«Estoy con mi Señora ahora. »
El halo empezó a disolverse. Se desvaneció, como ascuas que se enfriaran lentamente, hasta que el rostro que pertenecía a la vez a Jasker y a Fenran se diluyó con las suaves sombras y desapareció.
—¿Fenran... ? —musitó Índigo—. Jasker... ?
Sólo el eco le respondió. La oscuridad era total y se sintió abandonada. En aquel momento una voz a su espalda pronunció su nombre, y, con el corazón palpitándole con irracional esperanza, se dio la vuelta.
Una alta y elegante figura estaba de pie tras ella, claramente visible, incluso en la aterciopelada oscuridad. Índigo contempló el rostro severo y hermoso, el ondulante cabello del color de la tierra removida, los ojos lechosos que la miraban inmóviles con una inhumana mezcla de objetividad y compasión. Y recordó Carn Caille y al ser resplandeciente que había ido a verla después de la batalla, y un claro del bosque donde la nieve caía con silenciosa intensidad y donde su auténtica búsqueda había dado comienzo.
Ella dijo, entonces, y sus palabras fueron a la vez un desafío y una súplica:
—El demonio ha muerto.
El emisario de la Madre Tierra, su mentor, su juez, no respondió, y el miedo se aferró al corazón de Índigo.
—Lo hemos matado. —Su voz se elevó aguda, chillona—. Lo hemos destruido. ¡Está muerto! —El miedo amenazó con convertirse en pánico—. ¿No es... ?
Una triste sonrisa apareció en los labios del ser.
—Sí. Índigo: está muerto. Esta pesadilla se ha acabado ya, y es hora de que se inicie otra.
La muchacha inclinó la cabeza mientras un desordenado torrente de emociones se agitaba en su interior. Alivio, pena, amargura... y, presidiendo todo ello, un cansancio que llenaba de desconsuelo su alma. El emisario bajó los ojos hacia la enmarañada corona de sus cabellos y dijo:
—Has aprendido mucho, criatura, y eres más fuerte ahora. Intenta obtener consuelo de ello, ya que aligerará tu carga cuando llegue el momento.
Índigo sintió cómo las lágrimas empezaban a deslizarse por sus mejillas, y las secó con la mano. No lloraría, pero tenía que aflojar el tirante nudo de dolor que sentía en su interior, debía dar alguna expresión a sus emociones. Levantó los ojos y dijo, lastimera:
—Pensé... Vi a Fenran. Esperaba... —Pero las palabras no querían salir, porque sabía que aquella esperanza era infundada.
La voz del ser resplandeciente sonó llena de dulzura.
—Con cada victoria que obtienes, el tormento de Fenran se ve ligeramente aliviado, ya que las fuerzas que lo retienen se debilitan. No lo olvides. Índigo, y ten fe.
La joven volvió a bajar la mirada. Sabía que debiera hallar consuelo en las palabras del emisario, pero resultaba duro, muy duro.
El ser prosiguió:
—Despierta ahora, criatura. Es hora de ponerse en marcha.
—Yo...
Acalló su lengua al darse cuenta de que no había más que oscuridad allí donde había estado el resplandeciente ser. Las tinieblas se estremecieron, relucieron. Abrió los ojos y se encontró frente a una débil y sulfurosa luz diurna que se filtraba, a través de la entrada, hasta el interior de la cueva.
«¡Índigo!»
Algo cálido y del género de los mamíferos se colocó rápidamente a su lado. La muchacha contempló ante ella los ojos ambarinos de
Grimya.
Las lágrimas aparecieron de nuevo y arrojó los brazos alrededor del cuello de la loba; la abrazó con fuerza, incapaz de hablar durante algunos minutos, hasta que al fin la sofocante intensidad de sus emociones disminuyó un poco y se sentó de nuevo.
Grimya
frotó su hocico contra el rostro de ella.
«Has estado durmiendo durante mucho tiempo»,
dijo preocupada.
«Me parece que las dos hemos dormido, ya que recuerdo que sucedían muchas cosas extrañas, pero tengo la impresión de que deben de haber sido sueños. »
—¿Cuánto... ? —La garganta de Índigo estaba hinchada y reseca, y la voz se le ahogó cuando intentó hablar; lo probó de nuevo—. ¿Cuánto tiempo?
«No lo sé. Los truenos se apagaron hace mucho tiempo, muchos días, creo, y las rocas de fuego y las cenizas ya no caen. Pero el sol aún no ha dispersado las nubes. »
Índigo recordaba muy poco de aquellas últimas y enloquecidas horas. El recuerdo regresaría, estaba segura, pero no aún; y se alegraba de aquel pequeño respiro.
—Aszareel... —dijo—. Está muerto,
Grimya.
«Lo sé. »
La loba se lamió el hocico, como hacía a menudo cuando se sentía preocupada o confusa—.
«El... ser brillante me lo dijo. »
—¿El ser brillante?
«El que vino a nosotras en el bosque de mi tierra natal y me concedió la bendición. Lo volví a ver en mi sueño. »
Así que el emisario no se había olvidado de
Grimya...
Y, de repente, la joven sintió el resurgir de una vieja amargura al recordar aquel lejano encuentro. Una bendición, decía
Grimya.
¿Qué clase de bendición era enfrentarse a un futuro infinito bajo la sombra de su misión, sin envejecer, sin cambiar, destinadas a vagar por el mundo hasta que los siete demonios que ella había liberado fueran finalmente suprimidos? El animal no tenía ningún crimen que expiar, y tampoco ningún amor perdido que intentar recuperar. Sin embargo, había abandonado su hogar y todo lo que conocía para compartir la carga de Índigo: y la había conducido a esto...
La tranquila voz mental de la loba interrumpió sus lúgubres pensamientos, y comprendió que había leído lo que pasaba por su mente.
«¿Piensas que mi respuesta sería diferente, si se me ofreciera la bendición de nuevo? No cambiaría. Soy tu amiga. Índigo, y adonde tú vayas, yo iré. »
—Me avergüenzas,
Grimya.
Tu fe es mayor que la mía.
«No lo es. Quizá sea más sencilla, ya que la forma de ser de los humanos me recuerda muy a menudo a un árbol de ramas enmarañadas. Pero no mayor. Tú lo sabes. En el fondo de tu corazón, lo sabes. »
¿Era así?, se preguntó Índigo. Pensó en Fenran:
Con cada victoria que obtienes, su tormento se ve ligeramente aliviado,
había dicho el emisario, y se dio cuenta de que
Grimya
tenía razón. Sí que tenía fe. Y, a lo mejor, como creía la loba, la fe era suficiente...
La muchacha se puso en pie despacio, y anduvo vacilante hacia la entrada de la cueva y hacia la mañana anegada en sucio humo que había al otro lado. Su cuerpo había sido maltratado hasta el límite de su resistencia. Sin embargo, todo lo que sentía era una embotada sensación de dolor. Tenía sed, pero era una sed soportable, aunque tanto
Grimya
como ella ya debieran de estar muertas por la falta de agua. La inmortalidad, al parecer, poseía sus irónicas compensaciones...
Llegó a la entrada, y salió a la ladera de la montaña. Estaban cerca de la cima de un pico elevado, y a través de las nubes de azufre distinguía la cordillera que se extendía en todas direcciones. Ennegrecidas por la ceniza, vacías, silenciosas, las cumbres se alzaban por entre la fantasmal luz como imágenes de una pesadilla. No se oía ningún sonido procedente de las minas, y no había ningún resplandor verdoso que ensuciara el cielo con su corrompido fulgor. Sólo se percibía una tenue luz en la distancia, un parpadeo de fuegos rojo anaranjados, mientras veteados ríos de magma todavía fundido se movían con lentitud por los arrasados valles.
¿Cuántos habían muerto en aquel infierno? La venganza de la Diosa del Fuego no había hecho distinciones entre los culpables y los inocentes; aunque se había erradicado del mundo un terrible mal, el precio de la victoria era feroz. E Índigo supo que los fantasmas de aquellas víctimas se pasearían por sus sueños durante mucho tiempo.
Escuchó el suave sonido de las patas de
Grimya
sobre la piedra, y al bajar los ojos vio a la loba erguida junto a ella.
«Tenía que ser así»,
dijo el animal, y sus ojos estaban llenos de pesar.
«Sin todo esto, no hubiera podido acabarse con el dominio del demonio, y la enfermedad y el sufrimiento hubieran continuado eternamente. »
—Lo sé.
Índigo recordó a Chrysiva, y el tormento que la inocente criatura había soportado mientras esperaba la llegada de la muerte. Pero en su actual estado de ánimo, le resultaba difícil consolarse con el hecho de que ya no habría más víctimas como ella.
«Creo que Jasker lo comprendió»,
siguió
Grimya. «El sabía lo que significaría la venganza de la diosa. Pero sabía también que no existía ninguna otra forma de salvar a su tierra y a su gente. »
Parpadeó.
«Creo que debe de haberlos amado mucho. »
Las lágrimas afloraron a los ojos de Índigo y enturbiaron la deprimente vista que se ofrecía ante ella. Sí; Jasker había comprendido: sabía cuál debía ser el sacrificio, y por su diosa, y por aquellos cuyas vidas estaban siendo destrozadas por el horror que habitaba en el valle de Charchad, había estado dispuesto a convertirse en parte de aquel sacrificio.
Repuso en voz baja:
—¿Me hablarás de Jasker,
Grimya?
¿Me contarás cómo murió?
«Te lo contaré. Pero, no aún. No creo que pudiera encontrar las palabras. »
—No. Aún no.
Índigo se secó los ojos, y durante unos instantes contempló el revuelto cielo. Allá en lo alto, una débil mancha de un color más claro se proyectaba por entre las nubes de ceniza, y comprendió que se trataba del sol, perdido todavía detrás del espeso manto, pero dispersando —despacio pero inexorable— la lóbrega oscuridad para traer de nuevo la luz a la tierra. Y volvió a escuchar las palabras que el hechicero, que había probado ser un amigo auténtico e inquebrantable, pronunciara en su mente durante su sueño.
Estay con mi Señora ahora...
Deseó haberlo podido llorar en la forma adecuada, con música y una elegía para despedir a su espíritu en su último viaje. Pero su arpa, junto con todas sus posesiones materiales —excepto la ballesta y el cuchillo, que los secuaces de Quinas le habían quitado— estaban enterradas bajo una montaña de escombros y lava en las ruinas de la caverna de Jasker. El pensamiento le hizo sentir ganas de llorar otra vez. Llorar por el arpa era vergonzoso, cuando había mayores pérdidas que soportar; pero había sido muy valiosa para ella, pues se trataba
de
un regalo de Cushmagar, el bardo ciego que fue a la vez su tutor y su mentor, y el único lazo de unión que le quedaba con el hogar que había perdido.
Índigo lanzó un suspiro, y apartó la mirada de la lejana mancha de luz para dirigirla ladera abajo, donde unas apenas perceptibles sombras empezaban a rozar las rocas. Y lo que vio allí la dejó atónita y sin respiración.
Su arpa.
Estaba intacta, sin el menor rasguño, sobre el sendero cubierto de ceniza, y las cuerdas temblaban con la más débil de las vibraciones, como si tan sólo hiciera unos segundos que la había depositado allí. La joven la miró asombrada, convencida de que debía tratarse de un espejismo, una ilusión producto de su cansada mente. Pero la imagen del arpa no se desvaneció ni vaciló, y de repente se encontró bajando a trompicones la cuesta y llegando al sendero. Cayó de rodillas junto al instrumento, sin prestar atención a las nubes de ceniza que se alzaron perezosas a su alrededor. Por un terrible instante no se atrevió a extender la mano para tocar el precioso instrumento, temerosa de encontrar tan sólo el vacío y el eco de una ilusión: pero entonces sus dedos
se
agitaron temblorosos, casi en contra de su voluntad, y percibió la suavidad de la madera pulida bajo ellos.
El arpa era real. Las cuerdas dejaron escapar un dulce sonido melancólico cuando las pulsó, y mientras los ecos del acorde resonaban suavemente por las montañas supo que aquel pequeño milagro era urja señal y un tributo del emisario de la Madre Tierra, un símbolo de esperanza en un lugar que no había conocido más que desolación.
Mientras las últimas notas del arpa se desvanecían, el rostro preocupado de
Grimya.
apareció sobre su cabeza, intentando ver en la semioscuridad.
—¿Índigo? —llamó la loba en voz alta.
Ella no pudo responderle. Estaba doblada sobre sí misma, con el instrumento entre sus brazos. Las lágrimas se derramaban sobre la madera pulida y las cuerdas relucientes, mientras lloraba por Jasker, por Chrysiva y por tantos otros cuyos nombres y rostros jamás había llegado a conocer.
Grimya
la observó con angustiada piedad, pero contuvo el instinto de correr hacia ella e intentar ofrecerle algo de consuelo. Sabía que durante algunos minutos. Índigo necesitaba aliviar su dolor a solas. La loba lanzó un suave gañido, luego se retiró al interior de la cueva y se tumbó con el morro entre las patas delanteras, mirando al exterior sin ver e intentando no pensar en todo lo que había sucedido. Por fin, la muchacha levantó la cabeza y supo que la tormenta había pasado. Sus lágrimas se secaban, y aunque la garganta y los pulmones estaban sofocados y su corazón parecía como vacío, se sentía extrañamente tranquila. Mientras se ponía en pie, tomando el arpa con mucho cuidado entre sus brazos, pensó que quizás, al igual que la asolada tierra que la rodeaba, también ella había sido purificada; y que después del dolor, le llegaría la paz, en cierto modo.
Levantó los ojos en dirección a la cueva.
Grimya
apareció al oír su dulce llamada mental y echó a correr montaña abajo hacia ella. La loba presionó su cabeza contra el muslo de la joven, sin hablar, transmitiendo con su contacto un sentimiento que no podía expresar con palabras.
Las borrosas sombras eran cada vez más largas; tras el dosel de nubes el sol empezaba a deslizarse hacia el oeste. Índigo se llevó una mano al pecho, percibiendo la familiar forma de la piedra-imán que colgaba en su bolsita, y recordó las palabras del emisario de la Madre Tierra.
Esta pesadilla se ha acabado ya, y es hora de que se inicie otra...
Sacó la bolsa y depositó el pequeño guijarro sobre la palma de la mano. Diminuto, intensamente brillante bajo la tenebrosa luz, la dorada mota relucía en el corazón de la piedra y señalaba en dirección este. Siguiendo el sendero y más allá de la última colina, lejos de las montañas, de la devastación y de las sepulturas anónimas de tantas personas, hacia el distante mar y hacia una nueva búsqueda.
¿Cuánto tiempo tardaría esta vez?, se preguntó. ¿Cuántos años más debería vagar y buscar hasta que un nuevo demonio proyectara su sombra sobre otra tierra y ella debiera enfrentarse de nuevo a las consecuencias de su estúpida y temeraria acción?