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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Intriga, Misterio

Impacto (36 page)

BOOK: Impacto
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—¡Nos va a matar! —susurró Jackie.

—¿Qué coño haces?

—Estoy… fingiendo que me rindo.

—¿Y luego?

—No lo sé.

—¿Me oyes? —dijo la voz—. O te vienes pitando, o se lo echo de cebo a los peces.

Pulsó el botón de transmisión.

—Oiga, por favor, no sé cómo hacer que se lo crea, pero le juro que digo la verdad. Nos ha dejado el barco reventado, y una de las balas ha agujereado un tubo de combustible. Tráigame a mi padre y haré lo que me diga. Usted gana. Nos rendimos. Hágame caso, por favor.

—¡Yo tan lejos no voy! —chilló él.

—Pues para ir al puerto de Rockland no tiene más remedio que pasar por aquí.

—¿Para qué coño voy a ir al puerto de Rockland?

—¡Con esta tormenta no podrá llegar a ningún otro sitio! ¡No sea idiota, me conozco este mar! Si pretende ir a Owls Head, se estrellará en el Nubble.

Oyó una sarta de palabrotas.

—Mejor que no me engañes, porque tu padre está esposado a la baranda. Si se hunde mi barco, se hunde él.

—Le prometo que no es mentira. Usted venga y tráigame a mi padre, por favor.

—Deja abierto el canal setenta y dos, y estate atenta a mis instrucciones. Corto.

La transmisión se apagó con un chorro de estática.

—¿Qué vamos a hacer? —exclamó Jackie.

—¿Tienes un plan para después de rendirnos, o qué?

—Ir a Devil's Limb.

—¿Con una tormenta así? Pero ¡si está en el quinto pino!

—Exacto.

—¿Tienes algún plan?

—Cuando lleguemos lo tendré.

Jackie sacudió la cabeza, aceleró y puso el barco rumbo a Devil's Limb a través de un mar agitado.

—Más te vale pensar deprisa.

77

Tras elevarse del aeródromo de Portland, el avión cruzó las nubes de tormenta y recibió de golpe la luz espectral de la luna llena. Wyman Ford miró por la ventanilla, sobrecogido de nuevo por el espectáculo. Ya no era la esfera de siempre, recordada y cantada por los bardos, sino otra luna, nueva, aterradora, que proyectaba luz verdosa sobre las montañas y cañones de nubes de debajo del avión. La columna de escombros del impacto había entrado en órbita, curvándose en forma de arco. Dentro de la cabina se oyeron murmullos de emoción de los pasajeros al mirar por las ventanillas. Tras observar un instante la luna, Ford, turbado por el espectáculo, bajó la persianilla y se reclinó en la butaca para cerrar los ojos y concentrarse en la reunión a la que estaba a punto de asistir.

Una hora y media después, cuando el avión emprendió el descenso a Dulles, Ford salió de su ensimismamiento y, pese a haberse prometido no hacerlo, levantó la persiana para volver a ver la luna. El arco de escombros seguía deslizándose en torno al disco, y se iba convirtiendo en un anillo. Abajo se extendía la ciudad de Washington, bañada en un misterioso resplandor verde azulado que no era ni día ni noche.

No le produjo la menor sorpresa encontrarse a la salida con agentes federales que lo acompañaron por la terminal vacía, mientras las pantallas de las zonas de espera daban todas la misma noticia: imágenes de la luna alternando con presentadores y reportajes sobre las reacciones en todo el mundo. Al parecer cundía el pánico, sobre todo en Oriente Próximo y en África. Corrían rumores sobre pruebas con armas nefandas y secretísimas por parte de Estados Unidos e Israel; también corría el pánico a causa de la radiación, y en urgencias ingresaba mucha gente histérica.

Los agentes caminaban a ambos lados de Ford, inescrutables y sin decir palabra. Las calles de Washington estaban prácticamente desiertas. Los habitantes de la capital se habían quedado en casa, tal vez por instinto.

Cruzada la zona de recogida de equipajes, los agentes lo hicieron subir a un Crown Victoria de la policía y lo sentaron detrás, entre ellos dos. El coche salió disparado por las calles vacías, con las luces encendidas. Al llegar a la OSTP (la Oficina de Política Científica y Tecnológica), en la calle Diecisiete, frenó ante el feo edificio de ladrillo rojo donde trabajaban Lockwood y su equipo.

Tal como Ford esperaba, tenía todas las luces encendidas.

78

Harry Burr usó el GPS para fijar un punto en su carta digital y poner rumbo al arrecife que llevaba la leyenda «Devil's Limb».

Echó un vistazo al padre, derrumbado en la popa; seguía esposado a la baranda, mientras se dejaba empapar —medio inconsciente— por la lluvia, y las olas le salpicaban. Quizá le hubiera golpeado demasiado fuerte la última vez, pero qué coño: ya reviviría bastante para interpretar su papel en el último acto.

Mientras el barco abandonaba la protección de las islas de Muscle Ridge para adentrarse en el proceloso mar de la bahía de Penobscot, Burr descubrió que el timón se le resistía. Una tras otra las olas surgían de la oscuridad para embestirle, todas con su cresta de espuma, y golpeadas por ráfagas de lluvia. Encendió el foco montado sobre la cubierta y lo giró hacia todas partes, escrutando la opaca tormenta. Hasta donde alcanzaba el haz, se iluminaban montañas y montañas de agua. Tuvo miedo.

Aquello era una locura. Quizá no tuviera que hacer nada. Probablemente se hundieran ellas solas, resolviéndole el problema. Sin embargo, no se podía contar con ello, y a saber qué le dirían entretanto a la guardia costera… Podían tener un radiofaro de emergencia a bordo —como lo tenía el barco de él—, y si ellas no llamaban a la guardia costera se encendería por sí solo. No, no podía arriesgarse ni remotamente a que sobrevivieran para contarlo todo. Tenían que morir los tres. Y la tormenta era la tapadera.

La pantalla del radar estaba llena de estática, a causa de la lluvia, el oleaje y la espuma que salía volando. Burr jugó con la ganancia, pero no servía de nada. Según el GPS, la velocidad era de seis nudos. Al menos la carta digital funcionaba perfectamente. Empujó un poco la palanca hasta ocho nudos, haciendo que el barco corcovease por las olas: a cada ola se elevaba vertiginosamente, antes de lanzarse por la cresta de espuma y emprender un descenso mareante, casi como en una catarata. Burr se aferraba al timón, tratando de no perder el equilibrio y de mantener la proa en el rumbo correcto, aunque parecía como si todas las fuerzas del mundo quisieran empujar el barco de lado hacia el terrible mar. Por si no estuviera bastante asustado, una ola de gran altura rompió en la proa e hizo correr por la borda un agua verde que entraba en la cabina y se arremolinaba en los imbornales. Harry, acobardado, redujo de nuevo la velocidad hasta seis nudos. La chica no se iría a ningún sitio, y el padre era su as en la manga. A su padre nunca lo abandonaría, la muy zorra.

Se planteó la posibilidad de que pudiera ser alguna treta, una tentativa de llevarlo a mar abierto, donde lo hundiría la tormenta, pero no, ese no podía ser el plan: tenía a su padre a bordo, y además era él quien disponía de la mayor y más estable de las dos embarcaciones. Si alguien tenía que hundirse, serían ellas.

¿Pretenderían tenderle una emboscada? Tal vez. En ese caso, era el más estúpido de los planes posibles. Burr tenía una pistola, al padre esposado a la baranda y la llave en el bolsillo. ¿Pensarían hacerle chocar contra las rocas? Con el GPS de última generación y la carta digital que había a bordo, eso era imposible.

No: Harry Burr supuso que probablemente hubieran dicho la verdad con lo del problema de combustible. De tan acojonadas, estaban dispuestas a creerse sus débiles promesas. Burr había gastado nada menos que cinco cargas con la Desert Eagle, un total de treinta balas del cuarenta y cuatro, y parecía bastante probable que al menos una de ellas hubiera dañado el circuito del combustible. Devil's Limb quedaba de camino a Rockland. Por otra parte, el hecho de que ir a Owls Head rodeando el Nubble fuera demasiado peligroso con aquel mar tampoco era ninguna tontería. Todo lo que decían se sostenía.

Aferrado al timón con una mano, cogió los cuatro cargadores vacíos y los puso en el tablero, junto a una caja de balas. Sin soltar el timón, las introdujo torpemente en cada uno de los cargadores, hasta que estuvieron todos llenos. A continuación se los metió en los bolsillos de los pantalones, dos en cada lado. Esta vez no haría el tonto. Su plan era sencillo: matarlas, hundir su barco y llegar lo antes posible al puerto de Rockland, donde amarraría el barco y se marcharía. No había nada a su nombre; el barco lo había alquilado Straw, antes de pasar a buscar a Burr por otro sitio (una cala casi desierta, costa arriba). Ni siquiera sabían que estuviera a bordo. En pocos días o semanas podían encontrar el cadáver de Straw comido por los peces, con una bala en el cerebro, claro, pero a esas alturas Burr ya estaría muy lejos. Por otro lado, se aseguraría de que recibiese un entierro marino como estaba mandado, con mucha cadena de ancla y mucha soga para quedarse al fondo.

En cuanto a las chicas…, pues también les organizaría un entierro parecido, y también les hundiría el barco.

Probablemente fuera demasiado tarde para conseguir el disco duro y cobrar los doscientos mil pavos, al menos a corto plazo, pero nunca era demasiado tarde para dejarlo todo bien atado. De hecho, no había alternativa. Sintiendo hervir la rabia en su interior una vez más, procuró mantenerla a raya. El pan de cada día, se dijo. Unas veces se gana y otras se pierde. No era el primer trabajo que le salía mal, ni sería el último. Si atas los cabos sueltos, vivirás para el siguiente encargo.

Al buscar los cigarrillos en el bolsillo, se dio cuenta de que estaban empapados. Claro. El barco cabeceó a causa de una ola y resbaló en el lado contrario, con un rugido del motor. Burr asió el timón y lo mantuvo sujeto. Caray, cuánto se alegraría de tener a aquellos tres hijos de perra en el fondo del Atlántico.

79

Cuanto más se adentraba en mar abierto el
Marea II,
más fuerte soplaba el viento, convertido en un rugido, y más monstruosos eran los picos y valles del mar, con crestas de espuma que se les echaban encima como borrosas y grises cordilleras. Abbey dejó que Jackie se mantuviera al timón, agradecida por sus dotes de navegante. Jackie tenía pillado el truco de acometer cada ola en un ángulo de treinta grados, aumentar gradualmente la velocidad y cruzar la cresta mediante un viraje y un acelerón, seguido por una reducción de la potencia al hundirse hacia la base de la ola. A Abbey se le ponían los pelos de punta, pero parecía que a Jackie siempre le saliera bien.

—Mierda —exclamó Jackie, mirando hacia delante.

Estaba a punto de arrollarles una línea blanca, más alta que las demás; tan alta, que parecía despegada del mar, como una delirante nube baja. El barco se hundió en la sima anterior a una velocidad que daba náuseas, y quedó en un silencio inquietante al situarse al abrigo de la que se aproximaba. Después empezó a subir y se inclinó al erguirse frente a ellas la cara de la ola, con estrías de espuma.

—¡Más despacio! —gritó Abbey, perdiendo los nervios.

Jackie, sin hacerle caso, subió hasta tres mil revoluciones por minuto y giró el barco en una diagonal más pronunciada respecto a la ola por la que trepaba. De pronto apareció ante ellas la cresta de espuma, con un fuerte siseo, un muro de agua que se desmoronaba, y justo cuando se clavaba en ella la proa del barco, Jackie giró bruscamente el timón. El agua salada rugió al romperse en la proa, y al correr por la cubierta chocó contra las ventanillas de la cabina y salió arrojada al espacio; el barco tembló, vaciló como si fuera a ser volcado y rugió al quedar libre, inclinarse hacia abajo y empezar a bajar. Jackie redujo inmediatamente la potencia casi hasta punto muerto, y dejó que la gravedad guiase el barco hacia el próximo seno.

—Delante hay otra —dijo Abbey—, aún más grande.

—Ya la veo —murmuró Jackie.

Aceleró y trepó por la cara de la ola, hasta superar su cresta —con todo el barco protestando por el esfuerzo— y hundirse de nuevo. Una tras otra se enfrentaron a la enorme serie de olas, montañas de agua que desfilaban hacia ninguna parte. Cada vez, Abbey estaba segura de que se hundirían, pero cada vez el barco se quitaba el agua de encima y se ponía derecho para, tras la bajada, reemprender desde cero el aterrador proceso.

—¡Caray! ¿Y esto lo has aprendido trabajando en el barco de tu padre?

—En invierno salíamos a pescar más lejos de Monhegan, y nos pilló más de una del noreste. Tampoco es para tanto.

Aunque Jackie intentara hablar con serenidad, Abbey no se dejó engañar. Pensó en su padre, tan sobreprotector que nunca la había dejado pilotar su barco. Estaba enferma de preocupación por él, esposado a la baranda en medio del mar con un psicópata de esa calaña… Su plan era una locura; de hecho, ni siquiera era un plan. ¿Rendirse? ¿Y luego? Pues claro que los mataría a todos. Era su intención. ¿Qué se creía, que podría disuadirlo? ¿Y si hacía una llamada de emergencia a la guardia costera? Él la oiría, y mataría a su padre; y aunque no lo matase, la guardia costera no se aventuraría con aquel tiempo.

Algo se le tenía que ocurrir.

De pronto el canal setenta y dos reprodujo una voz rasposa:

—Papá se ha despertado. ¿Lo quieres saludar?

80

Los agentes acompañaron a Ford a la sala de reuniones. Al verlo entrar, Lockwood saltó de su asiento, en el extremo de una mesa rodeada de pantallas planas y ocupada por hombres de traje y uniforme que, a juzgar por lo serios y cariacontecidos que estaban, ya debían de estar al corriente de la situación, al menos de manera parcial.

—¡Wyman, por Dios, llevamos horas tratando de localizarte! Tenemos entre manos una situación excepcional. El presidente necesita una recomendación para las siete.

—Te traigo información de vital importancia —dijo Ford mientras dejaba sobre la mesa el maletín y miraba a su alrededor para formarse una idea del público.

Junto a Lockwood estaba el general Mickelson, con el pelo canoso peinado de cualquier manera, el uniforme —no de gala— arrugado y una tensión inhabitual en su atlético cuerpo. Un lado de la mesa lo ocupaba un contingente de miembros de la NPF, entre los que reconoció a Chaudry y a Derkweiler. También había una mujer asiática, con una placa donde ponía Leung. Al fondo se sentaban varios científicos de la OSTP y altos cargos de la Seguridad Nacional, y las pantallas de videoconferencia recogían las imágenes del presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor, de Manfred, el asesor de Seguridad Nacional (NSA), del director de la NASA y del director de Inteligencia Nacional (DNI). La larga mesa de cerezo estaba cubierta de blocs, papeles y portátiles. En las sillas de las paredes tomaban notas varios secretarios y asistentes. El ambiente era tenso, al borde de la desesperación.

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