Humor y amor (5 page)

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Authors: Aquiles Nazoa

Tags: #teatro, #humor, #poesía

BOOK: Humor y amor
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Ah, porque la viejecita, en previsión

de que ocurrir pudiera cosa tal

aclaró al imponer su condición

que del gato en cuestión la defunción

debe ser natural,

y si no muere así, tampoco hay real.

Lo que le queda, pues, al mayordomo

ante este caso, es conservar su aplomo,

con paciencia llevar su dura cruz

y esperar que se muera el micifuz.

Y como el gato tiene siete vidas,

¡esas puyas, lector, están perdidas!

EL OCASO DE HIROHITO

A punto de morir como un batracio

al desprenderse un techo en su palacio,

(de lo cual se salvó por un pelito),

estuvo en estos días Hirohito.

Y aunque el caso es bastante extraordinario,

nadie le ha dedicado un comentario...

Un tiempo la figura de Hirohito

fue una especie de mito:

envuelto en sus kimonos con dragones

(porque entonces no usaba pantalones)

era, para los hijos de su imperio,

como suele decirse, algo muy serio.

Teníanlo por dios más que por gente

y llegó a ser creencia muy corriente

que quien sin ser su cónyuge Nagato,

lo mirara de frente,

quedaba de inmediato

si no ciego, cegato.

Y como la mundial cursilería

otro asunto a la mano no tenía,

con los temas de Oriente

la cogió fuertemente:

se pusieron de moda los kimonos

y las sombrillas de subidos tonos

y los versos en forma de hai-kai

y el dúo de "Madame Butterfly"

Publicar el retrato de Hirohito

era en la prensa entonces casi un rito;

y en cuanto a su señora, la Nagato,

le sacaban en danza a cada rato.

Pero vinieron otros intereses

que no eran japoneses,

y el Japón fue quedando relegado

por las cajas de jabón "Mikado"

Luego la guerra se le vino encima;

cayó la cosa aquella en Hiroshima,

y el pueblo japonés descubrió un día

que aquel a quien por ídolo tenía

no era sino un pistola

¡un simple bebedor de coca-cola!...

Y ahora, ya lo veis: al pobrecito

se le desprende el techo,

se salva de morir por un pelito,

y esto a la gente se le importa un pito.

¡Ni siquiera le dicen que bien hecho!

EL OCASO DE LAS PUYAS

Cuando yo estaba muchacho,

allá por el año treinta,

y andaba con mi cachucha

metida hasta las orejas

y mis pantalones cortos

y mis alpargatas negras;

cuando yo era un muchachito

de diez abriles apenas,

recuerdo que algunas tardes

al irme para la escuela

mamá me daba un centavo

para que cuando saliera

me lo gastara en alguna

de las muchas suculencias

que un muchacho goloso

y en una esquina cualquiera,

comprarse podía entonces

con tan humilde moneda.

Era entonces raro el dulce

por muy sabroso que fuera,

que en aquel tiempo en Caracas

más de un centavo valiera:

sólo un centavo pedían

por una torta burrera

y las conservas de coco

también a centavo eran,

lo mismo que las "pelotas",

los coquitos, las torrejas,

las tajadas de tequiche,

los caratos en botella,

los gofios y los golfiados,

los bizcochos de manteca

y aquellos crujientes dulces

que se llamaban las huecas

y a los que debió mi infancia

tantos dolores de muelas!

Tener un centavo entonces

y en la Caracas aquella,

era ser un potentado,

un Montecristo en potencia,

y al tesoro de Aladino

tener las puertas abiertas;

era tener en la mano

como la llave secreta

de un mundo maravilloso

de azafates y vidrieras

que en aventura de encanto

trocaba el viaje a la escuela.

De aquellos lejanos días

hace el tiempo como arena

y de los dulces de entonces

ya no hay ni tortas burreras;

se esfumaron lo tequiches,

coquitos, casi no quedan,

para siempre del carato

se vaciaron las botellas,

y las huecas ahuecaron

y los besitos no besan.

Y en cuanto a los centavitos,

nuestras puyas de la escuela,

nuestros cándidos centavos,

nuestras chivitas modernas,

las que quedan son muy pocas

y las muy pocas que quedan,

en vista de que ya nada

puede comprarse con ellas,

ya nadie les hace caso,

todo el mundo las desprecia;

quien encima carga algunas

las carga como una pena.

llegando hasta sonrojarse

si en el bolsillo le suenan,

y si alguna se le cae,

ni se agacha a recogerla.

Si en el autobús se paga

con cinco puyitas sueltas,

el chofer que las recibe

las toma como una afrenta

y aparte en la perolita

las coloca en cuarentena

para dárselas de cambio

a algún otro que atrás venga.

Ya ni para dar limosnas

sirven las tales monedas,

pues si usted a una viejita

con un centavo le llega,

con todo y ser tan viejita

la viejita se calienta.

Lo mismo son los muchachos:

Hoy a un muchacho su abuela

o sus padres o sus tíos

o su padrino o quien sea

le sale con una puya

cuando va para la escuela,

y podéis estar seguros

que lo que viene es enea,

pues el mentado muchacho,

por buen carácter que tenga,

¡se sentirá ante la puya

como puyado por ella!

EL PERRO DE AL LADO

Pared por medio al salón

donde a trabajar me encierro,

tiene mi vecina un perro

que va a ser mi perdición.

Practica el perro en cuestión

la costumbre singular

de que le basta escuchar

que yo a trabajar me siento

para armar un aspaviento

que no se puede aguantar.

Mientras yo no lo importuno

permanece él tan callado

que parece que ahí al lado

no hubiera perro ninguno.

Mas después del desayuno,

cuando me siento a escribir,

rompe entonces a latir

en tal forma —el muy marrajo!

que del cuarto en que trabajo

me obliga el perro a salir.

Gracias al perro en cuestión,

cuanto trabajo acometo

¡tengo que hacerlo en secreto

como si fuera un ladrón!

Pues apenas el bribón

oye que muevo el papel,

se pone como un chirel

a dar aullidos y gritos,

y eso que yo en mis escritos

nunca me meto con él.

Y es lo curioso, lector,

que mientras a mi me ladra

y el cacumen me taladra

con sus muestras de furor,

la otra noche un malhechor

entró adonde el perro habita,

de su rápida visita

se llevó hasta una ponchera,

y el perro — ¡quien lo creyera! —

no echó ni una ladradita.

EL SARAMPIÓN DE LA PRINCESA

A Elizabeth, princesa de Inglaterra,

como a cualquier negrita de esta tierra,

le ha dado el sarampión,

enfermedad tenida por plebeya

y que, por eso mismo, al darle a ella,

rompió la tradición.

Por muy cierto hasta ahora se tenía

—bastante nos lo han dicho en poesía—

que las princesas son,

dada su sangre azul, del todo inmunes

a esos males caseros y comunes

que atacan al montón.

Cuentos nos han contado, por quintales,

de princesas enfermas, cuyos males

son siempre de postín:

algún hechizamiento, algún letargo

o esas ganas de echarse largo a largo,

que llaman el "esplín".

Y si hubo un caso grave fue el de aquella

princesita tan floja como bella

que veinte años durmió,

hasta que vino un príncipe en su jaca,

la despertó moviéndole la hamaca

y le dijo: —Les go...

¡Ah crudeza del mundo! Así es la cosa:

Elizabeth está sarampionosa

como cualquier mortal.

Y su rostro, a la luna parecido,

por causa de las ronchas ha sufrido

un eclipse total.

Así pues, los discípulos de Apolo

que han visto a las princesas sufrir sólo

males del corazón,

se llevarían una gran sorpresa

si llegaran a ver a esta princesa

¡con esa picazón!

EL TURISMO EN DINAMARCA

Desde que mister Jorgensen, un yanki

fotógrafo de oficio y ex sargento

logró en un hospital de Dinamarca

"pasarse" al otro sexo;

o, para ser más claros,

desde que tras un corto tratamiento

volvió de un hospital de Copenhague

llamándose Cristina nuestro tercio,

ha crecido en tal forma

el interés mundial por aquel reino,

que contra la avalancha de turistas

piensa tomar medidas el gobierno.

Que haya tanto turismo en Dinamarca

es harto ventajoso desde luego,

y mucho más sí, como en este caso,

son norteamericanos los viajeros.

Y no precisamente por los dólares

que vayan a dejar como recuerdo,

pues los yankis no compran sino loros

y por allá no hay loros, sino perros.
[*]

Es que yendo en persona

podrán ver los castillos, los museos,

admirar las estatuas de Thorwaldsen,

escuchar del gran Kapel los conciertos,

fotografiar la histórica terraza

donde Hamlet juró vengar al viejo

y comprobar, en fin, que Dinamarca

no es tan sólo un país mantequillero.

Así debiera ser, y así sería

si el turismo en cuestión fuera sincero,

pero ¡ay!, se ha descubierto que los yanquis

no van a Dinamarca a nada de eso.

Hay unos cuantos, claro,

que van para ilustrarse (los más viejos),

pero en su mayoría son mocitos

que sólo van a hacerse el tratamiento:

Llegan en un avión por la mañana,

cogen el autobús del aeropuerto

y a la vuelta ya están "del otro lado":

ya están cristinizados por completo.

Como serán los casos de abundantes

que el gobierno ha anunciado estar dispuesto

a tomar severísimas medidas

para que los turistas no hagan eso.

Si yo fuera el Ministro de Justicia

danés, yo ordenaría que en los puertos

pintase el Real Pintor un cartelito

en inglés, que dijera más o menos:

"Alerta a los turistas,

Atención, pasajeros:

Bajo pena de multa,

de expulsión o de arresto,

aquí el que llega macho sale macho.

¡Se prohibe pasarse al otro gremio!

[*]
Perros daneses

EN CARACAS CADA DÍA
SE SUICIDA UN POLICÍA

¿Qué ocurre en este Distrito,

qué diablos es lo que pasa

que a cada rato en su casa

se pega un tiro un rolito?

¿Qué ocurrirá en la ciudad

que a cada instante un rolito

pega el salto de tordito

por su propia voluntad?

Tal vez parezca simpleza

que yo sobre el caso escriba,

pero es que a mí, con franqueza,

me alarma esa lavativa.

Pues ellos, sin eufemismos,

raspan hasta al Justo Juez,

pero, ¿rasparse a sí mismos?

¡Esta es la primera vez!

Y es lo más raro, lector,

de tan extraña manía,

que todos, ¡quien lo diría!

se suicidan por amor.

Rolito que oye el rún rún

de que no lo quieren bien,

rolito que viene y ¡pún!,

se mete un tiro en la sien.

Y siguiendo esa tendencia

tan nefasta, pobrecitos,

ya van como seis rolitos

que se quitan la existencia.

Cuando a uno lo están robando

siempre hay alguien que previene:

—El policía no viene

porque se está suicidando.

Así, pues, lector, sugiero

que proclamemos a gritos:

—¡Ah caramba, compañero,

se rajaron los rolitos!

EXALTACIÓN DEL PERRO CALLEJERO

Ruin perro callejero,

perro municipal, perro sin amo,

que al sol o al aguacero

transitas como un gamo

trocado por la sarna en cachicamo.

Admiro tu entereza

de perro que no cambia su destino

de orgullosa pobreza

por el perro fino,

casero, impersonal y femenino.

Cuya vida sin gloria

ni desgracia, transcurre entre la holgura,

ignorando la euforia

que encierra la aventura

de hallar de pronto un hueso en la basura.

Que si bien se mantiene

igual que un viejo lord de noble cuna,

siempre gordo, no tiene

como tú la fortuna

de dialogar de noche con la luna.

Mientras a él las mujeres

le ponen cintas, límpianle los mocos,

tú, vagabundo, eres

—privilegio de pocos—

amigo de los niños y los locos.

Y en tanto que él divierte

—estúpido bufón— a las visitas,

a ti da gusto verte

con qué gracia ejercitas

tus dotes de Don Juan con las perritas...

Can corriente y moliente,

nombre nadie te dio, ni eres de casta;

mas tu seguramente

dirás iconoclasta:

—Soy simplemente perro, y eso basta.

La ciudadana escena

cruzas tras tu dietético recurso,

libre de la cadena

del perro de concurso

que ladra como haciendo algún discurso.

Y aunque venga un tranvía,

qué diablos, tú atraviesas la calzada

con la filosofía

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