Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (25 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

BOOK: Indias Blancas - La vuelta del Ranquel
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Lo exasperaron su flema y desparpajo. Apoyó la taza sobre la mesa y dio media vuelta para huir antes de golpearla. Pero Laura lo aferró por el antebrazo con obstinación, y él, un hombre maduro que se jactaba de conocer cabalmente al sexo opuesto, sufrió la conmoción de un muchacho al sentir la mano de ella alrededor de su brazo.

—No te vayas, Nahuel.

—Ya te dije que no uses ese nombre.

—Aún me cuesta creer que estoy viéndote, que puedo tocarte después de tantos años de pensar que estabas muerto.

Nahueltruz permaneció quieto, expectante, como si aguardara una frase definitiva y contundente que le cambiara la vida.

—Durante mucho tiempo esperé que alguien me informara qué había sido de ti. Solía decirme: «Si está vivo, tratará de ponerse en contacto, de hacérmelo saber», pero el tiempo pasaba y ni una palabra acerca de tu suerte. Nunca me resigné a la idea de que hubieras muerto, pero era un martirio vivir con la duda. ¿Por qué no me hiciste saber que estabas bien? —Laura se aproximó, pero no lo tocó—. ¿Por qué le prohibiste a Agustín que me diera cuenta de tu paradero? ¡Oh, qué cruel has sido conmigo! —se quebró sin remedio.

Guor se movió como impelido por una fuerza extrema. El blanco de sus ojos se tornó rojo, y Laura experimentó un instante de terror pues había furia asesina en ese rostro oscuro y ajeno. Se retiró hacia atrás, pero él la aferró por los hombros y la pegó a su cuerpo.

—¿Cruel? ¿Eres tan desfachatada que me llamas cruel? ¿Cruel a mí, cuando me abandonaste en el peor momento para casarte con Riglos?

—¡Tuve que hacerlo! ¡Me vi obligada! —exclamó con voz estrangulada.

Guor la tomó por la cintura y, con la fuerza que imprimían sus dedos, le enterró las ballenas del corsé en las costillas. Laura gimió de dolor, pero él no disminuyó la presión. Nada lo conmovería; se había transformado en una bestia ciega de rencor. Aferrada a dos manos a sus solapas, le gritó:

—¿No te das cuenta de que cuando te abandoné sacrifiqué mi vida para salvar la tuya? Sí, mi vida, porque desde ese día estoy muerta.

—Eres una mujer ladina y traidora —expresó Guor—. No volverás a engatusarme con tus artimañas.

La apartó con desprecio y se retiró hacia el lado de la puerta.

—¡Pues te diré lo que tengo guardado aquí desde hace más de seis años! —vociferó ella, y se golpeó el pecho—. ¡Y me escucharás!

Temió que Nahueltruz se marchara, pero él, aunque de espaldas e infranqueable, no hizo ademán de irse.

—Después de la tarde en que el coronel Racedo nos sorprendió en el establo, mi único deseo era conocer tu paradero para unirme a ti y asistirte. Sabía de tu herida de bala y me trastornaba pensar que sufrías. Creí que me volvería loca. Nunca he vuelto a experimentar martirio semejante. Julián Riglos llegó a saber adonde te ocultabas y me dijo que acudiría en tu ayuda. Le rogué que me permitiera acompañarlo, pero se negó. En aquel momento su excusa sonó plausible: los soldados del Fuerte Sarmiento me seguirían apenas pusiera pie fuera de lo de doña Sabrina. Acepté, entonces, que él te llevara ropa, medicamentos, víveres y una carta mía.

—Nunca recibí esa carta —manifestó Guor, aún de espaldas, con voz lúgubre.

—Nunca fue intención de Julián dártela. Cuando regresó al hotel de doña Sabrina y me entregó el guardapelo me dijo que era tu deseo que yo regresara con mi familia y que me olvidara de ti y de aquel sórdido asunto.

—¿Y le creíste? —se enfureció Guor, y se volvió para enfrentarla—. ¿Tan poco conocías lo profundo que era mi amor que aceptaste semejante embuste tan fácilmente?

—Por supuesto que no le creí. Cuando lo intimé a que me contara la verdad, Julián echó mano de la trampa más abyecta para lograr su objetivo: amenazarme con denunciar tu escondite al teniente Carpio si yo no aceptaba casarme con él.

Laura esperó la reacción de Nahueltruz. Él la estudiaba intensamente, y nada en su gesto transmitía la sorpresa y el desconcierto por los que ella bregaba. La impotencia se apoderó de su ánimo; era evidente que Guor jamás se avendría a creerle.

—Huiste del establo y me dejaste solo cuando te había ordenado que no te movieras de allí.

—Salí a buscar ayuda.

—Huíste movida por la vergüenza de haber sido encontrada en mis brazos.

—¡No! —se indignó Laura—. ¡Salí en busca de ayuda!

—¿No confiabas en mí? ¿No sabías que podía con esos dos palurdos?

Laura cerró los ojos, avergonzada. Sin proponérselo, lo había humillado al dudar de su hombría, le había socavado la fuerza. Con la contundencia de un golpe, la devastó la idea de que si ella hubiese permanecido en el establo, todo habría sido diferente.

—El matrimonio con Riglos —habló Nahueltruz— te convirtió en una mujer muy rica. Desde mi óptica, con esa unión sólo has conseguido favorecerte. Y no pareces muy a disgusto con lo aventajada de tu nueva posición: te complace vestir bien, lucir joyas, vivir en una gran mansión y pasearte en una lujosa victoria. En cambio, junto a un hombre como yo, que no sólo era pobre sino perseguido por la Justicia, sólo habrías conseguido pasar penurias y necesidades para las que no estabas ni remotamente preparada. En resumidas cuentas, sólo habrías conseguido denigrarte. ¿Pretendes que crea que estos pensamientos no cruzaron tu cabeza y te influenciaron para aceptar la propuesta de Riglos?

—Jamás reparé en eso. Mi único deseo era salvarte.

—¿No se te ocurrió pensar que dejaría el lugar donde me refugiaba para ocultarme en otro? Ya conocías lo precavido que había sido en el pasado.

—Sí, sí —aceptó Laura—, pero Julián me aseguró que te encontrabas malherido y que no serías capaz de dar dos pasos para alejarte del lugar donde te hallabas.

Nahueltruz se llevó las manos al rostro. La voluntad le flaqueaba, y deseó que aquella historia, aunque plagada de fisuras, fuera cierta. Caminó hacia la ventana y perdió la vista en el jardín. Desde allí, sin volverse, recordó con voz melancólica:

—Habías jurado que, adonde yo fuera, me seguirías.

—Era lo único que deseaba, seguirte adonde fuera que marcharas.

Nahueltruz se volvió para mirarla y buscó en los ojos de Laura un atisbo de sinceridad. Pero, herido como estaba, no logró sobreponerse al rencor, y su corazón se cerró a creerle. Todo en ella le resultaba artero y mendaz. Repentinamente, se sintió débil y entristecido.

—Lamentablemente —prosiguió—, el único testigo que podría refrendar tus decires, es decir, tu esposo, está muerto. Y yo, Laura, no volveré a creer una palabra que salga de tu boca.

—María Pancha. Ella fue testigo de cuanto sucedió en Río Cuarto.

—¿María Pancha? ¿Que afirmaría bajo juramento que las vacas hablan si tú se lo pidieras?

Guor la miró con dureza a los ojos y de pronto dijo con marcado resentimiento:

—Te gusta flirtear con todos, que todos te adulen y te proclamen la más hermosa. Yo fui una diversión en Río Cuarto durante los tediosos días en que cuidaste a Agustín. Pero, cuando esos días llegaron estrepitosamente a su fin, nada te habría hecho cambiar todo este lujo por la compañía de un indio pobre.

—Tu corazón se ha vuelto de piedra.

—Tan de piedra como el tuyo —se defendió él rápidamente, aunque de inmediato pareció abatirse—: ¿Por qué me dices todo esto cuando ya no tiene sentido? ¿Qué quieres de mí, Laura?

La pregunta la tomó por sorpresa y, desprovista de una respuesta, se quedó mirándolo. Ahora entendía que sólo ella se aferraba a un pasado que no regresaría, sólo ella mantenía la esperanza de una reconciliación cuando Nahueltruz había dejado de amarla. No obstante, volver a perderlo resultaba insoportable y, al verlo decidido a marcharse, fue presa del pánico.

—¡Créeme, Nahuel! —exclamó—. ¡Por amor de Dios, créeme! ¡No te miento! ¡No te miento!

Guor, implacable, avanzó sin mirar atrás. Laura se desmoronó en el piso donde siguió repitiendo entre sollozos: «No te miento, no te miento».

Eugenia Victoria, que entraba en la sala, casi se dio de bruces con Nahueltruz y, al ver a su prima en aquel quebranto, se llevó la mano a la boca para ahogar una exclamación.

—¿Qué sucedió aquí?

—Con su permiso, señora Lynch —dijo Guor—, yo me retiro. —Y abandonó por fin la sala.

—¡Laura, Laurita! —exclamó Eugenia Victoria, y corrió a levantarla.

Nahueltruz Guor dejó lo de Lynch sin recordar los negocios que lo habían llevado hasta allí. Su primer impulso fue dirigirse a lo de Esmeralda Balbastro, pero desestimó la idea de inmediato. A su casa no regresaría; su abuela, Lucero y Blasco demandarían su atención, como de costumbre. Necesitaba un momento a solas. Recordó la mención de los niños Lynch y caminó hacia el Bajo, en dirección del Paseo de la Alameda. A esa hora del día había poca gente, y Nahueltruz caminó entre los álamos volviendo la vista cada tanto hacia el río, que se había tornado de un marrón oscuro a causa de una tormenta inminente. Se levantó viento sur, fresco y con olor a lluvia, y el paseo quedó desolado.

Se sentó bajo un árbol, en un declive que terminaba bañado por las olas cada vez más impetuosas del río. Por el contrario, su estado de ánimo se serenaba. Geneviéve y las tardes de domingo a orillas del Sena se presentaron como un recuerdo grato. La dulzura de Geneviéve siempre apaciguaba su espíritu inquieto, aun a la distancia. «¡Ojala te amara, Geneviéve querida!», gritó su alma apenada.

Cerró los ojos, repentinamente abrumado por una verdad que no aceptaba por orgullo. Porque no le gustaba reconocer que había vivido en la esperanza de volver a verla; que ni un día había pasado sin que la recordara; que cada vez que hacía el amor era a ella a quien deseaba ver desnuda; incluso cuando amaba a Geneviéve era a Laura a quien escuchaba gemir, a Laura a quien besaba, a quien poseía, a quien anhelaba satisfacer. Y tampoco le gustaba aceptar que en los versos de Petrarca también la buscaba a ella, en las referencias a Laura de Noves quería descubrir su belleza y sus virtudes, y el consuelo de quien ama locamente sólo para sufrir. No la odiaba. Por supuesto que no. La amaba. La amaba como un idiota; la pasión de las noches en la pulpería de doña Sabrina permanecía intacta, a pesar del tiempo, de los engaños y las traiciones. La había echado tanto de menos. ¿O acaso no la había buscado entre la audiencia del Palais Garnier convencido de que una dama de sus recursos y de su alcurnia algún día viajaría al Viejo Continente? ¿No había desplegado sus magníficas dotes de jinete mientras jugaba al polo imaginando que ella lo observaba desde las tribunas? ¿Acaso no había escudriñado los rostros que se ocultaban bajo los parasoles en Champs Elysée ansioso por encontrar sus adorables facciones que ni los años ni el odio conseguían desvanecer? ¿No había visitado a menudo a Armand Beaumont para conocer el contenido de las cartas de la señora Carolina y no era cierto que su corazón palpitaba frenéticamente cuando alguna línea la mencionaba? Aunque las noticias siempre resultaban escasas e insatisfactorias.

Se puso de pie y se sacudió el polvo con manos bruscas. Abstraído en la intensidad de sus pensamientos, emprendió el regreso. Dio vueltas hasta acabar frente a la casa de Esmeralda Balbastro. El ama de llaves le informó que la señora no se encontraba y le ofreció aguardarla. Minutos más tarde, Guor escuchó la voz de Esmeralda que ordenaba que enviaran por el señor Rosas.

—El señor Rosas la aguarda en la sala —dijo el ama de llaves, y a continuación siguió el repiqueteo apurado de los tacones de Esmeralda que entró como un vendaval de sedas y puntillas.

—¡Qué oportuna coincidencia, querido! Tengo algo que contarte. Vamos, aquí, a mi lado —e indicó el sofá con gesto impaciente, mientras se despojaba del sombrero y los guantes—. Acabo de estar en casa de mi cuñada, Eugenia Victoria Lynch. Fui a visitar a mi ahijado, el pequeño Benjamín —aclaró innecesariamente—. Al llegar, encontré la casa en un gran revuelo. Agnes, la institutriz de mis sobrinos, me informó que la señora Riglos había sufrido una crisis y que la habían llevado a la habitación de Eugenia Victoria y que habían mandado llamar al doctor Wilde, que llegó poco después y se encerró en la habitación con ella cerca de una hora. Cuando por fin salieron, Wilde llevaba del brazo a Laura, muy demacrada, por cierto. La subió en su coche y se marcharon. Eugenia Victoria me informó que Laura se había descompuesto, pero que no era para alarmarse. Te diré, Lorenzo: no le creí una palabra. Ahora temo que las murmuraciones acerca de su salud sean ciertas —concluyó con un mohín.

—Yo también estuve en lo de Lynch —manifestó Guor—. Allí me encontré con Laura. Hablamos.

Esmeralda enarcó las cejas y lo contempló con expectación.

—Si Laura se descompuso —prosiguió Guor—, fue por mi culpa, la traté duramente, y creo que por un momento estuve a punto de golpearla. Tantas mentiras, tantas patrañas —masculló—. Ni siquiera sé por qué accedí a escuchar sus embustes.

—Supongo que movido por el inmenso amor que sientes por ella —tentó Esmeralda.

Guor pareció atravesarla de un vistazo, aunque de inmediato relajó el gesto para decirle:

—Eres un extraño tipo de mujer, Esmeralda Balbastro. Cualquiera en tu posición desearía que mi interés por Laura acabara. Tú, en cambio, pareces interesada en reavivar lo que alguna vez existió entre nosotros, jugando más el papel de mi mejor amigo que el de mi amante.

—Como he llegado a conocerte, sé que careces absolutamente de vanidad, por eso me atrevo a decirte, sin riesgo a que te ensoberbezcas, que, como amante, eres extraordinario, el mejor que he tenido. Sin embargo, no te amo. Pero te quiero y deseo que seas feliz. ¿Sabes, Lorenzo? Es muy triste, pero existen personas que pasan por esta vida sin saber lo que es amar. Tú y yo, aunque muriésemos hoy, jóvenes y vitales, no deberíamos lamentarlo, pues hemos amado profundamente. Yo, a mi adorado Romualdo; tú, a Laura. ¿No es algo extraordinario? ¿No te resulta maravilloso?

—En absoluto —fue la respuesta sombría de Guor—. Romualdo murió de una enfermedad sin sentido y te dejó sola cuando no llegabas ni a los treinta. Laura me abandonó y se casó con otro por su dinero. El amor sólo nos ha hecho sufrir.

—¡Oh, Lorenzo! —simuló enfadarse Esmeralda—. Pareces un viejo amargado.

Sobrevino un silencio en el cual Guor evitó la mirada inquisitiva de su amante, que lo estudiaba sin recato.

—¿Por qué regresaste a la Argentina? —preguntó repentinamente.

—Bien lo sabes —se enfadó Guor.

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