Ilión (55 page)

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Authors: Dan Simmons

BOOK: Ilión
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—¿Aquí no hay ni voynix ni servidores?

—Ahora no —respondió Savi—. Pero cuando mis amigos Pinchas y Petra estuvieron aquí en los minutos finales, antes del último fax, hace mil cuatrocientos años, había docenas de millares de voynix que se pusieron súbitamente activos cerca de la Muralla Occidental. No tengo ni idea de por qué.

Dejó de andar y los miró.

—Sabréis, claro, que los voynix surgieron de la nube temporalclástica, dos siglos antes del último fax, pero estaban inmóviles, como estatuas oxidadas de hierro, no eran los obedientes sirvientes que son ahora. Es importante recordarlo.

—Muy bien —dijo Harman, pero su voz tenía cierto tonillo condescendiente. Ella estaba farfullando—. Pero dijiste que estabas en un iceberg cerca de la Antártida cuando tuvo lugar el último fax —continuó Harman—. ¿Cómo sabes dónde estaban tus amigos y qué estaban haciendo los voynix?

—Por los archivos de lejonet, cercanet y todonet —dijo la anciana. Se volvió y siguió guiándolos calle abajo.

Harman miró de nuevo a Daeman, como para compartir su preocupación por toda esta charla absurda, pero Daeman sintió un arrebato de algo (¿orgullo?, ¿superioridad?) al darse cuenta de que sabía exactamente a qué se refería ella cuando hablaba de lejonet y de cercanet. Se miró la palma y pulsó la función localizadora, pero el brillo no mostró nada. ¿Qué pasaría, se preguntó, si visualizaba los cuatro rectángulos azules sobre tres círculos rojos sobre cuatro triángulos verdes para llamar la función de datos totales como ella le había enseñado a hacer el día anterior en el claro del bosque?

Savi se detuvo y hablo como si le hubiera leído la mente.

—No quieras activar la función todonet aquí, Daeman. No te sumergirías en las interacciones microclimáticas-energéticas como ayer en el bosque... No aquí, en Jerusalén. Te enfrentarías a cinco mil años de dolor, terror y virulento antisemitismo.

—¿Antisemitismo? —repitió Harman.

—Odio a los judíos —dijo Savi.

Harman y Daeman se miraron mutuamente con expresión de extrañeza. La idea no tenía sentido.

Daeman empezaba a lamentar haber cambiado de opinión y haber venido. Tenía hambre. El sol se ponía tras ellos. No sabía dónde iba a dormir esa noche, pero sospechaba que sería incómodo.

—Venid —dijo Savi, y los condujo por otra manzana, atravesando portales de piedra, por un estrecho callejón, hasta llegar a un espacio dominado por una muralla alta y vacía.

—¿Es esto lo que hemos venido a ver? —dijo Daeman, decepcionado. Era un callejón sin salida: un patio rodeado por muros más bajos, edificios de piedra y esa gran muralla con una especie de estructura metálica redondeada visible en lo alto. No había modo de subir desde donde se encontraban.

—Paciencia —dijo Savi. Escrutó el sol poniente con los ojos entornados—. Y hoy es
Tisha b'Av
, como lo era el día del último fax.

Con aspecto de estar cansado de repetir sílabas sin sentido, Harman dijo:


¿Tisha b'Av?

—Nueve de Av —dijo Savi—. Un día de lamentación. El Primer y el Segundo Templos fueron destruidos en
Tisha b'Av
y creo que los voynix construyeron este blasfemo Tercer Templo el nueve de Av, el día del último fax. Señaló el metal negro cerca de la semicúpula, tras la muralla.

De repente hubo un rumor tan profundo que los huesos y los dientes de Daeman se estremecieron. Tanto él como Harman retrocedieron asustados. El aire estaba lleno de ozono y la estática era tan densa que el pelo de Daeman se erizó y onduló como hierba alta sacudida por el viento y, con una explosión más rápida y más fuerte que un relámpago, un sólido haz de pura luz azul, cegadoramente brillante, se disparó de la semicúpula de metal, taladró el cielo nocturno y desapareció en línea recta hacia el espacio, sin alcanzar por muy poco el anillo-e orbital en su eterna rotación al este.

29
Candor Chasma

Durante ocho días y ocho noches marcianos, la tormenta de polvo alzó olas de diez metros de altura, aulló entre los cordajes y empujó al pequeño falucho hacia la orilla y la muerte de toda la tripulación, incluidos los dos moravecs.

Los hombrecillos verdes eran marineros competentes, pero dejaban de funcionar de noche y ahora pasaban inertes la mayor parte del día, cuando las nubes de polvo bloqueaban el sol. Para Mahnmut, cuando los HV buscaban sus rincones oscuros bajo cubierta y se acurrucaban en sus huecos para no salir rodando, era como navegar en un barco de muertos, como en el
Drácula
de Bram Stoker, cuando el navío llega a tierra tripulado sólo por cadáveres.

Las velas del falucho estaban hechas de un duro polímero liviano en vez de lona, pero la ferocidad del viento del sureste y las partículas y guijarros que arrastraba las hicieron jirones. La cubierta ya no era un lugar seguro, y durante un breve intervalo de luz solar, veinte HV ayudaron a Mahnmut a abrir un agujero en la cubierta y bajar a Orphu a una cubierta inferior, donde Mahnmut construyó un refugio de madera y lona para el ioniano y lo protegió del fuerte viento. El propio Mahnmut sentía la tierra metiéndose entre sus juntas y engranajes cuando pasaba demasiado tiempo ayudando a los HV en las cubiertas superiores, así que bajaba a la cubierta inferior para estar con Orphu cada vez que podía, asegurándose de que su amigo estuviera amarrado y clavado a su sitio mientras el falucho oscilaba cuarenta grados a cada lado y el agua (ahora mezclada con arena roja como la sangre) se abría paso por cada rendija. Una docena de los cuarenta hombrecillos verdes que había a bordo manejaban bombas cada hora que estaban conscientes, para achicar el agua de la sentina y las cubiertas inferiores, y Mahnmut trabajaba solo en una de las bombas durante las largas noches.

Habían aprovechado el viento antes de que las velas, los aparejos y el ancla resultaran dañados, trabajando duro, tensando duro, navegando a favor del viento, las olas estrellándose contra la proa, para internarse en el centro del mar interior, obviamente preocupados por los acantilados de un kilómetro de altura que dejaban atrás al norte, y cubriendo cientos de kilómetros en los primeros dos días de tormenta. Ahora estaban en algún sitio entre Coprates Chasma y las islas de Melas Chasma, con el enorme complejo de cañones inundados de Candor Chasma esperándolos por delante, a estribor.

Entonces las tormentas empeoraron, los cielos se volvieron más oscuros, los HV se acurrucaron y ataron en lugares seguros bajo cubierta mientras se desconectaban con la penumbra de la tormenta, y las anclas de proa y popa (dos elaboradas curvas de polilienzo que se arrastraban por cable cientos de metros bajo el navío) cedieron el mismo día. Mahnmut sabía por avistamientos anteriores que había acantilados de un kilómetro de altura al norte y, en alguna parte, la amplia abertura a los cañones inundados de Candor Chasma, pero la carga electrostática de la tormenta de polvo estaba ensordeciendo su receptor GPS, y habían pasado dos días desde la última vez que viera una estrella decente o la luz solar. Los acantilados y su perdición podían estar a media hora de distancia, por lo que sabía.

—¿Existe la posibilidad de que nos hundamos? —preguntó Orphu la tarde del cuarto día.

—Las probabilidades son buenas —dijo Mahnmut. No quería mentirle a su amigo, así que intentó formular la frase lo más ambiguamente posible.

—¿Puedes nadar con esta tormenta? —preguntó Orphu. Había comprendido que las
buenas
probabilidades de aquella frase eran una mala noticia para ambos.

—En realidad no —dijo—. Pero puedo nadar bajo las olas.

—Yo me hundiré como la típica roca —dijo Orphu con un suave estremecimiento—. ¿Qué profundidad dijiste que tiene aquí el Valle Marineris?

—No lo he dicho.

—Bueno, dilo ahora.

—Unos siete kilómetros de profundidad —dijo Mahnmut, que lo había sondeado hacía apenas una hora.

—¿Te aplastarías a esa profundidad?

—No. He trabajado a presiones mucho más grandes. Estoy diseñado para ello.

—¿Me aplastaría yo?

—Yo... no lo sé —dijo Mahnmut. Era verdad, pero sabía que la línea de moravecs a la que pertenecía Orphu había sido diseñada para la presión cero del espacio y para las ocasionales incursiones en las capas superiores de un gigante gaseoso o los pozos de azufre de Io, no para soportar las presiones de un mar salino de siete mil metros de profundidad. Lo más probable era que su amigo quedara aplastado, reducido al tamaño de una lata, o simplemente implotara mucho antes de llegar a tres kilómetros de profundidad.

—¿Hay alguna posibilidad de desembarcar? —preguntó Orphu.

—No lo creo —dijo Mahnmut—. Los acantilados que vi eran enormes, cortados a pico, con rocas gigantescas en la base. Las olas deben de estar rompiendo a cincuenta o cien metros de altura ahora mismo.

—Un panorama interesante —dijo Orphu—. ¿Hay alguna posibilidad de que los HV nos lleven a una bahía segura?

Mahnmut contempló el sombrío espacio de las cubiertas inferiores. Los HV estaban recogidos y atados a las cubiertas como muñecos de clorofila, los brazos y piernas verdes agitándose con las salvajes sacudidas del navío.

—No lo sé —dijo, sin ocultar su escepticismo.

—Entonces tendrás que sacarnos de ésta —dijo Orphu.

Mahnmut hizo cuanto pudo por salvarlos. Al quinto día, con el cielo convertido en una oscuridad sanguinolenta y el viento aullando entre las ajadas velas, los HV apilados como leña bajo cubierta y la doble rueda trasera atada para sujetar el timón, Mahnmut arrió lo que quedaba de las velas y sacó la cuerda y las enormes agujas que había visto usar a los HV para arreglar el polilienzo, sólo que él cosió mientras el navío daba tumbos, olas de quince metros lo golpeaban de lado y lo hacían virar mientras lamían la cubierta.

Improvisó primero un ancla más pequeña, que echó desde el cable de proa para que el barco quedara de cara al viento e intentar dejar la invisible pero siempre presente orilla, a sotavento, tras ellos. Había empezado a trabajar en la reparación de la principal vela irregular cuando los cables de la caña del timón chasquearon. El falucho se estremeció, encajó varias enormes olas de agua roja, el timón se rompió y el barco viró y corrió de nuevo impulsado por el viento, mientras las altas olas sacudían la cubierta de popa. Sólo la burda ancla había impedido que volcara cuando la caña se perdió. Mahnmut se dirigió a proa, y allí (mientras las nubes rojas se abrían un momento y el falucho se alzaba hasta la cuesta de la siguiente ola) distinguió los altos acantilados de la orilla norte del Valle Marineris a través de la espuma y la penumbra. La nave se estrellaría contra las rocas al cabo de menos de una hora si no reparaba el timón, y pronto.

Mahnmut preparó una cuerda y bajó a popa para asegurarse de que la caña estuviera todavía físicamente sujeta (lo estaba, pero giraba libre en su enorme balancín) y luego descendió por la cuerda mojada entre las olas, cruzó la cubierta media, se deslizó escaleras abajo hasta la segunda cubierta, localizó el centro de mando de emergencia (una simple plataforma con poleas desde donde los HV podían guiar el barco tirando de las cuerdas del timón si el mecanismo de arriba se estropeaba), descubrió que los dos grandes cables estaban flojos, bajó otra escalera hasta la oscuridad de la tercera cubierta, encendió las luces de su pecho y sus hombros para iluminar el camino, cambió sus manipuladores por filos cortantes y se abrió paso por la cubierta hasta donde imaginaba que se habían roto las cuerdas del timón. El moravec no tenía ni idea si era así como se aparejaban los faluchos de la antigua Tierra (suponía que no), pero aquel gran falucho marciano era dirigido por una doble rueda situada en la cubierta superior de popa que enrollaba dos gruesas maromas que se dividían y luego volvían a unirse para pasar a través de la larga vara de madera hasta la caña del timón. Durante las semanas de viaje, había recorrido la nave estudiando el trazado y el tendido de los diversos sistemas de cables. Si uno o ambos de los grandes cables se habían partido, deshechos por las tensiones de la tormenta, tal vez pudiera unirlos, pero primero tenía que alcanzarlos. Si se habían roto cerca del timón, donde no podía alcanzarlos, todos a bordo estaban condenados. ¿Saltaría en el último momento, intentaría nadar bajo las olas hasta los altos acantilados, buscando una cala tranquila en alguna parte a lo largo de los miles de kilómetros de costa de Candor Chasma para protegerse del mar? Una cosa era segura: no podría llevar consigo a Orphu de Io. Tras entrar en el hueco de la cuerda del timón, aumentó la intensidad de sus luces y miró adelante y atrás. No localizó los cables.

—¿Todo va bien? —preguntó Orphu.

Mahnmut dio un salto al oír la voz, radiada en sus oídos.

—Si —dijo—. Estoy haciendo unas cuantas reparaciones en el timón.

¡Allí estaban! Los cables gemelos se habían roto, los segmentos de popa estaban separados unos seis metros en la estrecha caja guía, los segmentos delanteros eran apenas visibles diez metros más allá. Corrió de un lado a otro, recorriendo la plancha de madera y tirando de cada pedazo de grueso cable, sacándolos de su caja y arrastrándolos hacia el centro usando cada gramo de energía de su sistema.

—¿Estás seguro de que todo va bien? —preguntó Orphu.

Retractó sus filos cortantes y extendió todos sus manipuladores, fijando el control
«extra fino»
. Empezó a unir las hebras de grueso cáñamo tan rápidamente que sus dedos metálicos se convirtieron en un borrón bajo los haces de sus luces halógenas en medio de la oscuridad de la tercera cubierta. El agua salpicaba por todas partes mientras el barco se estremecía con cada terrible ola y luego resbalaba al remontarla, sumergiéndose en su seno. Mahnmut se preparó para la siguiente ola, que chocaría de nuevo contra la proa con el sonido y el impacto de un disparo de cañón. Y supo que cada ola significaba que el barco estaba mucho más cerca de las rocas y acantilados que lo esperaban.

—Todo va bien —dijo Mahnmut, los dedos volando, tejiendo hilos, usando los lásers de bajo voltaje de su muñeca para soldar las fibras metálicas que corrían por la maroma—. Ahora estoy ocupado.

—Te doy un toque dentro de unos minutos -—sugirió Orphu.

—Sí —dijo Mahnmut, pensando:
Si no puedo recuperar el control, chocaremos contra las rocas dentro de treinta minutos o así. Se lo diré quince minutos antes de que ocurra
—. Sí, hazlo. Dame un toque dentro de unos minutos.

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