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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Intriga, Misterio

Impacto (40 page)

BOOK: Impacto
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—No tenemos ni idea de cuándo puede volver a dispararse el arma, y algo me dice que el siguiente disparo podría ser el final.

—¿Cómo quieres que una máquina extraterrestre sepa inglés?

—Es una máquina muy avanzada, y lleva como mínimo dos meses escuchando los rollos que pegamos por la radio, desde que la despertaron.

—Si es tan avanzada, llámala por VHF.

—Vamos, Jackie, no digas tonterías. Aunque pudiera distinguir nuestras llamadas radiofónicas entre miles de millones de señales, no se lo tomaría como algo oficial. Lo que hace falta es una señal fuerte y potente que le transmita un mensaje claro; algo que se parezca a un comunicado oficial de la Tierra.

El padre de Abbey se volvió para mirarla.

—¿Por qué no puede resolverlo el gobierno?

—¿Dejar esto en manos del gobierno? Para empezar, no quieren ver el problema. O se enzarzan en reuniones interminables, o disparan al tuntún. En ambos casos, podemos darnos por muertos. Encima, creo que la CIA (entre otros) ha intentado matarnos. Hasta a Ford le daban miedo. Estamos solos, y tenemos que actuar ahora mismo.

—Llegar hasta Crow implica cruzar la gran ola de marea de Ripp Island, y luego cinco kilómetros de mar abierto —le planteó su padre.

—Con esta tormenta no podremos llegar.

—Pues tenemos que llegar.

—¿Y después? —insistió Jackie.

—¿Entramos como Pedro por su casa y les decimos: «¿Nos prestáis vuestra estación terrestre para hacer una llamada a unos extraterrestres de Marte?».

—Si hace falta, les obligaremos a ello.

—¿Con qué? ¿Con un garfio de barco?

Abbey la miró de hito en hito.

—Nada, Jackie, que no lo pillas, ¿eh? Están atacando la Tierra. Y quizá nosotros seamos los únicos que lo saben.

—Menos rollo y vamos a votar —dijo esta. Miró a Straw.

—¿Usted qué dice? Yo voto por Vinalhaven.

Abbey miró a su padre, que sostuvo su mirada con los ojos rojos y la barba chorreante.

—Abbey, ¿estás segura?

—No del todo.

—O sea, que es más bien una suposición con fundamento.

—Sí.

—Parece una locura.

—Ya lo sé, pero no lo es. Papá, por favor, fíate de mí, aunque solo sea esta vez.

Straw se quedó un buen rato callado. Después asintió con la cabeza y se volvió hacia Jackie.

—Nos vamos a Crow Island. Jackie, te quiero de observadora. Abbey, tú en las cartas de navegación. Yo llevaré el timón.

90

Sin el menor titubeo, Straw empujó la palanca, giró el timón y puso rumbo a la tormenta.

—Sujetaos —ordenó.

En cuanto abandonaron la protección de Devil's Limb, el barco quedó envuelto en el fragor de las olas, bajo ráfagas de lluvia que rompían en las ventanas y jirones de espuma que volaban por los aires. Era ola sobre ola: mar revuelto a lomos de otras olas de mayor tamaño, que a su vez cabalgaban en profundas oleadas, las cuales desfilaban en aterradora y regular cadencia, con la cresta de espuma peinada hacia atrás por vientos de una fuerza huracanada.

El viento había cambiado; ahora soplaba desde el este, y las olas chocaban en la aleta de popa, impulsando el barco en diagonal. El padre de Abbey aceleraba y reducía la velocidad para contrarrestar el giro de tornillo que imprimía el oleaje. Cada ola grande se henchía bajo el barco y lanzaba su proa en un ángulo cada vez más pronunciado, mientras el padre de Abbey aumentaba la potencia e intentaba evitar que el agua engullese la popa. Cada vez que llegaba una ola, el barco se echaba hacia atrás y elevaba su proa hacia el cielo, cayendo en la concavidad de la siguiente. Allá abajo, en un silencio tan breve como sobrecogedor, esperaba a dejarse levantar por otra ola, que les llevaba otra vez a lo más duro de la tormenta. Gracias a la pericia de navegante del padre de Abbey, el barco parecía ajustarse a un ritmo cuya previsibilidad tenía cierto efecto tranquilizador. Abbey observaba su trayectoria a través de la bahía. Finalmente se adentraron en las aguas resguardadas del canal de Muscle Ridge, donde el oleaje menguó drásticamente.

—Abbey —dijo su padre—, ve a mirar la sentina de proa. Me sale que la bomba está encendida todo el tiempo.

—Voy.

La chica bajó a la cabina por la escalera, abrió la escotilla y enfocó la linterna al otro lado. Vio que el agua corría por el suelo. Al insistir con la luz, advirtió que el nivel estaba bastante por encima del interruptor automático de la bomba de sentina.

Se asomó un poco más e iluminó el agua turbia. Después metió una mano y palpó la curva interna del casco. Sus dedos encontraron una grieta. Notó que entraba agua. No era una grieta ancha, pero sí larga, y lo peor era que el movimiento de sacacorchos del barco empujaba las dos partes a la vez, restregándolas de tal manera que la grieta se abría de forma lenta pero incesante. El nivel del agua en la sentina estaba subiendo, aunque la bomba funcionase sin parar.

Volvió arriba.

—El agua entra demasiado deprisa para que la bomba pueda achicarla —advirtió.

—Tú y Jackie formad una cadena con los cubos.

Abbey sacó un cubo de plástico de debajo del fregadero. Jackie se colocó en la puerta de la cabina, mientras Abbey metía el cubo en la sentina. Después se lo pasaba a Jackie, que echaba el agua por la borda. Era un trabajo agotador, que agarrotaba los músculos. El agua de la sentina llevaba aceite y diésel, elementos que no tardaron en mancharlas e impregnarlas con su mal olor. Sin embargo, parecía que lo peor había pasado. El nivel del agua disminuía de modo lento pero seguro. No tardó en aparecer la larga grieta.

—Tráeme la cinta aislante impermeable para barcos —dijo Abbey.

Jackie le dio el rollo. Abbey arrancó un trozo. Después metió la cabeza y los brazos en la sentina —que no paraba de moverse, y apestaba a combustible y aceite— y limpió la fibra de vidrio con un trapo. A continuación tapó la grieta con cinta aislante, tanto en sentido horizontal como vertical, añadió varias capas y las apretó. Parecía que aguantaba. A toda potencia, la bomba de sentina ya podía expulsar por sí sola toda el agua, sin la ayuda del cubo.

Jackie la llamó.

—Abbey, tu padre quiere que subas a cubierta. Nos estamos acercando a la corriente.

Esta subió a la cabina de control por la escalera. Ya estaban fuera del canal, y las olas volvían a crecer. Vio que delante había una hilera de crestas de espuma, que batía los arrecifes del norte en el punto donde empezaba la corriente de retorno que daba su nombre a Ripp Island. Era una corriente clásica, de flujo contrario al del viento y las olas, que creaba olas de gran tamaño, remolinos y un mar tremendamente picado.

—Sujetaos —dijo su padre, acelerando.

Cuando el barco topó con la corriente, vio reducida su velocidad, y el padre de Abbey siguió incrementando la potencia para contrarrestarla. El mar empujaba la popa, mientras que la corriente hacía girar el
Marea II
por la proa; así el barco adquiría un movimiento brusco e imprevisible que el padre de Abbey intentaba controlar lanzando el timón hacia uno y otro lado, mientras las olas trepaban por la proa y golpeaban la cubierta, y también la popa sufría los embates de la mar, que borboteaba por los imbornales. La tensión estremecía la embarcación. El agua retumbaba en el casco, martilleándolo en ambas direcciones.

El padre de Abbey se mantuvo en silencio en el timón, manejándolo con brazos musculosos y tensando el rostro, que los instrumentos electrónicos bañaban en un desagradable resplandor verdoso. El agua que irrumpía en la cubierta no podía escaparse del todo por los imbornales, y cada nueva ola acumulaba más agua en la cabina de popa.

—Madre mía, creo que nos inundamos —dijo Jackie, yendo hacia popa con un cubo.

—¡Vuelve aquí! —dijo Straw. —¡Se te va a llevar el agua!

El motor rugía, tratando de neutralizar el aumento de peso.

El barco temblaba, batallando con el mar. Abbey oía los crujidos del casco agrietado. Aquello no sonaba bien. Bajó por la escalera a la cabina.

Al abrir la escotilla vio que la grieta se había vuelto a separar, y que dejaba entrar el agua a chorros, peor que antes. Cogió la cinta, cortó un trozo e intentó fijarlo a la hendidura, pero volvía a estar bajo el agua, y el trozo de antes se había soltado. La fuerza con que entraba el agua malograba cualquier tentativa de taparla.

—¡Formad una cadena con los cubos! —ordenó su padre.

—¡Entra demasiado deprisa!

—¡Pues trasladad a popa la bomba delantera! ¡Vamos, Jackie, deprisa!

Jackie se agachó para cruzar la escotilla de proa, y a continuación salió con la bomba, una manguera enrollada y varios cables.

—Corta la manguera y los cables —dijo el padre de Abbey—. Enchúfalo directamente a la batería, vuelve a fijar la abrazadera y echa la manguera por un ojo de buey.

—Vale.

El barco retumbaba contra el oleaje, mientras Abbey y Jackie trabajaban como dos posesas. Tardaron cinco minutos en tenerlo todo listo y en pasar la manguera de salida por un ojo de buey.

Las bombas zumbaban. El nivel del agua en la sentina se mantenía estable. Incluso empezó a bajar.

—¡Funciona! —gritó Jackie, haciendo chocar su mano con la de Abbey.

En ese momento pegó contra el casco una ola gigantesca, con un impacto atronador, y Abbey oyó un crujido. De pronto el agua entraba a presión en la sentina, haciendo subir una catarata de burbujas.

—Dios mío…

Horrorizada, vio que el agua ascendía en remolinos y que tardaba muy poco en derramarse por la escotilla e inundar la cabina.

—¡Atranca la escotilla! —bramó Jackie. Abbey la cerró de un golpe y bajó las palancas, mientras el agua le salpicaba por los bordes. Enseguida quedó herméticamente cerrada, pero solo fue un remedio temporal. Los mamparos, atravesados por cables y mangueras, no eran estancos, y Abbey oía el ruido del agua al entrar a presión en el compartimento del motor.

—¡A cubierta! —oyó que gritaba su padre.

Treparon por la escalera.

—¡Papá! Nos estamos hundiendo…

—Coged los salvavidas. Ahora mismo. En cuanto el agua rebase los mamparos de proa, nos quedaremos a la deriva.

Empujó la palanca hasta el tablero, intentando obtener el máximo impulso posible. El barco pasó rugiendo al lado de Ripp Island. Abbey vio parpadear vagamente las luces de la casa del almirante, a través de enormes cortinas de lluvia. Aunque el motor funcionaba al máximo de sus revoluciones por minuto, el barco perdía velocidad a pasos agigantados, y se empezaba a ladear. El motor rugió. No daba más de sí.

—¡Nos hundimos! —exclamó Jackie.

Una ola chocó lateralmente con el barco, que se quedó inclinado, arrostrando de milagro un agua cuya fuerza exprimía el motor más allá de sus capacidades. Abbey echó un vistazo a las corrientes bravas que tenían delante, y a las olas altas que amartillaban la costa rocosa. No sobrevivirían al hundimiento.

Su padre giró el timón y dirigió la proa hacia las rocas de Ripp Island. Ahora el mar se ensañaba con la manga del barco, por cuya borda irrumpía impetuosamente el agua. Por encima del panel del motor saltó un chispazo. Los instrumentos electrónicos se oscurecieron con un fuerte chasquido, y la caseta se llenó de olor a aislante quemado. Al mismo tiempo, el motor petardeó y se apagó con una convulsión. Un chorro de vapor salió del compartimento de motores, impregnado de hedor a aceite y diésel. El barco se deslizaba sobre el mar, más por la corriente que por su propio impulso, azotado a ambos lados por el oleaje. Un relámpago atravesó el cielo, y se oyó un trueno.

El barco viró hacia las olas, que lo empujaron incansables hacia la línea blanca.

—¡Vosotras dos id a proa y preparaos para saltar! —exclamó el padre de Abbey.

Ya a la deriva, el barco rodeó la cola de la corriente de retorno, donde otra gran ola lo embistió por la popa y lo arrastró hacia el remolino.

—¡Que os vayáis!

Aferrándose a manillas y barandas, Abbey y Jackie fueron hacia la proa. Frente a ellas, las olas rugían como cien leones, una gran masa turbulenta y blanca desde la que saltaban chorros de espuma hasta cinco o seis metros. El padre de Abbey se quedó al timón, intentando mantener alineado el barco.

—No puedo —dijo Jackie, con la mirada fija al frente.

—No hay más remedio.

Otra ola gigantesca a punto de romper arrastró el barco por su popa, cada vez más adelante, y al precipitarse con estrépito sobre ellos arrojó el
Marea II
hacia la espuma. Un crujido descomunal y estremecedor sacudió el barco como una explosión al estrellarse en las rocas. Sin embargo, la cubierta aguantó el golpe, y la siguiente ola levantó la embarcación y la apartó de donde el agua rompía con más fuerza. Al bajar, con otro angustioso crujido, el barco se partió por detrás, y la cubierta sufrió una brusca inclinación.

—¡Ahora! —ordenó la voz del padre de Abbey.

Ella y Jackie saltaron a las aguas revueltas, buscando el fondo con los pies. Una ola arremetió a toda velocidad contra el
Marea II,
pero el grueso del impacto lo absorbió el propio barco, dándoles a ellas el tiempo justo para levantarse.

—¡Papá! —gritó Abbey. Estaba todo negrísimo, y lo único que veía era la difusa silueta gris del barco.

—¡Papá!

—¡Sube aquí! —ordenó Jackie.

Abbey trepó por las rocas, medio nadando, medio resbalando por el oleaje, y enseguida llegó a la cima de una roca inclinada. En el agua vio una forma, una mano: era su padre, que surgía de entre las olas con un brazo agarrado a una roca.

—¡Papá!

Se arrastró hasta la base de la roca y cogió el brazo de su padre para ayudarlo a ponerse a salvo. Después subieron por las piedras y llegaron a un pequeño prado, justo al borde de la isla, jadeando por el esfuerzo. Sobrecogidos, contemplaron en silencio cómo el
Marea II
se rompía prácticamente en dos al ser llevado contra las rocas en volandas. La corriente expulsó de nuevo los dos trozos, que se quedaron dando vueltas en el agua enfurecida, mientras en las olas bailaban cojines y basura. Abbey miró de reojo la cara de su padre, vuelta hacia los restos de su barco, pero su expresión era inescrutable.

Straw apartó la vista.

—¿Estáis bien?

Las dos asintieron. Era un milagro que hubieran sobrevivido.

—¿Y ahora qué? —preguntó Jackie, escurriéndose el pelo.

Abbey miró a su alrededor. La mansión de listones de madera se erguía por encima de los árboles, y se veía mucha luz en las ventanas del último piso. Al fondo del prado, tras una pantalla de árboles, vio el embarcadero y la cala de la isla; y en un rincón resguardado de esta última, un gran yate blanco amarrado.

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