Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (27 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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Cortés miró un rostro destrozado y luego el siguiente y se dio cuenta de que no tenía forma de disuadirlos de sus intenciones. No habían esperado tantos años para que los desviaran los argumentos. Habían esperado para vengarse. No tenía más alternativa que detenerlos con un pneuma, por muy lamentable que fuese añadir más sufrimientos a los que ya padecían. Se pasó la vela de la mano derecha a la izquierda pero al hacerlo, alguien lo rodeó desde atrás y le sujetó los brazos al torso. La vela se le cayó de los dedos y rodó por el suelo hacia sus acusadores. Antes de que pudiera ahogarse en su propia cera, Abelove la cogió con la mano que todavía tenía dedos.

—Buen trabajo, Flores —dijo Abelove.

El hombre que sujetaba a Cortés agradeció el cumplido con un gruñido y sacudió a su presa para demostrar que lo tenía bien agarrado. Tenía los brazos desollados pero inmovilizaban a Cortés como si fueran bandas de acero.

Abelove esbozó algo parecido a una sonrisa, aunque en un rostro con colgajos en lugar de mejillas y ampollas en lugar de labios, era algo destinado a fracasar.

—No luchas —dijo acercándose a Cortés con la vela bien levantada—. ¿Y eso por qué? ¿Ya estás resignado a reunirte con nosotros o crees que nos conmoverá tu martirio y te dejaremos marchar? —Ya estaba muy cerca de Cortés—. Qué bonito —dijo. Ladeó un poco la cabeza y suspiró—. ¡Cómo amaban tu rostro! — continuó—. Y este pecho. ¡Cómo luchaban las mujeres para posar sus cabezas sobre él! —Metió el muñón por la camisa de Cortés y la rasgó—. ¡Tan pálido! ¡Y sin vello! Esto no es carne italiana, ¿verdad?

—¿Importa? —dijo Esther—. Siempre que sangre, ¿qué te importa?

—Jamás se dignó a contarnos nada sobre sí mismo. Tuvimos que fiarnos de su palabra porque sus dedos y su ingenio disponían de poder. Es como un pequeño Dios, decía Tyrwhitt. Pero hasta los pequeños Dioses tienen un padre y una madre. —Abelove se inclinó un poco más y permitió que la llama de la vela se acercara lo suficiente como para poder chamuscar las pestañas de Cortés—. ¿Quién eres en realidad? —dijo Abelove—. No eres italiano. ¿Eres holandés? Podrías ser holandés. O suizo. Frío y preciso. ¿Eh? ¿Es lo que eres? —Hizo una pausa y luego—: ¿O eres el retoño del Diablo?

—Abelove —protestó Esther.

—¡Quiero saberlo! —gañó Abelove—. Quiero oírle admitir que es el hijo de Lucifer. —Miró a Cortés más de cerca—. Vamos —dijo—. Confiésalo.

—No lo soy —dijo Cortés.

—No hubo ningún maestro en toda la cristiandad que pudiera igualarte en lances. Esa clase de poder tiene que venir de alguien. ¿De quién, Sartori?

Cortés se lo habría dicho encantado si hubiera tenido una respuesta. Pero no la tenía.

—Sea yo quien sea —dijo—, y sea cual sea el daño que haya hecho…

—¡«Sea cual sea» dice! —escupió Esther—. ¡Escuchadlo! ¡Sea cual sea! ¡Sea cual sea!

La joven apartó a Abelove de un empujón y arrojó un lazo de sus tripas sobre la cabeza de Cortés. Abelove protestó pero ya se había andado con suficientes rodeos. Todos lo hicieron callar a gritos y los de Esther eran los más fuertes. Tras apretar el lazo alrededor del cuello de Cortés, tiró de él preparándose para derribarlo. Cortés sintió más que vio a los devoradores que aguardaban su caída. Algo le estaba mordisqueando la pierna y otra cosa le punzaba los testículos. Le dolía muchísimo y empezó a revolverse y dar patadas. Pero los que lo sujetaban eran demasiados (tripas, brazos y dientes) y tras mucho agitarse no consiguió ni un milímetro de libertad. Más allá del borrón rojo de la furia de Esther, percibió a Abelove, que se persignaba con la mano de un sólo dedo y luego se llevaba la vela hasta la boca.

—¡No! —chilló Cortés. Hasta poder ver sólo un poco era mejor que nada. Al oírlo gritar, Abelove levantó los ojos y se encogió de hombros. Luego sopló la llama. Cortés sintió la carne húmeda que lo rodeaba elevarse como una marea para derribarlo con las garras. El primero dejó de golpearle los testículos y los agarró con fuerza. Cortés chilló de dolor y su clamor se elevó una octava cuando alguien empezó a masticarle los tendones de las corvas.

—¡Abajo! —oyó que chillaba Esther—. ¡Abajo!

El lazo de la mujer le había cortado ya casi hasta el último aliento. Asfixiado, aplastado y devorado, se derrumbó con la cabeza tirada hacia atrás. Le arrancarían los ojos, lo sabía, en cuanto pudieran, y eso sería su final. Incluso si por algún milagro se salvaba, no valdría de nada si le habían arrancado los ojos. Sin su hombría podría seguir viviendo, pero no ciego. Sus rodillas chocaron contra las tablas y unos dedos lo arañaron buscando acceso a su rostro. Sabiendo que sólo le quedaban unos segundos de vista, abrió los ojos todo lo que pudo y se quedó mirando la oscuridad que se cernía sobre él con la esperanza de encontrar alguna última cosa hermosa en la que invertir su sentido: un rayo de luz de luna polvorienta, la tela de una araña, temblando por el estrépito que él armaba. Pero la oscuridad era demasiado profunda. Le quitarían los ojos antes de que pudiera volver a usarlos.

Y luego, un movimiento en la oscuridad. Algo se desenvolvía, como humo de una caracola, y tomaba una forma imaginativa sobre su cabeza. Una invención de su dolor, sin duda, pero endulzó su terror ver un rostro, parecido al de un niño beatífico, derramar su mirada sobre él.

—Ábrete a mí —le oyó decir—. Renuncia a la lucha y permíteme estar en tu interior.

Más tópicos, pensó. Un sueño de intercesión que enfrentar a la pesadilla que estaba a punto de castrarlo y cegarlo. Pero si esta era real (y el dolor era testigo de ello), ¿entonces por qué no aquello?

—Déjame entrar en tu cabeza y en tu corazón —dijeron los labios del infante.

—No sé cómo —chilló y su grito fue recogido y parodiado por Abelove y los demás.

—¿Cómo? ¿Cómo? ¿Cómo? —corearon.

El niño tenía la respuesta preparada.

—Renuncia a la lucha —dijo.

Eso no era tan difícil, pensó Cortés. La había perdido de todos modos. ¿Qué le quedaba por perder? Con los ojos clavados en el niño, Cortés dejó que cada músculo de su cuerpo se relajara. Las manos renunciaron a los puños, los talones dejaron de dar patadas. La cabeza se inclinó hacia atrás y abrió la boca.

—Abre tu corazón y tu cabeza —oyó decir al infante.

—Sí —respondió.

Y en el mismo instante en que pronunciaba su invitación, la sombra de una duda le revoloteó en la oreja. ¿Al principio esto no había tenido cierto tufillo a melodrama? ¿Y no lo tenía todavía? Un alma arrancada del Purgatorio por querubines; un alma que se abría, en el último momento, a la salvación, así de sencillo. Pero su corazón estaba abierto de par en par y el pequeño salvador se lanzó en picado sobre él antes de que la duda pudiera sellarlo de nuevo. Saboreó otra mente en la garganta y el frío de la criatura en sus venas. El invasor había cumplido su palabra. Sintió que sus atormentadores se fundían a su alrededor y sus asideros y aullidos se desvanecían como la bruma.

Cayó al suelo. Estaba seco bajo su mejilla aunque segundos antes las faldas de Esther lo estaban humedeciendo. Y tampoco quedaba ningún rastro del hedor de las criaturas en el aire. Se dio la vuelta y estiró la mano con cuidado para tocarse las corvas. Estaban intactas. Y los testículos, que había supuesto que habrían quedado reducidos a papilla, ni siquiera le dolían. Se echó a reír de alivio al encontrarse entero y, mientras reía, se revolvió en busca de la vela que se le había caído. ¡Un delirio! ¡Todo había sido un delirio! Algún último rito de paso realizado por su mente para que pudiera desbancar la sensación de culpa y enfrentarse a su futuro como Reconciliador sin más cargas. Bueno, los fantasmas habían cumplido con su obligación. Ahora era libre.

Sus dedos encontraron la vela. La recogió, buscó las cerillas, encendió una y aplicó la llama a la mecha. El escenario que él había llenado con necrófagos y querubines estaba vacío desde las tablas a la tribuna. Se puso en pie. Aunque las heridas que había sentido sólo eran producto de su imaginación, la lucha que había entablado contra ellas había sido bastante real y el cuerpo (que estaba lejos de estar curado tras las brutalidades de Yzordderrex) le dolía tras tanta resistencia.

Mientras cojeaba hacia la puerta, oyó que el querubín volvía a hablar.

—Por fin solos —dijo.

Cortés se dio la vuelta. La voz había sonado a sus espaldas pero la escalera estaba vacía. Así como el rellano y los pasillos que salían del vestíbulo. Sin embargo volvió a oír la voz de nuevo.

—Asombroso, ¿verdad? —dijo el bromista—. Oír y no poder ver. Es suficiente para volver loco a cualquier hombre.

Una vez más, Cortés volvió a dar la vuelta con la llama de la vela revoloteando por la velocidad.

—Sigo aquí —dijo el querubín—. Vamos a estar juntos durante bastante tiempo, solos tú y yo, así que será mejor que empecemos a caernos bien. ¿Dique te gusta hablar? ¿Política? ¿Comida? A mí me vale cualquier cosa salvo la religión.

Esta vez, al volverse, Cortés pudo vislumbrar a su atormentador. Se había despojado de la ilusión querúbica. Lo que el hombre vio se parecía a un pequeño simio con el rostro o bien anémico o empolvado, los ojos cuentas negras, la boca enorme. En lugar de desperdiciar sus energías persiguiendo algo tan ágil (había colgado del techo sólo minutos antes), Cortés se quedó quieto y esperó. Su torturador era un auténtico charlatán. Volvería a hablar y al final se mostraría por completo. No tuvo que esperar mucho tiempo.

—Esos demonios tuyos debían de ser espeluznantes —dijo la criatura—. Menuda forma de dar patadas y maldecir.

—¿Tú no los viste?

—No. Ni quiero.

—Pero tienes los dedos metidos en mi cabeza, ¿no es cierto?

—Sí. Pero no hurgo. No es asunto mío.

—¿Y cuál es tu asunto?

—¿Cómo puedes vivir en ese cerebro? Es tan pequeño y sudoroso.

—¿Y tu asunto?

—Hacerte compañía.

—Me voy pronto.

—Creo que no. Claro que no es más que mi opinión…

—¿Quién eres?

—Llámame
Descansito
.

—¿Eso es un nombre?

—Mi padre era carcelero. Descansito era su celda favorita. Yo siempre decía, gracias a Dios que no hacía circuncisiones para ganarse la vida, si no sería…

—No lo digas.

—Sólo intentaba mantener una conversación ligera. Pareces muy nervioso. No hay necesidad. No vas a sufrir ningún daño a menos que desafíes a mi maestro.

—Sartori.

—Ese mismo. Sabía que vendrías aquí, sabes. Dijo que te consumirías, que te jactarías y qué razón tenía. Pero, claro, estoy seguro de que él habría hecho lo mismo. No hay nada en tu cabeza que no esté en la de él. Salvo yo, por supuesto. Debo darte las gracias por acudir tan pronto. Dijo que tendría que ser paciente pero aquí estás, después de menos de dos días. Debías de desear mucho esos recuerdos.

La criatura siguió en ese tono, farfullando en la parte posterior de la cabeza de Cortés pero él apenas era consciente de la cháchara. Se estaba concentrando en lo que tenía que hacer ahora. Esta criatura, fuera lo que fuera, lo había engañado para entrar en él («abre tu cabeza y tu corazón», había dicho y era lo que él había hecho el muy tonto: se había abierto y dejado poseer) y ahora tenía que encontrar algún modo de deshacerse de él.

—Hay más de donde salieron esos, sabes —decía el ente.

Por un momento le había perdido la pista al monólogo de la criatura y no sabía sobre qué cotorreaba en ese momento.

—¿Más qué? —dijo.

—Más recuerdos —respondió Descansito—. Querías el pasado pero sólo has visto una pequeña parte de una pequeña parte. Lo mejor aún está por llegar.

—No lo quiero —dijo Cortés.

—¿Por qué no? Eres tú, maestro, en todas tus muchas pieles. Deberías tener lo que es tuyo. ¿O tienes miedo de ahogarte en lo que has sido?

No respondió. Maldita sea, sabía muy bien todo el daño que podía hacer el pasado si caía sobre él de súbito; había hecho planes para esa eventualidad mientras venía a la casa.

Descansito debió de oír cómo se le aceleraba el pulso porque dijo:

—Ya veo qué es lo que te da miedo. Hay tanto de lo que sentirse culpable, ¿verdad? Siempre, tanto.

Tenía que salir de aquí y alejarse, pensó Cortés. Quedarse aquí, donde el pasado estaba demasiado presente, era buscarse la ruina.

—¿Dónde vas? —dijo Descansito cuando Cortés se encaminó hacia la puerta.

—Me gustaría dormir un poco —dijo. Una petición bastante inocente.

—Puedes dormir aquí —respondió su dueño.

—No hay cama.

—Entonces acuéstate en el suelo. Yo te cantaré una nana.

—Y no hay nada de comer ni beber.

—No te hace falta alimento ahora mismo —fue la respuesta.

—Tengo hambre.

—Entonces ayuna un rato.

¿Por qué tenía tantas ganas de mantenerlo aquí? se preguntó. ¿Sólo quería agotarlo a base de falta de sueño y sed antes siquiera de que saliera al exterior? ¿O es que su esfera de influencia cesaba en el umbral? La esperanza dio un salto en su interior pero intentó que no se le notara. Presintió que la criatura, aunque había hablado de entrar en su cabeza y en su corazón, no tenía acceso a cada uno de los pensamientos que ocupaban su cráneo. Si fuera así, no tendría necesidad de amenazarlo para mantenerlo allí. Se limitaría a ordenarles a sus miembros que se hicieran de plomo y lo dejaría caer al suelo. Sus intenciones seguían siendo suyas, aun cuando esta entidad tenía sus recuerdos a su disposición y de ahí se deducía por tanto que podría llegar a la puerta, si era rápido, y estaría más allá de su alcance antes de que abriera la presa. Para poder tranquilizarlo hasta que estuviera listo para moverse, le dio la espalda a la puerta.

—Entonces supón que me quedo —dijo.

—Al menos nos tenemos el uno al otro para hacernos compañía —dijo Descansito—. Aunque permíteme que deje una cosa clara. No acepto ninguna relación carnal, por muy desesperado que estés. Por favor, no te lo tomes de forma personal. Es sólo que conozco tu reputación y quiero declarar aquí y ahora que el sexo no me interesa.

—¿Nunca tendrás hijos?

—Oh, sí, pero eso es diferente. Los deposito en las cabezas de mis enemigos.

—¿Es eso una advertencia? —preguntó Cortés.

—En absoluto —respondió la criatura—. Estoy seguro de que podrías hospedar a toda una familia. Todo es Uno, después de todo. ¿No es así? —Abandonó su voz por un momento y lo imitó a la perfección—:
No quedaremos subsumidos en el momento de morir, Roxborough. Nos hará crecer, hasta el tamaño de la Creación.
Piensa en mí como una pequeña señal de ese aumento y nos llevaremos bien.

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