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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantastico

Infierno (2 page)

BOOK: Infierno
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—¿Fenran...?

Su prometido la miró a los ojos, una vez, y había tanto anhelo en su expresión que índigo sintió cómo sus propios ojos, en su sueño, se llenaban de lágrimas. Sólo faltaba un mes para que contrajeran matrimonio cuando lo perdió. Ahora haría mucho tiempo que estarían casados, y serían felices, si no...

Extendió la mano, como si buscara algo que no estaba allí; y sus manos se cerraron en el vacío mientras Fenran se desvanecía y desaparecía.

—No. —Apenas podía articular palabra; aunque la pesadilla le resultaba familiar, nunca había conseguido acostumbrarse a ella—. No, por favor...

Así debe ser, criatura. Hasta que los siete demonios que liberaste de la Torre de los Pesares no hayan sido destruidos, tu amor no puede quedar libre. Ya sabes que forma parte de tu carga y de tu maldición.

Volvió la cabeza. Odiaba la voz que le hablaba, la voz del resplandeciente emisario de la Madre Tierra, aunque sabía perfectamente que ningún poder en el mundo podría negar la veracidad de sus palabras.

Cuando lo hayas conseguido, índigo. Cuando los demonios hayan dejado de existir. Entonces conocerás la paz.

Sintió cómo las lágrimas se agolpaban en sus ojos, cómo la garganta le ardía y le producía una sensación de ahogo.

—¿Hasta cuándo? ¿Gran Madre,
hasta cuándo?

Todo el tiempo que sea necesario. Cinco años. Diez. Cien. Mil. Hasta que se haya concluido.

En la penetrante luz de sus sueños la pregunta y la respuesta eran siempre las mismas. El tiempo no tenía ningún significado, ya que ella no envejecería. Era la misma que había pasado aquel último día en la tundra meridional, más allá de Carn Caille: aquel día en que la cólera, la imprudencia y la estupidez habían conspirado para conducirla a la antigua torre y a la caprichosa destrucción de su mundo. Volvió a escuchar la titánica voz de la piedra que se resquebrajaba mientras la Torre de los Pesares se desplomaba; vio de nuevo la hirviente y estruendosa nube de oscuridad, que no era humo sino algo mucho, muchísimo peor que brotaba del tambaleante caos en que se habían convertido aquellas ruinas; sintió de nuevo el insensato aguijón del pánico mientras huía azotando con las riendas el cuello de su caballo, de regreso a la fortaleza, de regreso junto a los suyos, de regreso a...

La carnicería y el horror, mientras criaturas deformes que no tenían lugar en un mundo cuerdo se arrojaban como un maremoto sobre los muros de Carn Caille para destrozar, desgarrar y quemarlo todo. Las pesadillas, aquellas cosas repugnantes, se acercaban. Se acercaban y no había ningún lugar donde esconderse, ningún lugar al que huir, ningún lugar...

Salió de su sueño lanzando alaridos, su cuerpo se irguió y cayó luego hacia atrás víctima de un espasmo muscular, de modo que su espalda fue a estrellarse con gran fuerza contra la roca que había tras ella. El mundo de su pesadilla se hizo pedazos y, jadeante, índigo abrió los ojos al cielo color púrpura y a las indiferentes y desconocidas constelaciones, al abrumador silencio y al calor que se arrastraba como un ser vivo por su torso y sus muslos y se introducía por las membranas que unían sus dedos.

Y se encontró con la reluciente mirada dorada de la loba, de pie junto a ella, temblorosa de preocupación.


Grimya...
—El alivio de sentir que el sueño se había roto era tan fuerte que por un momento se sintió mareada. Se sentó con dificultad en el suelo, desagradablemente consciente de que sus ropas estaban pegadas, empapadas por la humedad, a su cuerpo, y extendió un brazo para rodear con él el lomo del animal.

Las extremidades de
Grimya
se agitaron.

—¿So... soñabas?

Las palabras que brotaban de su garganta eran entrecortadas y guturales, pero claramente reconocibles, ya que
Grimya
había nacido con la extraordinaria habilidad de comprender y hablar las diferentes lenguas de los humanos. La mutación la había convertido en un paria entre los suyos; pero, desde su primer encuentro con Índigo —hacía ya mucho tiempo, en una tierra que ahora era poco más que un recuerdo de zonas verdes y arboladas en la mente de la loba—, aquella calamidad se había transformado, por el contrario, en una bendición, porque la había unido a la única amiga verdadera que había conocido en toda su vida.

—Soñaba. —Índigo repitió la palabra que había pronunciado
Grimya y
apretó su rostro contra la suave piel de la loba hasta que la amenaza de las convulsiones desapareció—. Sí. Era el mismo sueño otra vez,
Grimya.

—Lo... lo sé. —El animal le lamió el rostro—. Te vi... vigi... laba. Pe... pensé en despertar... te, pero... —Su lengua se movía con un doloroso esfuerzo mientras intentaba formar las sílabas para las que no había sido diseñada su laringe, Índigo la abrazó de nuevo.

—Todo va bien ahora. Ya se ha marchado.

Contuvo un escalofrío que intentaba asaltarla a pesar del opresivo calor. Luego miró a su alrededor, parpadeando a causa del escozor que sentía en sus ojos cansados. Al este, las estrellas brillaban todavía con fuerza; no había la menor señal de claridad en la vasta cortina aterciopelada del firmamento.

—Deberíamos intentar dormir un poco más —dijo.

—Pero y si los su... sueños reg... gresan...

—No creo que lo hagan. —No ahora; no ahora. Conocía muy bien el modelo, y en todo el tiempo que llevaban viajando no había variado.

Pero y si...

Esta vez no pudo evitar el escalofrío, y hundió las uñas de una mano con fuerza en el dorso de la otra, enojada consigo misma por dejar que el sombrío temor que acechaba en el fondo de su mente la afectara de nuevo. Tal y como había hecho a menudo durante las últimas noches, Índigo miró en dirección norte al lugar donde el paisaje quedaba roto por las escarpadas siluetas de los picos montañosos, que se elevaban en la distancia. Detrás de las primeras cimas, y perfilándolas con una fosforescencia, el cielo mostraba un débil y fantasmal resplandor, como si alguna enorme pero semicubierta fuente de luz se agazapara justo debajo de la línea del horizonte. Pero ningún sol, luna o estrella había brillado jamás con tan frío resplandor nacarado: aquella luz pálida parecía traicionera, anormal, una —la palabra penetró en la mente de Índigo como lo había hecho antes, y ningún razonamiento pudo borrarla por completo— una abominación.

Apenas consciente del gesto, se llevó una mano a la garganta y sus dedos se cerraron alrededor de una tira de cuero muy gastada, de la que pendía una pequeña bolsa también de cuero. En su interior había una piedra, aparentemente no era más que un pequeño guijarro marrón con vestigios de cobre y pirita. Pero en las profundidades del mineral había algo más, algo que se manifestaba como una diminuta punta de alfiler que despedía una luz dorada: algo que la conducía, inexorablemente, hacia una meta de la que no podía —ni osaba— desviarse. La piedra era su posesión más preciada y odiada. Y cada día, mientras el sol se hundía en el recipiente de latón que era el firmamento, aquella diminuta luz dorada empezaba a agitarse en su prisión, llamándola, instándola a avanzar hacia el norte. En dirección a las montañas. En dirección a aquella luz nacarada. En dirección a aquella abominación.

El poni golpeó en el suelo, inquieto, y rompió el incómodo trance de Índigo. Esta apartó bruscamente la mano de la tira de cuero; la bolsa con su precioso contenido golpeó ligeramente su esternón y le hizo desviar la mirada de las lejanas montañas.
Grimya
la observaba, y cuando un nuevo escalofrío recorrió el cuerpo de Índigo la loba le preguntó, inquieta:

—¿Ti... tienes frrrío?

La muchacha sonrió, conmovida por la inocente preocupación de su amiga.

—No. Pensaba en lo que puede aguardarnos mañana.

—Mañana será otro día. ¿Por qué pen... pensar en él hasta que sea neces... sano?

A pesar de su estado de ánimo, Índigo rió con suavidad.

—Me parece que eres más inteligente que yo,
Grimya.

—N... no. Pero a veces quizá... veo con más clar... ri-dad. —La loba apretó su hocico contra la mejilla de la joven—. Ahora debes dor... dormir. Yo vigilaré.

Sintiéndose como una criatura mimada por una nodriza afectuosa —y la sensación era reconfortante, incluso a pesar de que despertaba viejos y tristes recuerdos—, Índigo se tumbó de nuevo sobre la manta.
Grimya
dio media vuelta. Escuchó el sonido de unas zarpas que se deslizaban suavemente sobre la piedra. Sintió cómo la sombra de la loba, bajo la luz de la luna, se proyectaba sobre ella. Y el perfume de la piedra seca, de la ropa polvorienta y de su propia piel sudada se entremezclaban en su
nariz.
Otro amanecer, otro día. No pienses en ello hasta que sea imprescindible...

Sus dedos se contrajeron con fuerza, se relajaron, y un árido mundo se desvaneció cuando cerró los ojos y se hundió en un sueño sin pesadillas.

A media mañana, la quietud que cubría la tierra era total. Durante un breve instante, una débil y caprichosa brisa había alborotado un poco el polvo, pero ahora incluso ésta había sido derrotada por el terrible calor. Entretanto el sol, un ojo amenazador en un firmamento del color del hierro fundido, miraba airado a través de una atmósfera sofocante e inmóvil.

Índigo sabía que pronto deberían detenerse y buscar un lugar donde resguardarse de las ardientes temperaturas del mediodía; pero se sentía reacia a abandonar la carretera hasta que no hubiera más remedio. Por las piedras talladas colocadas a intervalos a lo largo del sendero adivinaba que no les quedaba más de ocho kilómetros de camino hasta llegar a la ciudad situada más adelante, y no deseaba prolongar el agotador viaje. Anhelaba encontrar una sombra, algún lugar donde descansar que no fuera una roca reseca. Y por encima de todo, ansiaba encontrar agua fresca y limpia con la que quitarse el sudor y el polvo que sentía incrustados en cada uno de los poros de su piel.

Habían transcurrido seis días desde que se habían puesto en camino por la carretera septentrional desde la ciudad de Agia, y su ruta las había llevado a través del territorio más estéril que Índigo viera jamás. En su tierra natal, allá en el sur, estarían celebrando ahora el
Mes
del Espino, la época de las hojas nuevas, de la hierba fresca, del nacimiento y desarrollo de los animales jóvenes; pero en este país tales conceptos no tenían el menor significado. A lo largo de varios kilómetros más allá de las murallas de Agia se habían efectuado valientes esfuerzos para cultivar e irrigar el delgado suelo marrón rojizo; había terrazas de vides, bosques de robustos árboles frutales de hojas oscuras, parcelas carmesí o de un brillante tono verde allí donde las cosechas de verduras desafiaban el abrasador calor. Pero, pronto, incluso éstas perdían su dominio, cediendo terreno a la roca, el polvo y el matorral que se extendían hasta las distantes estribaciones de las montañas. Y cuando los últimos sembrados quedaron atrás y desaparecieron en la neblina provocada por el calor, no hubo nada más que ver excepto inacabable esterilidad.

El ritmo del paso lento pero constante de su poni resultaba hipnótico y varias veces, durante los últimos minutos, Índigo se había visto obligada a sacudir la cabeza para salir de un pesado sopor provocado por el calor. En un intento por mantener a raya el cansancio, cambió de posición sobre la grupa de su montura y, luego, contempló el río que fluía a menos de veinte metros de distancia siguiendo la trayectoria de la carretera. El día anterior, cuando el curso del río y la carretera convergieron por primera vez, había sentido el impulso de descender por la rocosa orilla y sumergirse en aquellas aguas; pero la apremiante advertencia de
Grimya
la había contenido.
Sucia
—había dicho la loba—.
Son aguas muertas: ¡te harán daño!
Y, al contemplar ahora el torrente marrón y revuelto de su corriente, Índigo se dio cuenta de lo acertada que había estado su amiga. Unos extraños colores se movían en las profundidades de las aguas, efluvios de las enormes minas que había en las montañas volcánicas, de donde provenía el río, y que se alzaban amenazadoras en la distancia. Nada podía vivir en aquellas aguas contaminadas: la única vida que transportaba el río ahora eran las tripulaciones humanas de las grandes y lentas barcazas que sacaban sus cargamentos de mineral fundido de la zona minera.

Uno de aquellos convoyes había pasado junto a ellas el día anterior: cuatro enormes y sucias embarcaciones amarradas una detrás de otra y la barcaza que iba en cabeza, conducida por ocho taciturnos remeros que impulsaban su navío con habilidad por el centro de la corriente. Estos no habían dedicado más que una única mirada desinteresada al solitario jinete de la carretera: vestida con una túnica suelta sujeta por un cinturón —atuendo rutinario de hombres, mujeres y niños por igual en aquellas tierras tórridas—, la cabellera oculta bajo un sombrero de ala ancha cubierto con una tela blanca de hilo para protegerla del sol, Índigo podría pasar por cualquier buen ciudadano de Agia dirigiéndose a un mercado, a una feria, a una boda o a un entierro. Y la peluda criatura gris que andaba a paso rápido a la sombra del poni no era más que un perro extraordinariamente grande, un guardián que podía acompañar a cualquier viajero sensato para protegerlo de ladrones o vagabundos.

Ahora, no obstante, el río y la carretera carecían de todo tráfico, y la quietud, a medida que avanzaba el día, era intensa. No cantaba ningún pájaro; ni un lagarto se movía entre los guijarros que flanqueaban la carretera. La luz del sol se reflejaba centelleante sobre la resbaladiza superficie del río, e Índigo desvió la mirada del agua, los ojos doloridos por el resplandor.

«Deberíamos detenernos pronto.»

El calor había dejado a
Grimya
sin resuello para hablar en voz alta; en lugar de ello recurrió al vínculo telepático que ambas compartían. Su voz mental se introdujo en la amodorrada mente de la muchacha y ésta se dio cuenta de que había estado a punto de dormirse de nuevo sobre la silla.

«El poni está cansado. Y el sol está empezando a afectarte también a ti.»

Índigo bajó los ojos hacia la loba y asintió.

—Tienes razón,
Grimya.
Lo siento: esperaba poder llegar a la ciudad sin tener que descansar de nuevo, pero era una idea estúpida. —Tanteó a sus espaldas y tocó el reconfortante odre de agua—. Buscaremos alguna sombra y nos acomodaremos allí hasta que mengüe el calor.

«Puede que haya algunos árboles detrás de aquel saliente»,
dijo
Grimya. «Ofrecen mejor protección que las rocas. Estoy hambrienta. Me parece que cuando baya descansado iré...»
Se interrumpió.

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