Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (62 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

BOOK: Indias Blancas - La vuelta del Ranquel
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—¡Qué poco conoce a las mujeres, señor Rosas! Lo creía avezado en la materia. Pues fíjese, yo he amado sólo una vez en mi vida y he tenido tantos amantes como se me ha dado la gana. Laura es admirada y deseada dondequiera que vaya. Pero sepa que, a pesar de haber sido halagada por hombres como Roca o lord Leighton, se ha mantenido siempre fiel a usted, aun creyéndolo muerto. Por creer que usted estaba muerto, ella también lo estaba. Créame, señor Guor, porque yo fui testigo de cada día, cada hora, cada minuto en la vida de Laura desde que el señor Riglos le aseguró que usted agonizaba y la obligó a casarse con él: ella vivió muerta todos esos años, tan muerta como lo creía a usted. —Sin enojo, en un tono cansado, María Pancha agregó—: Habría sido misericordioso de su parte, señor Guor, permitirle al padre Agustín revelar a Laura qué había sido de su suerte.

—Supongo que quería lastimarla.

—No vuelva a intentarlo porque, por muy hijo de Blanca que sea, se las verá conmigo.

—Usted —expresó Nahueltruz— es la mujer más increíble y desconcertante que conozco.

La declaración pareció agradar a María Pancha porque le dedicó la primera sonrisa y le palmeó el hombro con maternal afecto.

Nahueltruz terminó por aceptar que, por el momento, no era bienvenido al mundo de Laura y Gabriel. Confiado en la palabra de María Pancha, se persuadió de que la situación retornaría a su cauce y que Laura volvería a ser exclusivamente para él. Lo ayudaba dedicarse al trabajo, lo mantenía alejado de cuestionamientos absurdos. Se agotaba hasta el punto de caer rendido en la cama sin necesidad de beber para conciliar el sueño. La existencia de Gabriel Mariano lo impulsaba a construir lo que anhelaba y, de pronto, progresar y acumular cobraba sentido. Además contaba la necesidad de redimirse ante los ranqueles. Su campo y sus caballerizas darían trabajo a quien se acercara a pedírselo; allí encontrarían techo, comida y salario digno. En verdad, era poco si se comparaba con lo que su gente había perdido; de todas maneras, se había convencido de que, por el momento, no podía hacer más.

También había encarado la construcción de la casa. Se erigiría en el sitio que ocupaba el rancho de la vieja Higinia, que finalmente perecería bajo los mazazos de los alarifes. No resultó fácil reclutar trabajadores entre los riocuartenses y los de pueblos aledaños, temerosos de la venganza del fantasma de la hechicera. Debió buscarlos en San Luis, San Juan y hasta en Mendoza. Viajó a Córdoba, donde contrató los servicios de un arquitecto que lo satisfizo al plasmar en un proyecto bastante ambicioso lo que él tenía
in mente
para agasajar a Laura. Regresó quince días más tarde con rollos de papel manteca bajo el brazo y una gavilla de maestros y aprendices que llegaron al día siguiente en carreta. La noche antes de demoler el rancho de doña Higinia, Nahueltruz pasó un rato sentado en el escalón de la galería, admirando la extensión de tierra que llegaba hasta el río Cuarto y que era completamente suya.

Cuando el trabajo se lo permitía, almorzaba en lo de Javier. A veces se sumaban el matrimonio Pereda y la señora Beaumont. Laura, en cambio, rara vez ocupaba su lugar. Si se sentaba con el resto, un momento más tarde Gabriel la reclamaba con sus vagidos y desaparecía sin excusarse. Doña Generosa se admiraba de la voracidad del bebé.

—Pero si acaba de comer. No han pasado ni dos horas —aseguraba.

Se notaba que el niño comía bien y que la leche de Laura era gorda y abundante. De esto se encargaban doña Generosa y María Pancha, que la alimentaban con más esmero que durante el embarazo. Tenían sus secretos para que no le faltara la leche, entre ellos el mate cocido, la malta, el queso, la carne, envolver los pechos en toallas calientes y otras triquiñuelas de las que Nahueltruz había perdido la cuenta. Lo cierto era que Gabrielito crecía día a día. Después de su viaje a Córdoba, cuando Laura se lo puso en brazos, habría jurado que se trataba de otro niño. Sus rasgos, sin embargo, eran inequívocamente Guor. No obstante, descubrió cierto refinamiento en sus facciones que hablaba de la influencia de la madre. Esa tarde, en la sala de los Javier, con su hijo en brazos y Laura sentada junto a él, sin ninguna matrona que cacareara en torno, Nahueltruz se dijo que era feliz.

Laura supo de puño y letra del propio Roca los pormenores de su infructuosa entrevista con Carlos Tejedor en la cañonera
Pilcomayo;
incluso se enteró de la ironía con la que el general despidió a su adversario cuando éste le dijo que seguramente no volverían a verse. «¡Cómo, doctor!, —exclamó Roca—. Usted es una persona demasiado amable para que yo no tenga placer en verlo de nuevo». Laura se rió y María Pancha la miró de soslayo.

—¿No temes que Guor se entere de que te escribes con el general?

—No —respondió Laura—. Si llegara a saberlo, tendría que conformarse. Jamás dejaré de lado mi amistad con Julio. Le debo demasiado. Además, lo quiero y no me avergüenzo de decirlo.

—Me sorprendes —manifestó María Pancha, sin ironía.

—Sabes que a nadie amo más en este mundo que a Nahueltruz, pero he aprendido que también tengo derecho a ser como soy, pese a quien le pese, incluso a él. No puedo borrar seis años de mi vida en los que él estuvo ausente. Si durante ese tiempo cometí errores, pagaré por ellos, no tengas duda. Pero Nahueltruz deberá aceptarme como soy, o será en vano intentar una reconciliación.

—Me inclino a pensar que Guor ya aprendió esa lección —dijo la criada.

Laura no comentó al respecto y terminó de leer: «Me despido, mi querida Laura, sinceramente aliviado al saber que tú te encuentras en estado inmejorable. Padecí hasta recibir tu carta donde me informabas que tu hijo había nacido en buen estado y que tú estabas a salvo. Tu más fiel servidor. Siempre tuyo, J.A.R.». Ni una palabra acerca de Guor, a pesar de que le había mencionado su regreso. Después de esa misiva, Laura no volvió a tener noticias del general hasta pasados varios meses, y los detalles de la guerra civil que tuvo lugar en Buenos Aires los supo por Mario Javier, que escribía asiduamente con el esmero de un cronista.

El 11 de abril se votó a los electores presidenciales, y los de Roca doblaron a los de Tejedor. «Sin embargo, —aclaraba Mario Javier—, todavía debe correr mucha agua bajo el puente para que el general alcance la victoria». Así fue. El 1º de mayo, en un discurso enardecido a la Legislatura, Tejedor consiguió que le aprobaran una partida de cinco millones de pesos para armar a la provincia. Días después, el 10 de mayo, vino la entrevista entre Roca y Tejedor, seguida de una serie de conciliábulos, reuniones, acuerdos de palabra, acuerdos firmados, dimes y diretes, que tornaron fangoso y confuso el escenario político. Roca aceptaba renunciar a sus aspiraciones presidenciales, pero hábilmente exigía una condición que sabía de imposible alcance: Sarmiento, el único candidato a quien él donaría sus electores, debía lograr el consenso de los partidos en Buenos Aires. No se llegaba a nada, el tiempo transcurría en un ambiente de violencia que aumentaba día a día.

En una reunión en Campana, Roca y Pellegrini planificaron la derrota de Tejedor, coincidiendo sobre dos puntos: primero, la necesidad de aguardar el primer golpe para luego devolverlo y segundo, la de mantener la figura de Roca al margen de la refriega: era el gobierno nacional el que defendía su honor sin implicancias partidistas de ninguna índole.

El desembarco de cientos de cajas con fusiles adquiridos en el extranjero por parte del gobierno provincial fue el principio del fin tan anunciado. Al no contar con suficientes fuerzas militares para impedir que los fusiles tocaran suelo porteño, Avellaneda abandonó Buenos Aires junto al ministro de Guerra, Carlos Pellegrini y, por simple decreto, designó al pueblo de Belgrano como sede del gobierno nacional. Lo siguieron la mitad de los legisladores, todos los senadores, la Corte Suprema y los ministros.

Por parte de ambos mandos, el provincial y el nacional, se sucedieron medidas militares y políticas que, en el caso de Avellaneda, demostraron que había superado el letargo y recobrado el buen juicio, mientras, en el caso de Tejedor, pusieron de manifiesto que, frente a la inminencia de la guerra y sus consecuencias, perdía fuerza y se echaba atrás. Tejedor se apropió del edificio de la Aduana, mientras Avellaneda ordenó el bloqueo del puerto de Buenos Aires, y la ciudad quedó prácticamente sitiada. El gobierno nacional mando cortar los cables de telégrafo, destruir conexiones ferroviarias y tomar posesión de todos los caminos que llevaran al puerto. Los comerciantes y los cónsules de varios países, entre ellos el ministro norteamericano general Osborne y sus colegas de Austria, Brasil, Francia, Gran Bretaña y Hungría, solicitaron al presidente Avellaneda permiso para que las naves ancladas realizaran sus operaciones de carga y descarga. El presidente concedió un período de gracia de diez días y así los navios de todas las banderas atracados en el puerto de Buenos Aires completaron sus negocios. El 12 de junio, un escuadrón norteamericano que arribó a Buenos Aires intercambió saludos con la escuadra argentina, en manifiesto respaldo al gobierno nacional. El mismo día, el colegio electoral conformado por electores de las provincias de la mentada Liga, proclamó en la localidad de Belgrano la fórmula presidencial Roca-Madero como la que dirigiría los destinos del país los seis años subsiguientes.

Cuando los ejércitos provinciales, una vez superadas sus disputas internas, se decidieron a atacar, las fuerzas nacionales habían tenido tiempo para rearmarse. La contienda civil comenzó el 17 de junio. El 20 y el 21, los sangrientos combates de Puente Alsina y de Corrales obligaron a las fuerzas de Tejedor a replegarse dentro de la ciudad sitiada. Las tropas nacionales al mando del general Levalle impedían el contacto de los ciudadanos con el exterior, mientras el puerto permanecía bloqueado por la escuadra. Se trató de una lucha pareja y dura, y hubo muchas bajas en ambos bandos. Sin embargo, fue Buenos Aires la que terminó por capitular pues, en las postrimerías de la contienda, saltó a la luz que ese penoso proceso carecía de otros fundamentos que la terquedad y la estolidez de un grupo de fanáticos liderados por Tejedor. El día 22, el general Bartolomé Mitre asumió el mando de las fuerzas con la única intención de finiquitar la lucha armada y negociar.

El mismo día, un Comité de Paz pidió al general Osborne, el ministro norteamericano, que mediara. Tanto el gobierno provincial como el nacional aceptaron el arbitraje que derivó en la renuncia de Tejedor, la asunción del vicegobernador José María Moreno y la permanencia de la Legislatura provincial. Pero el entorno roquista no admitía términos tan blandos con quienes habían puesto en peligro la unidad de la República, propiciando una guerra que claramente habían perdido. En opinión de Roca, la oportunidad merecía un castigo aleccionador para evitar nuevas intentonas. En un principio, el presidente Avellaneda, firme en su postura conciliadora, se negó a endurecer los términos de la rendición, pero finalmente se avino a las órdenes del presidente electo y determinó la disolución de la Legislatura Provincial, la renuncia del gobernador Moreno y la designación de un interventor federal. El proceso concluyó el 20 de septiembre, cuando el Congreso sancionó la Ley de Federalización de la ciudad de Buenos Aires. El 12 de octubre, Julio Argentino Roca asumía el cargo de presidente de la República Argentina.

El día de Nahueltruz comenzó con una sorpresa: el botones que llamó a su puerta mientras desayunaba le entregó una tarjeta de madame Beaumont donde le solicitaba la acompañara durante el almuerzo en su dormitorio de la planta alta. A pesar de que trabajó duramente y resolvió varios problemas, no se quitó de la cabeza la invitación; aunque convencido de que se trataba de mera cortesía, estaba intrigado.

Carolina Beaumont tenía setenta y cinco años que no aparentaba; fácilmente se la confundía con una de sesenta, a lo sumo sesenta y cinco. En opinión de Armand, el secreto de su madrastra radicaba en una sempiterna alegría y en esa esperanza inquebrantable que él adjudicaba a su religiosidad. Nahueltruz había aprendido a aceptar el trato deferente de madame Beaumont, el mismo que confería a todos los amigos de Armand, pero íntimamente le dolía pensar que él, como sobrino nieto, tenía derecho al cariño de esa mujer extraordinaria.

Madame Beaumont lo recibió en la sala de su recámara con una sonrisa que, algunos decían, guardaba el candor de su juventud. Sin ser hermosa, cuando sonreía, Carolina Beaumont se ganaba el aprecio de cualquiera. Aunque menuda, todavía conservaba una silueta de curvas marcadas y un cutis sin manchas ni arrugas ostensibles que hablaban de una vida disciplinada, carente de excesos y vicios. Vestía sin alardes, pero, al igual que su madre cincuenta años atrás, con sus trajes, tocados y peinados podía marcar la moda. Nahueltruz se sintió extrañamente orgulloso de que por sus venas y las de su hijo corriera la misma sangre de esta mujer.

—Por favor, Lorenzo —dijo, y le señaló una silla frente a ella.

La pequeña mesa estaba primorosamente decorada. Una empleada del hotel les sirvió el gazpacho y se retiró al dormitorio. Principalmente, hablaron de Gabrielito, de cuánto había crecido en sólo dos meses, de lo bien que se la veía a Laura, «aunque yo la noto cansada», acotó Nahueltruz, y Carolina le recordó que, asimismo durante la noche, la amamantaba cada tres horas.

—Su hijo es un gran comilón, señor Rosas. A estas alturas, mi sobrina habría desaparecido si doña Generosa y María Pancha no la alimentaran con el esmero que lo hacen. Supongo que Gabrielielito terminará tan alto y corpulento como usted.

A pesar de la calidez de madame Beaumont, Nahueltruz se sintió repentinamente incómodo. La irregularidad de su situación con Laura, a diario marcada por las miradas y los comentarios de Magdalenas Montes, le pesó como un yunque. «Estas son gentes decentes, —pensó—, que tienen en la más alta estima la reputación de su familia y especialmente la de sus hijas. ¿Qué opinión tendrá de mí madame Beaumont?», Carolina sacudió la campanilla y la empleada sirvió el segundo plato.

—Madame —expresó Guor, al quedar solos—, supongo que usted me citó para hablar de mi situación con Laura.

—En absoluto —aseguró Carolina—. Mi sobrina y usted son adultos, no me atrevería a inmiscuirme en sus cuestiones a menos que me lo pidieran. Confío en que resolverán su situación de la manera más conveniente y apropiada.

—Por supuesto.

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