo que tiene de vicioso esta forma de razonar y a sufrir sus consecuencias, cae a menudo en la seductora tentación de deducir generalmente lo contrario: si una cosa no puede imponerse, es buena; si una idea produce angustia e inquietud, es verdadera.
31. Lo ilógico, necesario.
Entre las cosas que pueden llevar a la desesperación a un pensador, hemos de incluir el hecho de reconocer que lo ilógico es necesario a los hombres y de que muchos bienes proceden de lo ilógico. Lo ilógico está tan fuertemente arraigado en las pasiones, en el lenguaje, en el arte, en la religión y en todo lo que por lo general da valor a la vida, que no se puede extirpar sin producir también a estas hermosas cosas un daño irreparable. Sólo los hombres sumamente ingenuos pueden creer que cabe convertir la naturaleza humana en una naturaleza puramente lógica; pero si para llegar a este fin hubiesen de atravesarse diferentes estadios, ¡cuánto se perdería en el camino! Hasta el hombre más razonable necesita, de vez en cuando, volver a la naturaleza, es decir, a su
relación fundamentalmente ilógica con todas las cosas
.
32. Injusticia necesaria.
Todos los juicios sobre el valor de la vida se han desarrollado ilógicamente y son, por eso, injustos. La inexactitud del juicio radica, en primer lugar, en la forma de presentar las materias, es decir, de un modo incompleto; en segundo lugar, en la forma de sumarlas; en tercer lugar, en que, aisladamente, cada pieza de esas materias es, a su vez, el resultado de un conocimiento inexacto, y ello necesariamente. Ninguna experiencia relativa a un hombre, por ejemplo, aunque fuera el más cercano a nosotros, puede ser completa, de manera que pudiéramos hacer de forma lógicamente legítima una valoración global de él: todas las valoraciones son precipitadas y así debe ser. Por ultimo, nuestro ser, que es nuestra unidad de medida, no constituye una magnitud inmutable, puesto que tenemos tendencias y fluctuaciones. Sin embargo, tendríamos que saber que somos una unidad fija para hacer una apreciación justa de la relación de algo con nosotros. Tal vez se deduzca de esto que no deberíamos hacer juicio alguno, ¡si pudiéramos vivir sin hacer valoraciones, sin tener inclinaciones ni aversiones, dado que toda inclinación y toda aversión se encuentran vinculadas a una apreciación!
No existe en el hombre un impulso a acercarnos o a separarnos de algo, sin un sentimiento de querer lo ventajoso y de evitar lo perjudicial, un impulso sin una cierta apreciación en virtud del conocimiento relativo al valor del fin. Por destino somos seres ilógicos y, por consiguiente, injustos, aunque
podemos reconocerlo
: ésta es una de las mayores desarmonías insolubles de la vida.
33. El error sobre la vida, necesario a la vida.