Infierno (33 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantastico

BOOK: Infierno
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La joven se puso en pie de un salto y corrió. La pared del pozo surgió de entre las tinieblas y empezó a trepar. Sus ropas se rasgaron, se hizo un corte en la pierna, pero, por fin, consiguió llegar arriba e incorporarse de nuevo. Del cielo empezaban a caer ahora bolas de fuego de magma incandescente; vio cómo una de ellas cayo donde se encontraba e incendió el sucio humo que flotaba por todas partes. Se apartó de su trayectoria mientras esta iba a estrellarse contra el suelo. Llameantes fragmentos salieron despedidos en todas direcciones y lanzó un grito cuando uno de ellos le dio en el brazo y encendió su manga. Apagó las llamas a golpes mientras seguía corriendo, quemándose la mano y el antebrazo. Más bolas de fuego brillaron en lo alto; las chispas saltaban centelleantes por los aires y le chamuscaban los cabellos. A su izquierda, el río de lava se ensanchaba, aumentando su velocidad y alterando su curso, y ella se desvió a un lado, tomando una ruta más empinada pero que la alejaría de la mortífera corriente. Cenizas ardientes, que en algunos lugares le llegaban hasta los tobillos, le quemaban los pies, y apenas si podía respirar; cada vez que inhalaba, su garganta y sus pulmones se llenaban de humo. Se levantó el borde de la falda para cubrirse boca y nariz, pero daba lo mismo. Medio asfixiada, sin poder ver, ni sabía ni le importaba adonde se dirigía, estaba demasiado desesperada por alejarse del humo y de las cenizas para pensar en algo que no fuera el siguiente paso tambaleante. En una ocasión, le pareció oír voces no muy distantes que la llamaban; se detuvo y resbaló por la pendiente, mientras atisbaba frenética a su alrededor. Pero el humo era demasiado espeso para que pudiera ver nada; los atronadores ecos de la erupción ahogaron cualquier otro grito y ella no tenía aliento para gritar, a su vez, en la oscuridad. Si había otros seres vivos en el valle de Charchad, no tenía la menor posibilidad de ir en su busca y sobrevivir. Se volvió de nuevo hacia la ladera y avanzó a tientas, pendiente arriba.

De repente apareció una abertura en la roca, sobre su cabeza. No era el sendero desde el que había visto por primera vez el valle de Charchad, ni era el lugar donde las enormes puertas de hierro barraban cualquier esperanza de salida, sino una escarpada abertura entre dos de los picos inferiores. Sus bordes resaltaban con fuerza en el llameante cielo. Jadeando. Índigo se arrojó hacia adelante y cayó cuan larga era sobre el espinazo de un empinado y estrecho risco. El impacto liberó sus pulmones de los restos de aire fétido que quedaban en ellos, y boqueó, mareada por las náuseas. Se puso de rodillas con un supremo esfuerzo, levantó la cabeza como pudo y miró al otro extremosa los hornos de fundición y a las minas.

Los valles estaban envueltos en un caos total. Los hombres huían de los hornos y de los lagos de enfriamiento: corrían por la carretera cubierta de cenizas en un intento desesperado por llegar a las puertas de la mina antes de ser engullidos. Algunos podrían llegar a lugar seguro, pero la mayoría no tenía la menor posibilidad, ya que nueve enormes torrentes de lava convergían sobre ellos procedentes de todas partes, zambulléndose desde las cumbres y dividiéndose en cincuenta afluentes que se abrían paso hacia el valle para cortar todas, con la excepción de unas pocas, rutas de escape. Vio cómo una bola de fuego iba a estrellarse en medio de un grupo de hombres que huían; figuras diminutas escaparon de la devastación, retorciéndose y revolviéndose mientras ardían; algunas se arrojaron al río, pero también éste ardía, al haberse incendiado su contaminada superficie. Cabañas, máquinas y caballetes se quemaban; enormes lenguas de fuego azulado brotaban de las aberturas al estallar los gases atrapados en las rocas. Y, enormes y siniestras bajo el cielo, avalares de destrucción, las tres cimas gigantescas de las Hijas de Ranaya vomitaban fuego y lava y atronaban con furia en la noche.

Con ojos llorosos. Índigo apartó la mirada de los horrores que tenían lugar a sus pies. Nada podía salvar a aquellos hombres condenados, y seguirlos hasta el valle resultaría suicida. Debía de haber otra forma de salir...

Y de repente, por entre toda aquella confusión, una voz familiar penetró en su mente.

«¡Índigo!»

La joven chilló:

—¡Grimya!

Luego empezó a toser medio asfixiada cuando la sorpresa la hizo tragar una bocanada del apestoso humo. Durante casi un minuto permaneció doblada sobre sí misma; luego, a medida que lo peor del espasmo desaparecía, empezó a mirar enloquecida en derredor suyo, el corazón latiéndole con renovada esperanza.
Grimya
estaba viva, e intentaba localizarla...

«¡Grimya!» Se concentró, furiosa, y lanzó su llamamiento mental con toda la energía que pudo reunir. «¡Grimya,
estoy aquí! ¡Te escucho!»

Un ensordecedor chillido de la Vieja Maia sacudió los riscos, y a través de él oyó el grito de respuesta de la loba.

«¡Al este. Índigo! ¡Ve hacia el este! ¡Ya te encontraré!»

Índigo no necesitó que le insistieran más. Se puso en pie y se dio la vuelta; tambaleándose, se dirigió por la colina hasta una escarpada pero escalable ladera de guijarros y piedras que conducía a una cima cercana. Las piernas le dolían terriblemente; sus manos, pies y rostro chamuscados le ardían de dolor y parecía como si todo el aire del mundo se hubiera consumido convirtiéndose en cenizas: pero gateó y se deslizó sobre la roca hasta llegar a la piedra más firme del otro lado, y empezó a cruzar la estribación.

Estaba a medio camino de la siguiente loma cuando una llamarada de luz sobre su cabeza le hizo levantar los ojos. Lo que vio casi detuvo su corazón.

La segunda de las hijas de Ranaya era, desde aquí, una violenta pero lejana amenaza detrás de una cadena de riscos. La muchacha se había considerado bastante a salvo, pero las fuerzas liberadas por la erupción habían resquebrajado la ladera sur del volcán y una catarata de magma fundido brotaba fuera de su prisión para fluir por el costado de la montaña. Cayó sobre las cimas que la rodeaban, atravesó barrancos y abismos, y franqueó rocas, abriéndose paso abrasadora en dirección al fondo del valle. Tres ríos de lava diferentes refulgían ahora bajando por las laderas a las que se aferraba Índigo. Y ella estaba justo en su camino.

No podía moverse. El terror tenía clavados sus manos y pies, y su cerebro estaba paralizado; no podía hacer otra cosa que mirar con horror aquel peligro. Podría superar el primero de los devastadores ríos, pero quedaría atrapada entre éste y el segundo. Y si convergían, o si otro afluente más caía en cascada sobre los riscos situados más arriba, entonces se vería aplastada y moriría envuelta en llamas...

Bajo sus pies la roca tembló con una enorme y atronadora vibración. Sin pensar, sin detenerse a razonar. Índigo echó a correr en zigzag, saltando de un punto de apoyo a otro en una desesperada y fútil tentativa de aventajar la avalancha de lava. Sabía que no lo conseguiría; la ladera era demasiado empinada, estaba segura de que en cualquier momento perdería pie y rodaría por la pendiente...

«¡Índigo! ¡Loba!»

Grimya
chillaba en su mente, su voz salvaje y frenética. Pero no podía ayudarla; la lava se acercaba; sentía su devastador calor, sentía cómo la temblorosa ladera estaba a punto de ceder bajo ella...

«¡Loba. Índigo! ¡LOBA!»

Con un sobresalto que casi le hizo perder el equilibrio, la joven recordó, y se dio cuenta de lo que
Grimya
intentaba comunicarle.
Loba.
El poder, el poder de cambiar de forma que había aprendido de manera tan cruel e inesperada en el mundo astral de los demonios. Pero no podría hacerlo, no aquí, no ahora; era imposible. No tenía las fuerzas que necesitaba, su mente estaba en desorden; no le quedaban más que unos segundos antes de que la muerte cayera sobre ella. Y aterrorizada, más allá de todo control, abrió la boca y chilló.

El grito se metamorfoseó en un aullido ululante y sintió el cambio como un terrible impacto de energía que surgió de su subconsciente y penetró en su cuerpo. Su equilibrio se esfumó; se tambaleó, tropezó, cayó hacia adelante...

Y se encontró corriendo con cuatro patas que la impulsaban sobre la roca, la leonada cabeza baja, las mandíbulas escarlata abiertas. Escuchaba a
Grimya,
a su hermana, a su pariente, que la instaba a seguir mientras corría como el rayo, más deprisa de lo que podría haberlo hecho ningún ser humano, hacia lugar seguro.

17

H
abía humo y calor, y había también violentas llamas que rasgaban la oscuridad. Apenas si podía respirar y el cuerpo le dolía terriblemente, pero siguió corriendo. Había dejado de ser Índigo para convertirse en un
lobo,
un animal, impulsado por instintos que nada tenían que ver con la lógica ni el razonamiento, pero que la impelían hacia el objetivo primordial de la supervivencia. La acometían hedores insoportables, sabores repugnantes abrasaban su boca, pero siguió adelante, hasta que el mundo se convirtió en un torbellino rojo que golpeaba sus sentidos, interminable, demencial.

Grimya
la encontró un minuto después de que se desplomara en las estribaciones de un cerro que conducía a las cumbres situadas más al este. Aunque la roca estaba caliente, y de vez en cuando se estremecía como respuesta a los lejanos temblores de los volcanes, los ríos de lava no habían alcanzado aquellas laderas; allí estaban a salvo.

Índigo estaba en el suelo, con las patas completamente estiradas y la cabeza torcida a un lado. Sus ojos se habían vuelto vidriosos a causa del agotamiento y la lengua colgaba fuera de su boca mientras intentaba respirar; su pelaje chamuscado estaba cubierto de un gruesa capa de cenizas, y cuando
Grimya
intentó reanimarla, apenas consiguió levantar el hocico unos centímetros.

No podían quedarse en el cerro. Faltaba poco para el amanecer; el sol no podría atravesar la espesa capa de cenizas y humo que flotaba ahora sobre todo el valle, pero cuando saliera, el calor —casi insoportable ahora— mataría a todo ser vivo que no hubiera encontrado refugio.
Grimya
había descubierto una cueva a poca distancia; era pequeña, pero les serviría. Obligó a Índigo a alzarse, mordisqueándole el lomo y el cogote hasta que se levantó tambaleante. Sus pensamientos resultaban incoherentes; aunque ella también estaba casi completamente exhausta, sabía que, sola, su amiga no habría sobrevivido mucho más, y en silencio dio las gracias a la Madre Tierra por haberla podido encontrar a tiempo.

Ríos de fuego rojo como la sangre surcaban el cielo mientras las dos lobas avanzaban penosa y lentamente por el cerro para alcanzar un sendero, cubierto por varios centímetros de ceniza, que serpenteaba por la ladera de la montaña. La cueva era poco más que una hendidura en la roca, pero la ceniza no había penetrado en su interior y estaba relativamente limpia de humo.
Grimya.
persuadió a Índigo para que entrara y la observó con ansiedad mientras ésta se dejaba caer en el suelo.

—Podemos des... cansar a... salvo. —Le habló en voz alta, no muy segura de que su amiga pudiera oír su voz telepática—. Hasta qu... que nos... recu... peremos.

Índigo se estremeció. Por un instante su figura pareció flotar estrambóticamente entre lo animal y lo humano. Luego suspiró, y
Grimya
se encontró contemplando el cuerpo acurrucado de una muchacha que, quemada, chamuscada, con la ropa echa pedazos y agotada hasta extremos insospechados, se había hundido ya en un sueño parecido a un estado de coma.

La loba volvió la cabeza en dirección a la entrada de la cueva. Las chispas seguían danzando en el aire allí fuera, y avanzó despacio hacia la abertura para contemplar aquella noche de locura. El tronar, pensó, parecía haber menguado ahora, y la furia de las erupciones disminuía, como si las Hijas de Ranaya hubieran desatado ya toda su cólera. Se estremeció intentando no recordar las cosas que había visto aquella noche, el miedo, el horror y el dolor. También ella debiera dormir, pero antes de descansar quería contemplar por última vez el mortífero valle en el que Índigo había estado a punto de perecer, y las ruinas del maligno poder por el que Jasker había sacrificado su vida con tal de destruirlo.

Sintió un fuerte deseo de aullar que hizo que sus costados y lomo temblaran. Y aunque sus pulmones apenas tenían fuerzas suficientes para aspirar aire, levantó el hocico hacia el cielo y lanzó su grito nocturno a las invisibles estrellas. Era su propio réquiem por Jasker, y aunque sabía que no era el adecuado, le proporcionó un cierto consuelo.

El aullido se apagó en un débil gañido, y
Grimya
se lamió el hocico. Un vagabundo remolino de humo se le metió en los ojos; parpadeó para aclarar su visión, luego volvió la mirada a través del mar de cumbres hacia el último pico elevado que marcaba los límites del valle de Charchad.

No había valle. En lugar de ello había un dentado boquete allí donde un enorme risco se había partido en dos. Y más allá de los destrozados restos del risco, reluciendo ahora no con el fulgor verdoso de la radiación sino con los oscuros y abrasadores tonos rojos y dorados de las llamas, el valle de Charchad y todos los horrores que contenía permanecían enterrados bajo incalculables toneladas de piedra y magma que se enfriaba lentamente.

Jasker avanzaba hacia ella. Su figura estaba envuelta en una cálida luz difusa, como el resplandor del fuego de una chimenea, y parecía andar no sobre terreno sólido sino sobre una nube de humo que se arremolinaba alrededor de sus pies.

Índigo se incorporó. Su cuerpo parecía ligero e irreal; sentía una sed terrible, pero aparte de esto su única sensación era la de una extraordinaria paz. Todavía estaba oscuro, la única luz provenía de la aureola que rodeaba a Jasker, y extendió una mano hacia el hechicero.

—Jasker? Pensé que...

Pero no pudo terminar, ya que no sabía qué era lo que necesitaba decirle.

Él le sonrió, y sus labios se movieron como si le contestara, pero ella no escuchó ningún sonido. Y sus ojos, observó, no eran los ojos de un hombre mortal, sino calmados y nebulosos pozos de un color entre naranja y oro.

Entonces comprendió cuál había sido la suerte de Jasker, pero no quería aceptarlo y no acababa de resignarse a hacer la pregunta que se lo confirmaría más allá de toda duda. El hechicero sonrió de nuevo, y su aspecto empezó a cambiar. Los cabellos canos se oscurecieron hasta volverse negros, el rostro demacrado se suavizó, rejuveneciéndose y volviéndose de repente desgarradoramente familiar, hasta que Fenran, su propio amor, la contempló desde el halo de luz. Sólo los vacíos ojos dorados permanecieron inmutables: y entonces la voz de Jasker habló a su mente con suavidad y afecto.

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