Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (45 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

BOOK: Indias Blancas - La vuelta del Ranquel
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—¿Tía Dolores trató de regresar?

—Quizás —reflexionó María Pancha—, tu tía pensó que si volvía a instalarse en la Santísima Trinidad mientras tú te ausentabas, a tu regreso no tendrías corazón para echarla de nuevo.

—Quizás tenía razón —admitió Laura—. No me gusta ver al abuelo Francisco tan caído.

—El amor siempre nos vuelve compasivos —meditó María Pancha—. ¿Cómo le dirás a tu madre que tu matrimonio con lord Leighton no se llevará a cabo? Creo que contaba con eso para hacer migas con la reina Victoria.

—No seas sarcástica —reprochó Laura, aunque sonreía—. Sabes que será una debacle cuando mi madre se entere de que no lo desposaré.

—Más debacle será cuando sepa que has cambiado a un hombre como Leighton por uno como Guor. ¿No vas a contarme nada de tu temporada con él? ¿Ya sabe de la visita de lord Leighton?

—No —admitió Laura—, no sabe nada.

—No te animaste a decírselo —adivinó María Pancha.

—No, no me animé.

—Laura —dijo la criada, con reproche.

—Lo haré cuando regrese de Martín García.

—¿Por fin consiguió el permiso para visitar a su tío?

—Sí.

—Gracias al general Roca, imagino.

—Sí, gracias al general Roca

—¿Y cuando partirá hacia Martín García?

—Pasado mañana, al alba. Ya le escribimos a Agustín para contarle. En cuanto a Nahuel respecta, fue el senador Cambaceres quien consiguió el salvoconducto. El nombre de Roca no será mencionado en ningún momento.

—La mentira —sentenció María Pancha— tiene patas cortas.

La mañana en que Guor partió hacia la isla Martín García, Laura fue a visitar al general Roca. Había enviado a un sirviente con una nota avisándole de sus intenciones, y el general le había contestado que la esperaba a las once. Como no quería que reconocieran su landó a las puertas del ministerio, mandó a María Pancha rentar un coche en la plaza de la Victoria. Durante el trayecto, pensó en Nahueltruz.

La noche anterior había cenado en la Santísima Trinidad por primera vez. No había llegado solo. Blasco, Armand Beaumont, Saulina y tía Carolita también habían aceptado la invitación. Para decepción de Blasco, Pura no se encontraba presente, sus padres no habían podido asistir a causa de otro compromiso, y Lynch no le había permitido ir sola. Con el correr de la noche, Blasco fue cobrando ánimos pues se trató de una velada muy placentera. Nadie mencionó el problema político ni las próximas elecciones de diputados; se habló mayormente de Europa, y tanto Armand como Nahueltruz divirtieron a los demás con sus anécdotas. En varias ocasiones se mencionó a Geneviéve Ney, y Laura terminó por entender lo estrecha que había sido la relación entre la afamada bailarina francesa y Nahueltruz; a pesar de estar segura de su amor, los celos la abrumaron porque se dio cuenta de que él aún la admiraba, quizás la amaba.

Más tarde, Geneviéve y los celos que le despertaba se esfumaron cuando Nahueltruz se deslizó dentro de su dormitorio y le hizo el amor. Había simulado despedirse junto al resto sólo para dar vuelta en la esquina con su coche y detenerse frente al portón de los caballos que María Pancha se había ocupado de dejar sin traba. Esperó que la Santísima Trinidad se fuera a dormir y entró en los establos con la ansiedad de un mozalbete. Laura lo aguardaba envuelta en su bata de merino junto a la puerta de la cocina, la que daba al patio. Salió a recibirlo y él la regañó pues hacía mucho frío. La protegió con su abrazo y caminaron hacia la casa en silencio. Ya en el dormitorio, Guor se dedicó a estudiar el ambiente, percibiendo la mano de ella en cada particularidad en la feminidad de los adornos, en la elegancia de los muebles, en la delicadeza de los colores; la presencia de Laura palpitaba en los cuatro rincones. Adyacente, detrás de un cortinado de terciopelo, halló el
boudoír
con su biblioteca que iba de pared a pared abarrotada de libros y un escritorio estilo Chippendale cubierto de papeles y más libros. En esa pequeña sala se descubría ese otro aspecto de Laura que la volvía insaciable, rebelde, escandalosa.

—Aquí paso mayormente mi tiempo cuando estoy en casa —la escuchó decir con voz tenue.

Repasó los lomos de los libros y encontró, entre los más aceptados y comunes, los otros, los anatematizados, como
Candide
de Voltaire,
El contrato social
de Rousseau,
Dialogue des morts
de Fontenelle, varios de Marivaux,
El hombre máquina
de La Mettrie,
El hijo natural
de Diderot,
Peer Gynt
de Ibsen y los más famosos de George Sand,
Indiana
y
Leda,
la mayoría en castellano, pero también en francés y en inglés.

—No sabía que hablaras inglés.

—Estoy aprendiendo —dijo ella, y, como no quería entrar en detalles, le pidió que volvieran al dormitorio—. No quiero hablar de libros ahora. Esperé el día entero este momento.

—¿Qué momento? —preguntó Nahueltruz, sin tocarla ni mirarla.

—El momento en que estaríamos a solas en esta habitación.

Guor se había alejado en dirección del tocador y hurgaba entre sus lociones, afeites y cepillos. Tomó un frasco, lo destapó y aspiró la fragancia. Se trataba de la loción de rosas, la que tantas evocaciones encerraba, esa que él había aprendido a vincular exclusivamente con Laura y su piel. Caminó hacia ella con el frasco en la mano. Sonrió de una manera irónica y los ojos le brillaron lujuriosamente al descubrir su desnudez que se traslucía a la luz de las velas. Mientras lo contemplaba aproximarse, Laura pensó: «¡Dios, qué hermoso es!». Guor mojó la tapa de cristal con perfume y la deslizó por el cuello de Laura y por el escote también hasta hundirla entre sus senos. Volvió a embeberla y le mojó los pezones endurecidos que asomaban a través de la seda del camisón. Notó que el pecho de Laura se agitaba y sintió que sus manos se aferraban a él en busca de sostén.

—¿Te gusta que te toque?

—Sí —susurró ella.

—¿Qué te gusta que te haga? —preguntó, manteniéndose deliberadamente apartado.

Ella no respondió de inmediato. Cuando lo hizo, habló claramente y de corrido, sin dubitaciones.

—Me gusta que tus manos recorran mi cuerpo desnudo, que mis pezones estén en tu boca, tu aliento sobre mi piel, tu peso sobre mi cuerpo, que me hables mientras gozo. También me gusta observarte mientras tú gozas, pero yo no puedo hablarte porque tu imagen me deja sin aliento. Me gusta que me conozcas en detalle, a veces creo que hay partes de mí que son más tuyas que mías. Amo la intimidad que compartimos. Jamás me cansaría de contemplar nuestros cuerpos desnudos amándose reflejados en el espejo. Me gusta que estés dentro de mí porque es cuando más mío te siento. Que seas mío, eso es lo que más me gusta.

Guor la escuchó enmudecido. Desde tiempos de su madre, nunca se había sentido tan amado. El amor de Laura era lo más perfecto y precioso que poseía. La tomó entre sus brazos y, mientras la besaba, le confesó que la única razón para regresar a la Argentina había sido ella, cuando supo tardíamente de la muerte de Riglos. Le dijo también que no había pasado un día de esos seis años en que él no la hubiera recordado.

—Traté de odiarte. ¡Oh, por Dios, cómo quería odiarte! Pero este amor que siento por ti es más grande que el odio y que el rencor. Tiene voluntad propia y vive dentro de mí sin que yo pueda resistirlo.

—No lo resistas, mi amor.

—No, no —aseguró él, vehementemente—. Ahora no. Pero durante los años que estuvimos separados traté de olvidarte.

Se amaron sobre la alfombra, envueltos en el calor que refractaba el brasero, abandonados a la pasión que los dominaba, sin reparar que a pocos metros la familia Montes dormía.

—Debo irme —dijo Guor, aún sobre la alfombra, con Laura recostada sobre su pecho—. La corbeta sale muy temprano mañana. Hay detalles que ultimar.

—Dicen que los presos de Martín García sufren muchas necesidades —comentó ella.

—Sí, lo sé. Por eso llevo vituallas, ropa de abrigo y toda clase de utensilios que, sé, les servirán a mi tío y a mis primos.

Laura se puso la bata y encendió la palmatoria, mientras Guor se vestía a medias. Salieron al corredor, frío y a duras penas iluminado por la vela que Laura llevaba en la mano.

—Antes de que te vayas, quiero mostrarte algo. Está en el despacho de mi abuelo.

Las maderas del piso crujían y, en el silencio de la Santísima Trinidad, sonaban como campanazos. Guor se puso nervioso, pero la tranquilidad de Laura lo reanimó. En el despacho de Francisco Montes, se movieron hacia un rincón junto a la biblioteca donde Laura levantó la palmatoria e iluminó un cuadro sobre la pared.

—Es un retrato del cacique Mariano Rosas —explicó—. El coronel Mansilla se lo regaló a mi abuelo.

A claras se veía que Guor sufría una fuerte emoción, le brillaban los ojos y su nuez de Adán subía y bajaba rápidamente. Tomó la palmatoria de mano de Laura y la acercó aun más. El parecido resultaba sorprendente.

—Lucio se lo regaló a mi abuelo, que siempre está sacándolo de apuros, en especial financieros. Lo dibujó uno de los oficiales que lo acompañaron al País de los Ranqueles en el 70. Parece que era diestro con la carbonilla.

—Sí, lo era —confirmó Guor.

Una lágrima rodó por su mejilla, y Laura se la secó con la mano. Pero las lagrimas siguieron cayendo para convertirse en un llanto profundo y silencioso. Laura le quitó la palmatoria, la dejó sobre la mesa y lo abrazó. Nahueltruz se aferró a ella con desesperación.

—Amor mío, amor mío —repetía ella—. No llores, no puedo verte sufrir. Creí que te gustaría ver el retrato.

Lo guió hasta el sofá y le alcanzó una copa de brandy, que Nahueltruz bebió de un trago. Se sentó sobre sus rodillas y le rodeó el cuello con los brazos. Pasaron algunos minutos en silencio. Nahueltruz mantenía la vista perdida en un punto, mientras Laura aguardaba con paciencia que regresara a ella.

—Es la primera vez que lloro a mi padre desde que me enteré de su muerte —confesó—. Murió en el 77.

—Sí, lo sé —dijo, y fue hasta un cajón del escritorio de donde sacó un sobre abultado; hurgó su contenido hasta dar con un recorte de periódico, que entregó a Nahueltruz.

—Es del diario
La Mañana del Sur
—explicó, mientras él lo repasaba con la vista.

El artículo, que se titulaba «Muerte de un cacique», decía que Mariano Rosas había fallecido el 18 de agosto:

«Acaba de morir el poderoso cacique de la tribu de los Ranqueles, de muerte natural. Mariano Rosas era una autoridad del desierto. Por su influjo, su valor y, sobre todo, por su prudencia, ha sido posible mantener la paz con él, y el general Roca había logrado imponerle respeto e inspirado confianza».

—Apenas leí este artículo —comentó Laura—, escribí de inmediato a Agustín que me ratificó que tu padre había sido una más de las víctimas de la epidemia de viruela.

—Como mi Linconao —acotó Guor.

La mención del hijo muerto de Nahueltruz dejó callada a Laura. «¡Cuántos recuerdos dolorosos he traído a su cabeza a causa de mi capricho de mostrarle el retrato! Jamás debí hacerlo. Jamás», se reprochó.

—Perdón, amor mío —dijo— Perdón por haberte causado este momento tan amargo.

Guor la miró fijamente y le tomó el rostro entre las manos como solía hacer cuando quería decirle algo definitivo e importante.

—No, Laura, no me pidas perdón. Me has traído aquí con la mejor intención, lo sé. Con la intención de recordar a mi padre. No podías saber que, a causa de razones que llevo muy dentro de mí, no puedo recordarlo con alegría sino con la más angustiosa tristeza. Pero, ¿qué culpa tienes tú? ¿Por qué deberías pedirme perdón?

«Debería pedirte perdón de rodillas, —dijo Laura para sí—, debería flagelar mi cuerpo mientras lo hago, debería penar y penar hasta que me concedieras tu perdón, amor mío, porque fue por mi causa que abandonaste a tu padre y sé que es eso lo que te pesa en el alma». Pero no dijo nada. La aterrorizaba pronunciar esa verdad.

—¿Se parece a tu padre? —preguntó, en cambio.

—El parecido es increíble —aseguró Guor.

—Mi abuelo siempre repite que se trata de un indio gallardo y de excelente estampa.

—No debe de decir lo mismo desde que se enteró, gracias a tu folletín, que este cacique cautivó a su sobrina Blanca Montes treinta y nueve años atrás.

—No ha dicho nada. No conoces a mi abuelo. Tiene la naturaleza más compasiva y misericordiosa que conozco. Él y su hermana, tía Carolita; ellos son así. Sus corazones no tienen espacio para el rencor.

—Y el resto de tu familia, ¿qué ha dicho?

—Nadie sabe de quién es este retrato. No le prestan atención —agregó, y sonó más displicente de lo que habría querido—. ¿Aún resientes que escriba
La gente de los carrizos?

—No —aseguró él—. Jamás lo resentí. Si alguna vez me opuse fue por otras razones que nada tienen que ver con el folletín. Estoy orgulloso de mi madre y de su historia. —Después de una pausa agrego—: Aunque la perdí cuando era muy niño, su recuerdo siempre me acompaña. Se trataba de una mujer extraordinaria. Muchas veces me hizo falta.

—Nahuel —susurró Laura, y le acarició la mejilla.

Dejó el sofá y caminó hacia el cuadro Guor se puso de pie y la siguió.

—Es tuyo —pronunció, mientras lo descolgaba—. Quiero que lo lleves a tu casa, que lo compartas con tu gente, que lo cuelgues en un lugar adonde todos puedan apreciarlo.

—¿Y tu abuelo? —musitó Guor.

—¿Mi abuelo? —repitió Laura con una sonrisa bribona—. Suficiente que su
Laurita
haya decidido regalar el cuadro para que él esté de acuerdo.

—Pocas mujeres conozco —expresó Guor— que poseen tu capacidad para dominar la voluntad de los hombres.

Tomó el cuadro de manos de Laura, y salieron del despacho de Francisco Montes. Cruzaron en silencio la vieja casona. Nahueltruz no quería que Laura saliera al patio porque helaba, pero ella se empecinó. La envolvió en su zamarra de barragán y caminaron abrazados hasta el establo. Antes de despedirse, Guor le confesó:

—Tengo miedo de enfrentar a mi tío Epumer.

—¿Por qué, mi amor?

—Tengo miedo de que me reclame estos años de abandono.

Laura se quedó en silencio.

—Tengo miedo —retomó Guor, y en la oscuridad no percibió la consternación de ella— de que me reclame no haber estado junto a mi padre cuando murió. Tú sabes que no le temo a nada, Laura.

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