229. La medida de las cosas en los espíritus sometidos.
Hay cuatro cosas que los espíritus sometidos dicen que están justificadas, Primero, todas las cosas que tienen duración están justificadas; segundo, todas las cosas que no nos importunan están justificadas, tercero, todas las cosas que nos procuran algún beneficio están justificadas, y cuarto, todas las cosas por las que nos hemos sacrificado están justificadas. Este último punto explica, por ejemplo, por qué una guerra que se inició en contra de la voluntad del pueblo, empieza a despertar entusiasmo en cuanto se realizan sacrificios por ella. Los espíritus libres que defienden su causa en el foro de los espíritus sometidos han de demostrar que siempre ha habido espíritus libres y que, por consiguiente, el pensamiento libre cuenta con la duración; luego, que no quieren importunar, y por último que, considerándolo todo, proporcionan algún beneficio a los espíritus sometidos, Ahora bien, como no podrán convencerlos de este último punto, no les servirá de nada haber demostrado los dos primeros.
230. El espíritu fuerte.
En comparación con quien tiene a la tradición de su parte y no necesita razones para fundar sus actos, el espíritu libre es siempre débil, sobre todo en el terreno de la acción; porque conoce demasiados motivos y puntos de vista,, y su mano es vacilante y está mal ejercitada. ¿Con qué medios cuenta, entonces para hacerse, al menos,
relativamente fuerte
, de forma que pueda asentarse y no perecer inútilmente? ¿Cómo nace el espíritu fuerte? Esta cuestión equivale un caso particular del problema de la génesis del genio. ¿De dónde proceden la energía, la fuerza inflexible y la persistencia con las que un individuo, en contra de la tradición, trata de adquirir un conocimiento enteramente personal del mundo?
231. La génesis del genio.
El ingenio con que el preso busca la forma de escaparse y la sangre fría y la paciencia extremas que lo llevan a aprovechar la menor ocasión de hacerlo, nos pueden ayudar a comprender de qué procedimiento se sirve a veces la naturaleza para producir al genio, palabra que rogaría que se entendiese sin ninguna connotación mitológica o religiosa; lo encierra en una celda y excita hasta la exasperación su deseo de evadirse. Recurramos a otro símil: un individuo que se ha perdido enteramente en un bosque y se esfuerza en salir al campo abierto tomando una dirección cualquiera con una energía excepcional, descubrirá a veces un camino nuevo que nadie conocía. Así nacen esos genios cuya originalidad se celebra tanto. Ya he dicho que una mutilación, una atrofia o un defecto notable de algún órgano suelen proporcionar a otro órgano la oportunidad de desarrollar cualidades excepcionales por el hecho de tener que asegurar otra función además de la suya propia. A partir de esto podremos descubrir el origen de más de un talento brillante. Aplicaremos estas indicaciones generales sobre la génesis del genio a ese caso especial que representa la génesis del perfecto espíritu libre.
232. Conjetura sobre el origen del espíritu libre.
Lo mismo que se acrecientan los glaciares cuando el sol lanza sus rayos más intensos que antes sobre los mares de las regiones ecuatoriales, es posible que el gran fortalecimiento y la plena extensión del pensamiento libre se deban a que en alguna parte ha aumentado extraordinariamente el ardor del sentimiento.
233. La voz de la historia.
Respecto a la génesis del genio,
parece
que la historia nos enseña lo siguiente: ¡Maltraten y atormenten a los hombres, grita a las pasiones de la envidia, del ocio y de los celos; lancen sin medida a unos pueblos contra otros durante siglos! Puede que entonces surja de pronto la luz del genio, como encendida por una centella salida de la terrible energía liberada, así, entonces, la voluntad, como un caballo desbocado por las espuelas del jinete, se lanzará a la carrera y saltará a otro campo. Quien llegara a formarse una idea clara de la génesis del genio y quisiese poner en práctica el procedimiento que suele utilizar la naturaleza, debería ser malvado y brutal como ella. Pero quizás hemos entendido mal.
234. El valor de la mitad del camino.
Puede que la producción del genio esté exclusivamente reservada a un período limitado de la humanidad. Ya que no podemos esperar del futuro de ésta, todo lo que sólo han podido producir unas condiciones muy determinadas pertenecientes a un momento cualquiera del pasado; por ejemplo, los asombrosos efectos del sentimiento religioso. Hasta éste tuvo su época, y hay muchas cosas excelentes que nunca volverán a producirse, porque sólo él podía generarlas. De ahí que la vida y la cultura no tendrán ya nunca más un horizonte circunscrito por la religión. Puede que incluso el tipo del santo sólo sea posible como consecuencia de una determinada confusión intelectual de la que, por lo que parece, ya no quedará huella alguna en el futuro. Y quizás la altura intelectual haya estado reservada también a una sola época de la humanidad, porque ésta se manifestó (y sigue haciéndolo, ya que vivimos aún en esa época) cuando una energía extraordinaria y largo tiempo acumulada de la voluntad se dedicó excepcionalmente, en virtud de la herencia, a un objeti
vo espiritual
. Esa altura tocará a su fin cuando esa energía salvaje deje de estar sometida a una gran crianza.
La humanidad, que ha llegado a la mitad de su camino, que está en la mitad de su existencia, se encuentra quizás más cerca de su propia meta que cuando llegue a su final. Podría ocurrir que ciertas fuerzas, como las que se plasman en el arte, por ejemplo, estén llamadas a agotarse totalmente; el placer de la mentira, de lo impreciso, de lo simbólico, de la embriaguez y del éxtasis podría caer en descrédito. Más aún, si llega a organizarse la vida en un Estado perfecto, no se podrá sacar del presente ningún motivo poético, y sólo los individuos retrógrados echarían de menos la ficción poética. En todo caso, éstos mirarían con nostalgia hacia atrás, hacia la época del Estado imperfecto, de la sociedad semibárbara, hacia
nuestra
época.
235. El genio en contradicción con el Estado ideal.
Los socialistas aspiran a crear un estado de bienestar para el mayor número posible. Si se alcanzara realmente la patria perdurable de ese bienestar, que es el Estado perfecto, ese bienestar destruiría el terreno en el que crece la gran inteligencia y, de una manera general, la individualidad fuerte: es decir, toda energía poderosa. Una vez fundado ese Estado, la humanidad estaría demasiado agotada para seguir produciendo al genio. ¿No habría, entonces, que desear que la vida conserve su carácter violento, que no deje de suscitar y de renovar fuerzas y energías salvajes? Ahora bien, el corazón ardiente y compasivo pretende abolir precisamente ese carácter violento y salvaje, y el corazón más ardiente que podamos imaginar será precisamente el más apasionado en exigirlo. Sin embargo, su pasión ha extraído su fuego, su ardor y su propia existencia de ese carácter salvaje y violento de la vida; el corazón más ardiente quiere, entonces, la abolición de su propio fundamento, el aniquilamiento de sí mismo; es decir, quiere, lisa y llanamente, algo ilógico; no es inteligente. La inteligencia más elevada y el corazón más ardiente no pueden coexistir en una misma persona. El sabio que juzga la vida se sitúa por encima de la bondad y, a lo sumo, considera que ésta es algo de lo que se puede prescindir en la valoración total de la vida. El sabio está obligado a oponerse a estos deseos extravagantes de la bondad no inteligente, porque lo importante para él es la supervivencia de su tipo y, finalmente, la producción de una inteligencia superior; al menos, no será partidario de que se funde el «Estado perfecto», desde el momento que en él sólo tendrán cabida individuos con las fuerzas agotadas. Cristo, por el contrario, a quien consideraremos aquí como el corazón más ardiente, favoreció el embrutecimiento de los hombres, se puso de parte de los pobres de espíritu y frenó la producción del más alto grado de inteligencia; lo cual era lógico. Cabe predecir que el sabio perfecto se opondrá a su vez necesariamente a la producción de un individuo como Cristo. El Estado es una institución juiciosa encaminada a proteger a unos individuos de otros; si se exagera su refinamiento, es en aras del individuo debilitado o incluso abolido, por lo que el objetivo originario del Estado queda radicalmente aniquilado.
236. Las zonas culturales.
Puede decirse metafóricamente que los períodos culturales corresponden a las diferentes zonas climáticas, salvo que aquéllos se suceden en el tiempo en lugar de estar en yuxtaposición como las latitudes geográficas. En comparación con la zona templada de la cultura, que ahora atravesarnos, la que hemos dejado atrás da la impresión
grosso modo
de un clima
tropical
. Estas zonas presentan un contraste entre sí. En la primera se daban violentos contrastes, sucesión brusca del día y de la noche, calor ardiente y fastuoso colorido, veneración de todo fenómeno súbito, misterioso y aterrador, tormentas repentinas, un pródigo desbordamiento por doquier de los cuernos de la abundancia de la naturaleza. Por el contrario, en nuestra cultura existe un cielo claro, aunque no luminoso, un aire puro, una atmósfera casi invariable, frescor y en ocasiones incluso frío. Cuando vemos que en la época anterior las pasiones más violentas eran quebrantadas y abatidas por la fuerza inquietante de las representaciones metafísicas, tenemos la misma impresión que si en los trópicos viéramos que unas serpientes estrangulan con sus monstruosos anillos a unos salvajes tigres delante de nuestros ojos. Semejantes escenas no se dan en nuestro clima espiritual, nuestra imaginación es templada; ni siquiera en sueños nos sucede nada de lo que los pueblos del pasado veían con los ojos abiertos. Pero ¿no hemos de felicitarnos por este cambio, a reserva de admitir que la desaparición de la cultura tropical ha perjudicado esencialmente a los artistas, que nos encuentran a quienes no lo somos demasiado insípidos? En este sentido, los artistas tienen derecho a negar el «progreso», porque, efectivamente, cabe dudar al menos de que los tres últimos milenios hayan supuesto un progreso en el campo de las artes. Un filósofo metafísico como Schopenhauer no tendrá motivo alguno para aceptar el progreso si considera en conjunto los cuatro últimos milenios desde el ángulo de la metafísica y de la religión. Pero para mí, la
existencia
de una zona cultural templada significa por sí misma un progreso.
237. El Renacimiento y la Reforma.
El Renacimiento italiano escondía en su seno todas las fuerzas positivas a las que debemos la cultura moderna: La emancipación del pensamiento, el menosprecio de la autoridad, el triunfo de la formación cultural sobre el orgullo del abolengo, el entusiasmo por la ciencia y por el pasado científico de la humanidad, la liberación del individuo, la pasión de la veracidad, la aversión hacia la mera apariencia y hacia la búsqueda del efecto (pasión que estalló en una multitud de caracteres artísticos que se exigieron a sí mismos, con una extraordinaria pureza moral, hacer obras perfectas y nada más que perfectas). Más aún, el Renacimiento tenía fuerzas positivas que,
hasta ahora
, no han vuelto a tener el mismo poder en nuestra civilización moderna. Fue la edad de oro de este milenio, a pesar de todas sus manchas y de todos sus vicios. En contraste con todo esto, la Reforma alemana fue una enérgica protesta de espíritus atrasados, que todavía no se habían hartado de la visión medieval del mundo, y que sentían un hondo despecho, en lugar de la lógica alegría, al ver los signos de descomposición que presentaba la vida religiosa, con su extraordinario aplanamiento y su creciente enajenación. Con su energía y su obstinación de nórdicos hicieron retroceder a los hombres, provocaron, con violencias dignas de un estado de sitio, la respuesta de la Contrarreforma, un Cristianismo católico de legítima defensa, y retrasaron dos o tres siglos la expansión plena y el dominio incontestado de las ciencias, a la vez que hicieron imposible, quizás para siempre, la fusión completa del espíritu antiguo y el moderno. La gran tarea del Renacimiento no pudo culminar, al haber sido impedida por la protesta del genio alemán que entretanto se había quedado atrasado (y que en la Edad Media había tenido suficientes razones para atravesar los Alpes una y otra vez tratando de salvarse). Hizo falta el azar de una constelación política extraordinaria para que Lutero lograra mantenerse y pudiera tomar fuerza esa protesta: el emperador lo protegió para servirse de su innovación como medio de presión contra el Papa, y él lo favoreció también en secreto para utilizar a los príncipes protestantes del Imperio como contrapeso al emperador. Sin esta singular connivencia, Lutero hubiera sido quemado como Huss, y la aurora de la Ilustración habría despuntado un poco antes quizás y con un esplendor más bello del que hoy podemos imaginar.
238. Justicia para el dios en devenir.
Cuando se despliega ante nuestros ojos toda la historia de la civilización con su entramado de ideas malas y nobles, verdaderas y falsas, y el espectáculo de ese oleaje casi marea nuestra alma, comprendemos cuánto consuela el concepto de un
dios en devenir
; éste se revelaría paulatinamente en los cambios y tribulaciones de la humanidad, y no se reduciría todo a un mecanismo ciego, a una interacción de fuerzas sin objeto ni razón. La divinización del devenir es una perspectiva metafísica como desde lo alto de un faro a la orilla del mar de la historia, en la que una generación de eruditos demasiado enamorados de la historia encontraba su consuelo; no hay que irritarse, por equivocada que pueda ser esta concepción. Sólo quien, como Schopenhauer, niega la evolución, no siente tampoco la miseria de ese oleaje y, por consiguiente, al no saber ni sentir nada de ese dios en devenir ni de la necesidad de admitir su existencia, puede con justicia dar rienda suelta a sus burlas.
239. Los frutos según la estación.
Todo futuro mejor que se desee a la humanidad es necesariamente a la vez un futuro peor en algún aspecto; porque constituye, efectivamente, una quimera creer que un estadio nuevo y superior de la humanidad reunirá todas las ventajas de los estadios anteriores y podrá, cuando menos, alcanzar la forma suprema del arte, por ejemplo. Y es que cada estación del año tiene sus ventajas y sus encantos peculiares, que excluyen a los de las demás. Lo que nació de la religión y prosperó en sus aledaños no podría renacer una vez destruida ésta; a lo sumo, determinados retoños extraviados y tardíos podrán crear alguna ilusión sobre este punto; como el recuerdo intermitente del arte del pasado, estado que revela un sentimiento de pérdida y de frustración, pero que no prueba la existencia de una fuerza capaz de engendrar un arte nuevo.