Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (57 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

BOOK: Indias Blancas - La vuelta del Ranquel
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—Agustín —dijo—, he decidido escribirle a Nahuel y contarle que voy a darle un hijo. Necesito que me des su dirección en París.

—A pesar de tu oposición inicial, yo le escribí.

—¿Le dijiste que estoy embarazada?

—Ésa fue la razón principal.

Laura guardó silencio mientras pensaba que debería enfadarse con Agustín por actuar a sus espaldas en un tema de tanta trascendencia. No obstante, soltó un suspiro y se resignó. Estaba harta de reproches y enfados.

—¿Me permites leer su respuesta?

—Nunca hubo respuesta —se apenó Agustín—. Envié dos cartas y no obtuve la contestación. Hace días envié una tercera. Tenemos que aguardar.

CAPÍTULO XXXII.

De regreso en París

Nahueltruz entró en el camarín de Geneviéve y la encontró sentada frente a su tocador, quitándose el maquillaje. Sus miradas se cruzaron en el espejo y la joven sonrió. Nahueltruz se inclinó y le besó la nuca.

—Tu as été merveilleuse, superbe
—le susurró—,
comme d'habitude.

Sin voltear, Geneviéve le acarició la mejilla y le dedicó otra sonrisa.

—Merci, mon chéri.

—Acabo de cruzarme con Leo —Nahueltruz se refería a Leo Delibes, el compositor del ballet
Coppélia
que Geneviéve acababa de protagonizar— y me ha asegurado que nadie lo interpreta como tú. Que nadie lo interpretará jamás como tú.

—Oh, tu sais, Lorenzo, il est un peu exageré.

—Je ne suis pas d'accord. Il dit seulement la vérité.

Nahueltruz hizo a un lado una parva de vestidos y tutúes y se echó sobre el diván; encendió su pipa y aspiró varias bocanadas antes de volver a hablar.

—¿Iremos finalmente a la recepción en casa de Didier?

—Mais oui, mon chéri.
Todos mis amigos irán —observó Geneviéve—. Además, sabes que esta fiesta es para celebrar el éxito de
Coppélia.
No puedo faltar.

A Nahueltruz le gustaba pasar el tiempo con Geneviéve; de hecho, prácticamente vivía en su departamento de la Place Vendóme. Pero sus amigos eran harina de otro costal. Demasiado bohemios, intelectuales y despistados. Lo ponían incómodo sus extravagancias y lo fastidiaban sus conversaciones. Geneviéve, en cambio, los adoraba y, aunque admitía que eran peculiares, se dejaba venerar por ellos.

Didier du Lapoint era el benefactor más importante de la Ópera de París. Donaba cuantiosas sumas que no hacían mella en su modo de vida. Se decía que, en realidad, su verdadero apellido era judío, y que su abuelo había hecho la fortuna practicando la usura. Su padre había ensayado toda clase de historias para alejarse de ese pasado bochornoso; igualmente Didier a su debido tiempo. A criterio de Nahueltruz, los du Lapoint delataban que no eran aristócratas porque nunca habían aprendido a comportarse como tales. A Didier lo gratificaba pavonear sus nuevas adquisiciones de arte, no para que sus amistades admiraran la técnica o la belleza de la obra sino para ver las expresiones en sus rostros cuando les informaba cuánto había pagado por ellas. Lo mismo ocurría con sus caballos. Estaba demasiado pendiente de la moda y solía pagar precios ridículos por trajes ridículos simplemente porque se trataba de la confección del sastre más costoso de París. Abarrotaba las salas de su mansión con costosos adornos que sólo la volvían recargada y de dudoso gusto. Su amor por el dinero no conocía límite y, aunque en cierta forma todos los parisinos lo amaban, lo que le achacaban era que él no tuviera la elegancia de ocultar su pasión.

Por estas razones, Nahueltruz se sorprendió al toparse con los Monterosa, Ventura y su hermana Marietta, la duquesa de Parma, en lo de Didier du Lapoint. Ellos, educados en la estricta y formal aristocracia véneta, departiendo con alguien tan por debajo resultaba simplemente increíble. La duquesa le habló en italiano.

—Lorenzo, ¡qué gratificante encontrarte en medio de tanta gente desconocida! Yo no tenía deseos de venir. Lo hice sólo por la dulce Geneviéve, que quiere a todo el mundo sin reparar en defecto alguno. Es su mayor virtud, sin duda. Además, quise acompañar a Ventura que, al enterarse de que habías regresado de Sud América, se interesó por verte.

El comentario resultó aun más inesperado que la presencia de los Moterosa, en especial si se consideraban los términos de su relación con Ventura después del último encuentro en casa de los Lynch, durante el cumpleaños de Eugenia Victoria, donde el motivo de la disputa había sido Laura.

—Iré a buscarlo —dijo la duquesa, y se alejó.

Geneviéve lo sorprendió enfrascado en sus pensamientos. Se colgó de su cuello y lo besó en los labios. Era de las extravagancias que sólo a Geneviéve estaban permitidas; cuando en otras habrían provocado murmullos mal intencionados, en ella provocaban sonrisas benévolas. A su vez, Nahueltruz la tomó por la cintura y le devolvió el beso. La duquesa de Parma se acercó y aprovechó para felicitarla por su representación en
Coppélia.
Detrás de ella, venía su hermano.

—Rosas —dijo a modo de saludo, e inclinó la cabeza al tiempo que extendía su mano.

—Monterosa —replicó Guor, y apretó con firmeza la mano ofrecida.

Cierta tensión en el intercambio de miradas provocó en Geneviéve una curiosidad poco común en ella y, mientras respondía a las preguntas de la duquesa, sus ojos saltaban del rostro de Lorenzo al de Ventura.

—Pensé que regresarías con mi cuñado y Saulina —fueron las primeras palabras de Monterosa.

—Así lo había dispuesto en un principio —admitió Guor—, pero circunstancias imprevistas me obligaron a regresar antes de tiempo.

—¿Cómo se encuentra la señora Riglos? —disparó Ventura
ipso facto.

La duquesa acalló su parloteo, y tanto ella como Geneviéve aguardaron una respuesta. Nahueltruz tomó la pregunta como una provocación y replicó de mal modo:

—Dudo que siga haciéndose llamar señora Riglos. Para este momento debe de ser
lady no sé cuánto,
pues conquistó a un noble inglés inmensamente rico que, dicen, está emparentado con la reina Victoria. ¿Sorprendido? No lo estarías si la conocieras. Ya ves, querido Ventura, la señora Riglos no se conformó con que fueras el hermano de la duquesa de Parma. Ella quería más.
Siempre
quiere más. Debí advertírtelo cuando todavía era tiempo. Debí decirte: «Cuidado, Ventura, éste es un juego que a la viuda de Riglos le gusta jugar: destrozar el corazón de los hombres». Con permiso —se excusó y, luego de una breve inclinación de cabeza, se alejó en dirección a la puerta.

Geneviéve se disculpó con los Monterosa y lo siguió a paso rápido. Lo alcanzó cuando Nahueltruz llegaba al vestíbulo.

—Me voy —le dijo—, estoy cansado y un poco borracho.

—Me iré contigo —manifestó Geneviéve.

El viaje hasta la Place Vendóme resultó incómodo para ambos. Nahueltruz no emitió palabra y ella no se atrevió a hacerlo. Sin embargo, al llegar, hicieron el amor. Nahueltruz comenzó a quitarle las prendas en la sala y, antes de entrar en el dormitorio, Geneviéve estaba completamente desnuda entre sus brazos. Sin duda, Lorenzo Rosas era el mejor amante que Geneviéve había tenido. En un principio, sus prácticas sexuales la habían asustado; hasta ese momento, ella sólo había tenido dos amantes y, por lo que podía ver, carentes de imaginación y egoístas. Pero Lorenzo la ayudó a dejar de lado prejuicios y miedos y a descubrir el mundo de placer oculto entre sus piernas, y lo hizo con tal maestría que no pasó mucho hasta que ella, antes tímida y reticente, lo persiguiera por la casa rogándole que la tomara. En la cama o donde fuera que le hiciera el amor, Lorenzo mostraba un aspecto distinto, más bien opuesto al que detentaba entre sus amigos y con Blasco. En la cama, Lorenzo abandonaba su aire bien cuidado de
chevalier
para convertirse en un
sauvage américain;
su comportamiento se balanceaba sobre una línea tan sutil entre la decencia y la indecencia que Geneviéve más de una vez había terminado con remordimientos. Él, sin embargo, se mostraba tan seguro y a gusto que pronto barrió con sus últimos temores. Solía pedirle:

—En la cama sé tan libre como lo eres en el escenario.

Sólo verlo entrar en la casa le aceleraba el corazón. Su figura contundente y maciza le llenaba la cabeza de ideas; su sonrisa melancólica la seducía y sus ojos grises la hechizaban. Lo amaba. Loca y apasionadamente, lo amaba. Y aunque ella se lo había confesado, él nunca lo había hecho. En parte atizada por Eduarda Mansilla, Geneviéve sospechaba que en el misterioso pasado de Lorenzo existía una mujer que lo había marcado fatalmente, que le impedía entregarse en plenitud. Después de hacer el amor, tenía por costumbre sumirse en un silencio letárgico hasta que se dormía. «¿Qué pensamientos encierra su mente?», se preguntaba Geneviéve. «¿Es ella quien lo aleja de mí a pesar del momento compartido?». Trataba de imaginar a esa mujer sin rostro, de encontrarle un nombre (por eso siempre preguntaba nombres en español a Eduarda), de adivinar su carácter, su estilo para vestir, las formas de su cuerpo, las facciones de su rostro. Porque, fuera como fuera, linda o fea, culta o burda, elegante o desgreñada, Lorenzo aún la amaba.

Por eso Geneviéve se aterrorizó cuando Lorenzo lo dijo que viajaría a Buenos Aires para finiquitar cuestiones de familia. Las dudas la atormentaron cada día que Lorenzo se ausentó y, por momentos, dudó en volver a verlo. Pero Lorenzo había regresado y estaba con ella; prácticamente no se apartaba de su lado. La intuición, sin embargo, le dictaba que algo de naturaleza grave había acontecido en Sud América porque el Lorenzo que había vuelto no era el que ella acompañó hasta el puerto de Calais seis meses atrás. Por demás contaba la carta de Eduarda recibida pocos días atrás donde le manifestaba su sospecha acerca de un romance entre Lorenzo y una viuda de Buenos Aires, Laura Riglos se llamaba, la misma por quien había preguntado Ventura Monterosa y que había generado esa respuesta tan insólita por parte de Lorenzo. No cabía duda, Laura Riglos era la misteriosa mujer que por años había deseado conocer. Al menos, ya sabía su nombre y algunas de sus características a través del ojo de Eduarda Mansilla.

Geneviéve dejó la cama y marchó hacia el tocador. Nahueltruz la siguió con la mirada y no pudo evitar comparar ese cuerpo grácil y delgado con el de Laura, lleno de curvas y redondeces. Los pechos de Geneviéve eran los de una impúber; los de Laura, los de una nodriza; las piernas de Geneviéve parecían las de un flamenco, mientras las de Laura eran carnosas y torneadas; el rostro de Geneviéve era anguloso con pómulos salientes y labios delgados; las facciones de Laura, en cambio, eran redondeadas y sus labios, gruesos; la piel olivácea de Geneviéve. que tan bien le sentaba a sus ojos azules, contrastaba con esa blancura de Laura, que se enrojecía con sólo pasarle un dedo; el andar de Geneviéve era, definitivamente, distinto del de Laura; ninguna carecía de garbo y, sin embargo, Geneviéve lo hacía con una sutileza adquirida tras horas de práctica tomada a la barra que confería la impresión de que se deslizaba flotando; el de Laura, en cambio, no era suave sino decidido, casi soberbio; Laura entraba en un salón, y su apostura y gesto parecían desafiar: «Aquí estoy yo, a ver quién se atreve».

Geneviéve regresó a la cama y le pasó un plato con frutas secas que Nahueltruz aceptó con agrado.

—Espero que Didier no se disguste contigo por habernos ido así de la fiesta, tan inopinadamente, sin saludar ni agradecer el homenaje.

Geneviéve sacudió los hombros y siguió buscando almendras.

—¿Quién es la señora Riglos? —preguntó un momento después.

—¿Por qué quieres saber? —dijo Guor para ganar tiempo.

—Debe de tratarse de una mujer importante para que Ventura se acerque a preguntarte sólo por ella y no por Armand y Saulina, y también para que tú reacciones tan extrañamente.

—¿Extrañamente?

—Le respondiste con odio. No —se corrigió—, no con odio. Lo hiciste con la actitud de quien está celoso.

Se quedaron callados. Aunque ella intentaba una actitud indiferente mientras hurgaba en el plato de frutas secas, se le había acelerado el pulso.

—Fuimos amantes —admitió Nahueltruz.

El corazón de Geneviéve dio un brinco y de inmediato una sensación de despojo la dejó aturdida.

—¿Ahora, en este último viaje? —dijo, y de inmediato se avergonzó por preguntar algo tan obvio.

—Lo fuimos en el 73 —explicó Nahueltruz—, por escasos días. Volvimos a serlo ahora, también por escasos días.

—Remarcas lo de “escasos días” como si pudieras convencerme de que ella nada significa para ti cuando lo cierto es que no puedes quitártela de la cabeza. Y me animo a decir que del corazón tampoco.

—No hablaré de ella contigo —expresó Guor, disgustado—. Ella es mi pasado. Créeme cuando te digo que ahora sólo me importas tú, el presente.

Al día siguiente, mientras desayunaban, Geneviéve buscaba en
Le Fígaro
las críticas a
Coppélia. A
pesar de encontrarse habituada a que los periódicos la mimaran, Geneviéve se deleitaba en oportunidad de cada estreno cuando los críticos volvían a coronarla reina del Palais Garnier. Le servía para reafirmar su triunfo y obtener la seguridad que no encontraba en Lorenzo; al menos, su público la adoraba sin condiciones y ella no debía compartir el podio con ninguna otra; ella era
unique.
Leyó en voz alta algunos párrafos, los más encomiosos, y rió y comentó con la espontaneidad que tan atractiva la volvía. Nahueltruz le quitó el periódico y la contempló seriamente.

—¿Qué sucede? —se impacientó ella.

—Cásate conmigo, Geneviéve.

La joven ocultó su sorpresa y desconcierto detrás de una sonrisa irónica. ¡Cuántas veces había ansiado escuchar esas palabras de boca de Lorenzo! Sin embargo, ahora que las pronunciaba, la lastimaban profundamente.

—Ah,
mon
chére
Lorenzo, no sabes lo que dices. Siempre dejaste en claro que tú y yo seríamos libres, que nada nos ataría a este mundo excepto la vida misma, ¿no fueron ésas tus palabras?

—Eso fue hace tiempo. No pienso lo mismo ahora —expresó, sombríamente.

—Me pregunto —continuó Geneviéve, sin abandonar el sarcasmo— por qué ahora querrías casarte cuando tan sólo meses atrás te repugnaba la idea.

—Las cosas cambiaron.
Yo
cambié.

—Sospecho que la señora Riglos tiene mucho que ver con este cambio.

—Ya te dije anoche —pronunció Guor en tono tajante— que no hablaría de ella contigo.

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