262. Homero.
El hecho más importante de la cultura griega sigue siendo que Homero fuera tan precozmente panhelénico. Toda la libertad intelectual y humana a que llegaron los griegos provino de tal hecho; pero fue esto al mismo tiempo la fatalidad propia de la civilización griega, porque Homero le arrebató su profundidad al sacarla de sí, y disolvió la gran seriedad de los instintos de independencia. De cuando en cuando, el trasfondo del alma helénica elevaba su protesta contra Homero; pero éste siempre salía vencedor. Junto a su influencia liberadora, todos los grandes poderes espirituales ejercieron otra influencia opresora; sin embargo, es evidente que hay una diferencia en el hecho de que sea Homero, la Biblia o la ciencia quien tiranice a los hombres.
263. Los dones naturales.
En una humanidad que ha alcanzado un grado tan superior de desarrollo como la actual, todos los individuos reciben de la naturaleza la posibilidad de acceder a múltiples talentos. Cada cual tiene un
talento innato
, pero sólo a una minoría le confieren la naturaleza y la educación ese grado de tenacidad, paciencia y energía que le permite llegar a ser un verdadero talento, es decir,
llegar a ser lo que es
, y traducirlo en obras y en actos.
264. El hombre de ingenio, estimado en exceso o despreciado.
Los individuos ajenos a la ciencia, pero bien dotados, aprecian todo rasgo de ingenio, independientemente de que se dirija en un sentido verdadero o falso: quieren, ante todo, que quien se relacione con ellos los entretenga agradablemente con su ingenio, los espolee, los inflame, los arrastre tanto a la seriedad como a la broma, y, en cualquier caso, que les sirva de amuleto muy poderoso contra el aburrimiento. Por el contrario, las naturalezas científicas saben que quien tiene la cabeza llena de ideas ha de ser severamente frenado lo más posible por el espíritu científico; el fruto que éste desea hacer caer del árbol del conocimiento no es el que tiene una apariencia brillante y atractiva, a menudo desnuda, de todo aspecto externo. Puede, como Aristóteles, no diferenciar entre «lo aburrido» y «lo ingenioso», su demonio puede llevarlo tanto por el desierto como a través de una vegetación tropical, para que en todas partes se complazca sólo con lo real, lo sólido, lo verdadero. A ello se debe que los sabios de poca envergadura miran con recelo al hombre ingenioso en general, y que, en desquite, a menudo los espíritus brillantes muestren un rechazo hacia la ciencia, como, por ejemplo, casi todos los artistas.
265. La razón en la escuela.
La escuela no tiene otra tarea más importante que enseñar rigor al pensamiento, prudencia al juicio y lógica al razonamiento; asimismo debe dejar al margen todo lo que, como la religión, por ejemplo, no contribuya a estas operaciones. Puede incluso contar con que la confusión, la costumbre y la necesidad humanas vendrán más tarde a distender, a pesar de todo, el arco de un pensamiento demasiado tenso. Pero mientras ejerza su influencia, su deber consiste en provocar la eclosión de lo esencial y distintivo del hombre: «la razón y la ciencia, virtudes
supremas
del hombre», al menos a juicio de Goethe. El gran naturalista Von Baer sitúa la superioridad de todos los europeos, en relación con los asiáticos, en su aptitud adquirida por la educación para dar razones de todo lo que creen, algo de lo que los otros son totalmente incapaces. Europa fue la escuela del pensamiento lógico y crítico; Asia no sabe nunca distinguir entre verdad y poesía, ni se percata claramente si sus convicciones proceden de la observación personal y del pensamiento consecuente o si son puras imaginaciones. La razón en la escuela ha hecho de Europa lo que es: en la edad media llevaba camino de volver a ser una provincia, una prolongación de Asia, es decir, de perder el espíritu científico de los griegos.
266. Subestimación de los resultados de la enseñanza en el liceo.
Raras veces se busca el valor del liceo en las cosas que se aprenden verdaderamente en él y que nos enriquecen para toda la vida, sino, por el contrario, en las que se enseñan y que el estudiante no aprende más que de mala gana y para desembarazarse de ellas en cuanto pueda. La lectura de los clásicos, tal y como se practica en todas partes, es una rutina monstruosa, según tiene que admitir todo espíritu culto: ante muchachos que no están maduros en ningún sentido para entenderla y hecha por maestros en quienes cada una de sus palabras y hasta su propio aspecto bastan para echar por tierra a un buen autor. Pero aquí se encuentra precisamente el valor que de ordinario se desconoce: y es que estos maestros hablan
la lengua abstracta de la gran cultura
, pesada y ardua de entender en sí misma, pero que representa para el cerebro una gimnasia superior; además, en esta lengua aparecen constantemente nociones, términos, técnicas, métodos y alusiones que esos muchachos no oyen casi nunca en las conversaciones familiares ni en la calle. Aunque los colegiales no hagan otra cosa que
oír
, su inteligencia llegará a adaptarse previamente a una forma científica de pensar. No se puede salir de esta disciplina como un hijo puro de la naturaleza, con una capacidad de abstracción totalmente virgen.
267. Aprender muchas lenguas.
Aprender muchas lenguas llena la memoria de palabras en lugar de hacerlo de hechos y de ideas, teniendo en cuenta que dicha memoria es un recipiente que, en un individuo dado, no puede recibir más que una cantidad claramente reducida de materias. Aprender muchas lenguas tiene, asimismo, el carácter perjudicial de hacer creer que se dispone de capacidades, y, en efecto, confiere también un cierto prestigio que seduce en el trato con los demás; por otra parte, es indirectamente nocivo por oponerse a la adquisición de conocimientos sólidos y al firme propósito de merecer honradamente la estima de la gente. Por último, es un hachazo en la raíz misma de ese sentimiento lingüístico un tanto delicado que tenemos hacia la lengua materna y que queda irremediablemente herido y arruinado. Los dos pueblos que han producido a los mayores estilistas, los griegos y los franceses, no aprendieron lenguas extranjeras. Pero como las relaciones humanas toman fatalmente un sesgo cada vez más cosmopolita, y un buen comerciante de Londres, por ejemplo, tiene ahora que hacerse entender en ocho idiomas, de palabra y por escrito, hay que reconocer que el estudio de muchas lenguas es un mal necesario; pero un mal que, cuando llegue al paroxismo, acabará obligando a la humanidad a encontrar un remedio; y en un futuro lejano e indeterminado habrá una nueva lengua universal, que promoverá un lenguaje comercial y luego un idioma generalizado para el trato intelectual, del mismo modo que habrá un día una navegación aérea. Si no, ¿de qué serviría que la lingüística haya estado estudiando durante un siglo las leyes del lenguaje, y considerado lo que hay de necesario, de valioso y de logrado en cada una de las lenguas?
268. Para la historia bélica del individuo.
En una sola vida humana que atraviesa varios estadios culturales, encontramos recogida la lucha que normalmente se libra entre dos generaciones, entre el padre y el hijo; la proximidad del parentesco
agrava
esa lucha porque cada una de las partes hace entrar en arena la vida interior de la otra, que tan bien conoce; y, de este modo, en un individuo aislado esta lucha revestirá el carácter más encarnizado; ya que, en este caso, cada fase nueva pasa por alto las precedentes con esa cruel injusticia que desconoce sus medios y sus fines.
269. Con un cuarto de hora de adelanto.
A veces encontramos a alguien con ideas que están por encima de su tiempo, pero sólo lo preciso para anticipar las ideas vulgares del siguiente decenio. Detenta la opinión pública antes de que sea pública; es decir, un cuarto de hora antes que los demás, ha abrazado una opinión que merece convertirse en trivial. Sin embargo, habitualmente, su gloria es mucho más brillante que la de los hombres que son en realidad grandes y superiores.
270. El arte de leer.
Toda tendencia muy marcada es unilateral; toma la dirección de la línea recta y, como ella, es excluyente, es decir, no emprende una gran cantidad de direcciones como hacen los partidos y los individuos débiles en sus vaivenes ondulatorios. Si los filósofos son unilaterales, hay que tomarlos en consideración. El restablecimiento y la conservación de los textos, así como su explicación, impulsados durante siglos en el seno de una corporación, han conducido al fin a encontrar los métodos buenos; toda la edad media fue radicalmente incapaz de hacer una explicación estrictamente filológica, es decir, del puro y simple deseo de comprender lo que dice el autor; sin embargo, ya fue algo encontrar esos métodos, no hay que subestimarlo. Ninguna ciencia ha adquirido continuidad y estabilidad hasta que el arte de leer bien, es decir, la filología, no ha alcanzado su apogeo.
271. El arte de razonar.
El mayor progreso que han hecho los hombres consiste en haber aprendido a razonar
correctamente
. No se trata de algo tan natural como suponía Schopenhauer cuando dijo: «Todo el mundo es capaz de razonar, pero hay muy pocas personas capaces de juzgar». Ahora bien, esto se ha aprendido tarde y todavía está lejos de imponerse. En los tiempos antiguos, el razonamiento falso constituía la regla: las mitologías de todos los pueblos, su magia y sus supersticiones, sus cultos religiosos, su derecho, son minas inagotables de pruebas que apoyan esta proposición.
272. Fases cíclicas de la cultura individual.
La fuerza y la debilidad de la productividad intelectual no dependen necesariamente tanto de los dones naturales heredados como de la cantidad de
energía
recibida al nacer. A los treinta años, la mayoría de los jóvenes cultos retroceden a partir de este temprano solsticio de su vida y pierden desde entonces el placer de seguir nuevas orientaciones intelectuales. Por eso una cultura que no deja de crecer necesita pronto, para salvarse, a una nueva generación, que, sin embargo, no la llevará tampoco muy lejos; porque para
recuperar
la cultura de su padre, el hijo tendrá que emplear casi toda la energía que poseía su padre en el momento de su vida en que lo engendró: este pequeño excedente le permite ir más lejos (al hacer el camino la segunda vez, se avanza un poco más deprisa: el hijo, para aprender exactamente lo que sabía su padre, no consume tanta fuerza). Los hombres muy ricos en energía, como Goethe, por ejemplo, recorren solos tanto camino
como
puedan hacerlo cuatro generaciones detrás de ellos; pero también avanzan con demasiada rapidez, hasta el punto de que los demás no los alcanzarán hasta el siglo siguiente, e incluso no del todo, porque esas frecuentes interrupciones han debilitado la unidad de la cultura y la continuidad de su evolución. En cuanto a las fases normales de la cultura intelectual adquirida, los hombres las atraviesan cada vez más deprisa unos tras otros. Actualmente, empiezan abordando la cultura a través de las emociones religiosas de la infancia y hacia los diez años, esos sentimientos habrán alcanzado su mayor grado de calor, para pasar luego a formas atenuadas (panteísmo) al acercarse a la ciencia; dejan muy atrás a Dios, la inmortalidad y otras cosas por el estilo, pero para dejarse cautivar por el prestigio de una filosofía metafísica. Ésta acaba pareciéndoles indigna de creer; el Arte, en cambio, parece ofrecerles ciertos beneficios, y durante algún tiempo sólo queda y sobrevive de aquella metafísica lo que puede transformarse en arte o un estado anímico impulsado a las transfiguraciones estéticas. Sin embargo, se va imponiendo cada vez más el espíritu científico, el cual conduce al hombre maduro a las ciencias naturales, a la historia y sobre todo a métodos de conocimiento más rigurosos, mientras que se atribuye al arte una importancia cada vez más secundaria y humilde. Actualmente, esto ocupa los treinta primeros años de una vida, pero es la recapitulación de una tarea a la que la humanidad ha consagrado quizás treinta mil años de trabajo agotador.
273. Retroceder, pero no quedarse atrás.
Quien hoy en día sigue teniendo sentimientos religiosos en el punto de partida de su desarrollo y se demora quizás después durante algún tiempo en la metafísica y el arte, lleva evidentemente un buen trecho de retraso y empieza su carrera con los demás hombres modernos en condiciones desfavorables; aparentemente pierde tiempo y terreno. Pero por el hecho de haberse demorado en campos donde liberan ardor y energía, donde no cesa de brotar a borbotones de una fuente inagotable un torrente volcánico de poder, si corta a tiempo con estos campos, no podrá menos que avanzar con gran rapidez, porque a sus pies les han crecido alas, su pecho ha aprendido a respirar con más serenidad, amplitud y paciencia. No ha hecho más que retroceder para tener bastante espacio antes de saltar; de este modo, ese retroceso puede tener, incluso, algo de terrible y de amenazador.
274. Un fragmento de nuestro yo, considerado como objeto artístico.
Un signo de cultura superior consiste en tomar conciencia de ciertas fases evolutivas que atraviesan las personas menos inteligentes casi sin darse cuenta y que borran del encerado de su alma, en determinarlas y trazar una imagen fiel de ellas; porque ésta es la forma más elevada de pintura, que sólo entienden unos pocos. Pero es preciso aislar artificialmente esas fases. Los estudios históricos desarrollan las aptitudes para esta clase de pintura y, a propósito de un período de la historia de la vida de un pueblo o de un individuo, nos invitan constantemente a representamos un horizonte de pensamientos muy definido, una fuerza de sentimientos determinada, el predominio de unos, el retroceso de otros. El sentido histórico consiste en la capacidad de reconstruir con rapidez a partir de ciertos datos estos sistemas de ideas y de sentimientos como se recupera el aspecto de un templo tomando como referencia algunas columnas y paneles de muros que por azar han quedado en pie. Su primer resultado es hacer que entendamos a nuestros semejantes como otros tantos sistemas definidos, como representantes de diferentes culturas, es decir, como seres necesarios aunque variables. Y, al mismo tiempo, nos permite aislar, incluso, ciertos fragmentos de nuestra propia evolución para situarlos aparte.
275. Los cínicos y los epicúreos.
El cínico se da cuenta del vínculo que existe entre los sufrimientos multiplicados e intensificados del hombre de una cultura superior y la gran cantidad de sus necesidades; comprende, a la vez, que tanta cantidad de opiniones sobre lo bello, lo conveniente, lo decoroso y lo placentero, no puede sino hacer brotar abundantes fuentes tanto de placer como de dolor. Conforme a este punto de vista, prefiere retraerse, renunciar a muchas de esas opiniones y sustraerse a ciertas exigencias de la cultura; logra así un sentimiento de libertad y de aumento de fuerzas. Poco a poco, a medida que el hábito le hace soportable su forma de vida, tiene de hecho sentimientos desagradables más débiles y raros que los hombres civilizados, y se acerca al animal doméstico; además, siente todas las cosas con lo excitante del contraste, y luego… puede despotricar a placer, merced a lo cual se sitúa por encima del mundo de las sensaciones animales. El epicúreo tiene el mismo punto de vista que el cínico; de ordinario no se distinguen más que por una diferencia de temperamento: mientras el epicúreo se sirve de su gran cultura para independizarse de las opiniones predominantes y situarse por encima de ellas, el cínico se acantona en la negación. Se pasea por alamedas en dulce penumbra, bien protegidas y al abrigo del aire, mientras que sobre su cabeza ruge el viento en las copas de los árboles, revelándole la violenta agitación del mundo exterior. El cínico, en cambio, sale, por así decirlo, desnudo a la intemperie, expuesto a los ventarrones que vienen de aquí y de allá, hasta que se endurece y pierde la sensibilidad.