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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Intriga, Misterio

Impacto (43 page)

BOOK: Impacto
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—Quizá.

—¿Sí o no? Me imagino que podrá conseguir las coordenadas de la posición actual de Deimos por internet.

—Tal vez si me explicasen qué pasa…

Straw levantó la pistola.

—Doctora Simic, por favor, responda a las preguntas y haga exactamente lo que le dice. ¿Me ha entendido?

—Sí. —La expresión de la doctora Simic se mantuvo perfectamente serena, sin dejarse intimidar.

—Puedo orientar la parabólica hacia Deimos. Si me pudieran explicar qué quieren, eso me iría bien para ayudarlos.

Abbey lo pensó durante unos instantes. Al menos valía la pena intentarlo.

—¿Ha visto qué le ha pasado esta noche a la Luna?

—¿El impacto de asteroide?

—No ha sido ningún impacto de asteroide. No ha tenido nada de natural. Era un disparo de advertencia, una demostración de poder.

—Pero… ¿poder de quién?

—Hace un tiempo, el satélite Mars Mapping Orbiter captó la imagen de un aparato en la luna más pequeña de Marte, Deimos. Un aparato que llevaba mucho tiempo en aquel sitio, tal vez desde antes de que apareciese el
Homo sapiens
en la Tierra. Lo construyó una especie extraterrestre. Por lo visto se trata de un arma, que fue la que lanzó el disparo a la Luna. No era un asteroide normal, sino un trozo de materia extraña, un
strangelet.
Ya vio usted lo que pasó: el proyectil atravesó la Luna de parte a parte y salió por el otro lado.

Simic miró a Abbey y tragó saliva, con mucho escepticismo en su mirada.

—Hace dos meses —continuó Abbey—, el aparato de Deimos también disparó contra la Tierra. El proyectil pasó justo por encima de aquí y cayó en Shark Island, antes de atravesar la Tierra y salir en Camboya.

—¿De dónde ha sacado toda esta… información?

—Tenemos acceso a datos clasificados del gobierno, de la National Propulsion Facility.

Simic parpadeó.

—Francamente, lo que me cuenta es absurdo, una locura, y tengo serias dudas sobre su cordura.

—Eso ya es cosa suya —dijo Abbey.

—Lo que va a hacer es orientar la parabólica hacia Deimos, y yo le mandaré un mensaje al aparato extraterrestre.

Simic movió la boca.

—¿Un mensaje? ¿Como si llamara por teléfono?

—Más o menos.

—¿Qué mensaje?

Había llegado el momento de la verdad. La invadió una sensación de pánico y cansancio. ¿Qué decir? Recordó sin querer la larguísima noche, el ataque a la isla, la aterradora lucha en Devil's Limb y el ruido de la proa en la carne del asesino al lanzarle a morir a un mar turbulento.

De pronto supo exactamente qué mensaje enviar. La respuesta estaba en lo ocurrido aquella noche. Tan simple, tan lógico… y tan perfecto. O… tal vez desastroso.

97

Abbey esperó detrás de Simic a que esta accediera a internet con su Mac y buscase información orbital de Deimos en tiempo real en varias bases de datos.

—Marte está en el cielo, y Deimos delante —dijo Simic—. Condiciones ideales para la… llamada.

Después de teclear un poco más, hizo unos cálculos a mano en un trozo de papel, copió las coordenadas celestes y se llevó el papel a un teclado viejo, con un monitor antiguo.

—¿Cuál es el procedimiento? —preguntó Abbey.

—Muy sencillo: yo solo tengo que introducir las coordenadas celestes, y luego el ordenador calcula la posición real en el cielo y orienta la parabólica hacia allí.

Paseó por el teclado unos dedos largos. La pantalla pidió una contraseña, que ella escribió. Por último se levantó, fue a un panel gris lleno de interruptores y encendió unos cuantos. Al principio no pasó nada. Luego la enorme parabólica empezó a girar en sus bisagras engrasadas, con un chirrido metálico y un zumbido de motores eléctricos, y se orientó lentamente hacia arriba, con un movimiento casi imperceptible. Los engranajes de las ruedas y los crujidos metálicos llenaron el interior de la cúpula, ahogando temporalmente el ruido de la tormenta. Pasaron varios minutos. La parabólica se paró con un ruido metálico. Simic pulsó algunas teclas, leyó una cadena numérica y se apoyó en el respaldo.

—Bueno, ya está orientada.

—¿Y cómo mando un mensaje?

Pensó un poco.

—Usamos una frecuencia especial para comunicarnos directamente con los satélites de comunicaciones. Más que nada es por cuestiones de calibración, aunque cuando éramos una de las estaciones terrestres en contacto con la misión Saturno la utilizamos de verdad. Supongo que podríamos usar ese canal.

Se quedó callada. Abbey tuvo la impresión de que percibía un posible destello de simpatía, por no decir interés, en el escepticismo grabado en el rostro de la mujer.

—¿Quiere mandar un mensaje de voz… o… esto… enviarlo en forma escrita?

—Escrita. Si contesta, ¿lo podremos captar?

—Si contestase… —Simic hizo una pausa.

—Para mí que el «artefacto extraterrestre» sería bastante inteligente para contestar en la misma frecuencia y usando las mismas pautas de codificación ASCII; suponiendo, claro, que lea y escriba inglés. —Carraspeó exageradamente.

—Si me permite la pregunta…, ¿son de alguna secta religiosa?

Abbey sostuvo su mirada.

—No, aunque entiendo que se le haya ocurrido.

Simic sacudió la cabeza.

—Solo era una pregunta.

—¿Puede captar una respuesta?

—Lo pondré en transmisión dúplex. Si llega algún mensaje, lo imprimirá aquella impresora de allí. Necesitamos papel. —Se volvió hacia Fuller. —¿Me das un fajo de aquel armario, Jordy, por favor?

—Voy —dijo Fuller.

—Ya voy yo —se ofreció Jackie, yendo hacia el cajón.

Lo abrió y sacó un grueso fajo de hojas, que le dio a Simic.

—Con esto daría para un
Guerra y paz
extraterrestre —dijo la científica irónicamente, mientras lo cargaba en la bandeja.

—Cuando envíe el mensaje —dijo Abbey—, verifique que la potencia está al máximo. Marte está mucho más lejos que un satélite de comunicaciones en órbita geoestacionaria.

—Lo he entendido —admitió Simic. Sus dedos corrieron por el teclado. Miró los interruptores y los botones de la consola vieja de metal, y después de ajustar unos cuantos diales se apoyó en el respaldo.

—Ya está todo listo.

—Muy bien.

—Abbey cogió un papel y escribió rápidamente dos palabras.

—Aquí está el mensaje.

Simic lo cogió, y estuvo un buen rato examinándolo. Después alzó la vista y fijó en Abbey sus ojos grises.

—¿Está segura de que esto es sensato? Si es verdad lo que dice, me parece un mensaje de lo más peligroso, o tal vez desafortunado.

—Tengo mis razones —dijo Abbey.

—Bueno.

Simic hizo girar la silla, y dejó los dedos quietos encima del teclado. Después asintió con la cabeza, escribió el mensaje de dos palabras y dio la orden de enviarlo. A continuación se levantó, ajustó unos diales, examinó un osciloscopio y encendió otro interruptor.

—Mensaje enviado.

Se retrepó en la silla.

Pasaron los segundos. El ruido de la tormenta llenaba toda la sala.

—Bueno —dijo Fuller con tono de sarcasmo—, el teléfono suena, pero no se pone nadie.

—Marte está a diez minutos luz —dijo Abbey.

—La respuesta tardará veinte minutos.

Vio que Simic la miraba con curiosidad y también con una pizca de respeto.

Abbey no apartaba la vista de un viejo reloj que hacía tictac en la consola. No se movía nadie, ni su padre, ni Jackie, ni Fuller. La tormenta sacudía la vieja cúpula. Sonaba incluso peor que antes, como un monstruo que diera zarpazos para entrar. Mientras Abbey veía girar el reloj en la esfera, se vio asaltada de nuevo por las dudas. El mensaje no era solo equivocado, sino peligroso. A saber qué desencadenaría. Y ahora ellos se habían metido en un lío por lo que seguro que sería considerado un asalto armado a instalaciones del gobierno. El barco nuevo de su padre estaba en el fondo del mar, y a él lo acusarían de ser el jefe de la banda, el que llevaba la pistola: un delito grave. Abbey les había destrozado la vida, a su amiga y a su padre; y todo por un mensaje que no surtiría efecto, o que podía tener uno horrible e involuntario.

El segundero del reloj barría la esfera sin cesar.

Quizá tuviera razón Jackie. Deberían haberlo dejado en manos del gobierno. Seguro que Ford, que estaba en Washington, lo resolvería todo. Encima, el mensaje era una idiotez, y el plan demasiado sencillo, sin ninguna posibilidad de funcionar. «No es gilipollas ni nada, el mensajito…» ¿A quién se le ocurría?

—Han pasado veinte minutos, —dijo Fuller, examinando su reloj— y E. T. no llama a casa por teléfono.

Justo entonces empezó a hacer ruido la impresora, vieja y polvorienta.

98

Ford lo explicó todo de cabo a rabo, menos dónde había enviado el disco duro.

—Todos lo están tratando como una emergencia de seguridad nacional —dijo—, y no lo es; es una emergencia de seguridad planetaria. Tienen que replanteárselo. Por eso he enviado el disco duro (el de verdad) a la prensa, y varias copias de la misma información en DVD a una serie de agencias de noticias y de organizaciones. No pueden detenerlo, pero sí que se pueden preparar. Lo he organizado todo para que dispongan de unos tres días antes de que se haga pública la noticia. Tienen setenta y dos horas para prepararse, contactar con los jefes de Estado y planear una respuesta coherente. Sí, habrá pánico en todo el mundo; un pánico que ustedes necesitarán. Nunca se hace nada grande si no es en modo de crisis. Ahora que tienen ustedes la crisis, úsenla.

El asesor de Seguridad Nacional, Manfred, se levantó con la cara tensa, la mirada gélida y los labios contraídos, dejando a la vista unos dientes blancos y pequeños.

—A ver si me queda claro: ¿ha distribuido este material clasificado a la prensa?

—Sí, y no solo a la prensa.

Manfred hizo un gesto inequívoco a los dos agentes de servicio que estaban apostados en la puerta.

—Detengan a este hombre. Quiero que le sonsaquen quién tiene la información, y que se impida su difusión.

Ford miró al presidente, pero no sería él quien lo impidiese. Justo cuando se acercaban los agentes, intervino Lockwood.

—Creo que deberíamos analizar lo que dice Ford. No lo descartemos de buenas a primeras. Pisamos territorio desconocido.

El asesor de Seguridad Nacional se volvió para mirarle.

—Doctor Lockwood —dijo Manfred con voz fría y tensa,— si alguien debería entender la palabra «clasificado» es usted.

Lo subrayó arreglándose el nudo de la corbata.

Los agentes de servicio cogieron a Ford cada uno por un brazo.

—Acompáñenos.

—Están cayendo en los vicios de siempre —dijo Ford sin alterarse—. Escúchenme: la Tierra está siendo atacada. El arma puede destruirnos en un abrir y cerrar de ojos. Dentro de tres días, Deimos estará orientada para volver a disparar contra nosotros, y esta vez puede ser la definitiva. Todo el mundo muerto. La extinción. Adiós.

—¡Menos sermones, y que se lo lleven! —bramó el asesor de Seguridad Nacional.

Al mirar al presidente, Ford quedó consternado por la vacilación que mostraba su rostro. Lockwood, intimidado, ya no decía nada. Nadie iba a defenderlo, nadie. Aun así, lo hecho, hecho estaba. En tres días lo sabría el mundo entero.

Los dos agentes se lo llevaron hacia la puerta, seguidos por Manfred. Al cruzar la puerta y pasar por el bloqueo de telefonía móvil, empezó a sonar el móvil de Ford.

Lo cogió.

—Quítenselo —dijo Manfred en la puerta.

—El teléfono, señor —pidió el agente de servicio, con la mano tendida.

—¿Wyman? —dijo una voz por teléfono.

—Soy Abbey. Estamos en la estación terrestre de Crow Island. Hemos mandado un mensaje a Deimos… y nos han contestado.

—Señor, el teléfono. Ya.

El agente se lo quiso quitar.

—¡Un momento! —exclamó Ford, volviéndose hacia Manfred.

—¡Han recibido un mensaje de la Máquina de Deimos!

Manfred dio un portazo. Los agentes, a quienes acababan de sumarse varios miembros del servicio secreto, arrastraron a Ford hacia el ascensor.

—Están cometiendo un grave error —empezó a decir él, pero la impasibilidad de todos lo convenció de que era inútil hablar.

Se abrió la puerta del ascensor. Lo hicieron subir a empujones. Al llegar a la planta de Estado, lo sacaron al vestíbulo y después al exterior, donde había un furgón policial. En ese momento uno de los agentes del servicio secreto dejó de caminar, se tocó el auricular y escuchó.

Después se volvió hacia Ford con la misma impasibilidad que hasta entonces.

—Arriba preguntan otra vez por usted.

En la reunión, el presidente estaba en un extremo de la mesa, con Manfred a su lado, casi morado de rabia.

—¿Qué es lo del mensaje?. Quiero saber a qué narices se estaba refiriendo.

—Parece —dijo Ford— que mi ayudante le ha mandado un mensaje a la máquina extraterrestre de Deimos, y que ha recibido una respuesta.

—¿Cómo?

—Usando la estación terrestre de la bahía de Muscongus, la de Crow Island.

Silencio.

—¿Y qué decía el mensaje? —preguntó el presidente.

—No lo sé. Me han quitado el móvil. ¿Puedo sugerirles que los llamemos y lo averigüemos?

—Esto es una ridiculez… —dijo Manfred, pero le hizo callar un gesto irritado del presidente.

El presidente señaló el teléfono que tenía justo al lado.

—Llámelos. Pondremos el altavoz.

Los agentes soltaron a Ford. Un asistente le dio un papel con el teléfono de la estación terrestre. Ford se acercó, levantó el auricular y marcó el número.

«¿Qué porras habrá hecho Abbey esta vez?», pensó cuando empezaba a sonar.

99

Los altavoces de la Sala de Crisis recogieron la señal lejana y metálica de un teléfono: una vez, dos, y una rápida respuesta.

—Estación terrestre de Crow Island.

—Soy Wyman Ford, desde la Sala de Crisis de la Casa Blanca.

Silencio.

—Yo soy la doctora Simic, directora técnica de la estación terrestre de Crow Island. Tengo una noticia… realmente asombrosa.

La voz era firme, pero denotaba un ligero temblor.

—Adelante —dijo Ford.

—La escuchamos.

—Les paso a Abbey Straw, que es quien ha establecido contacto, y ella se lo explicará. Pero antes les diré que es del todo fiable. Lo hemos comprobado varias veces.

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