Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva (23 page)

BOOK: Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva
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Entre la niebla aparecieron unos edificios grises y trémulos. Brincaban de arriba debajo de forma sumamente molesta.

¿Qué clase de edificios eran aquéllos?

¿Para qué eran? ¿Qué le recordaban?

Es muy difícil saber qué son las cosas cuando uno aparece de golpe y porrazo en un mundo diferente con otra cultura distinta, otra serie de conceptos fundamentales sobre la vida así como una arquitectura increíblemente sosa y sin sentido.

Por encima de los edificios, el cielo era frío, negro y hostil. Las estrellas, que a aquella distancia del sol deberían ser brillantes y cegadores puntos luminosos, estaban borrosas y empañadas por el grosor de la gigantesca burbuja protectora. De perspex o un material parecido. De algo opaco y pesado, en cualquier caso.

Tricia rebobinó la cinta hasta el principio.

Sabía que había algo raro en ella.

Bueno, en realidad había un millón de cosas un tanto raras, pero una en concreto, no sabía cuál, la inquietaba.

Dio un suspiro y bostezó.

Mientras esperaba que se rebobinara la cinta, quitó de la moviola algunas de las tazas de plástico que se habían acumulado y las tiró a la papelera.

Estaba en un pequeña sala de montaje de una compañía de producción de vídeos en el Soho. Tenía notas de «No molesten» pegadas por toda la puerta y había bloqueado todas las llamadas en la central telefónica. En principio para proteger su asombrosa exclusiva, aunque ahora la protegería de la confusión.

Vería otra vez la cinta entera desde el principio. Si lo soportaba. Podría pasar rápidamente algunas partes.

Eran las cuatro de la tarde del lunes y tenía cierta sensación de marco. Intentaba averiguar la causa de aquel ligero malestar, y no le faltaban motivos.

En primer lugar, todo había sucedido inmediatamente después del vuelo nocturno de Nueva York. El ojo rojo. Siempre matador.

Luego la abordaron unos extraterrestres en su jardín y la llevaron al planeta Ruperto. No tenía suficiente experiencia en esas cosas como para asegurar que eran matadoras, pero estaba dispuesta a apostar que los que pasaban habitualmente por ello lo maldecían. Las revistas siempre publicaban estadísticas sobre el estrés. Cincuenta puntos de estrés por perder el trabajo. Setenta y cinco por divorcio o cambio de peinado, etcétera. Ninguna mencionaba lo de ser abordada en el jardín por extraterrestres para volar al planeta Ruperto, pero estaba segura de que valía unas cuantas docenas de puntos.

No es que el viaje hubiese sido especialmente agotador. En realidad, había sido sumamente aburrido. Desde luego, no le produjo más tensión nerviosa que la travesía del Atlántico, y había durado aproximadamente lo mismo, unas siete horas.

Bueno, eso era bastante sorprendente, ¿no? El hecho de que el viaje a los extremos confines del sistema solar durase el mismo tiempo que el vuelo de Nueva York significaba que la nave disponía de una forma de propulsión fantástica y desconocida. Interrogó al respecto a sus anfitriones y ellos convinieron en que era bastante buena.

—¿Pero cómo funciona?— preguntó con entusiasmo. Al principio del viaje todavía estaba muy entusiasmada.

Encontró la parte de la cinta que buscaba y volvió a verla. Los grebulones, que así se llamaban ellos mismos, le enseñaban cortésmente qué botones pulsaban para hacer funcionar la nave.

—Sí, pero ¿con qué principio funciona?— se oyó preguntar desde detrás de la cámara.

—Ah, ¿se refiere a si tiene energía remolcadora o algo así?— dijeron ellos.

—Sí— insistió Tricia—. ¿Qué es?

—Algo parecido, probablemente.— ¿A qué?

—Energía remolcadora, energía fotónica, algo así. Tendrá que preguntar al ingeniero de vuelo.

—¿Y quién es?

—No sabemos. Todos hemos perdido la cabeza, ¿sabe?

—Ah, sí— dijo Tricia en tono vago—. Ya me lo han dicho. Y entonces, ¿cómo han perdido la cabeza, exactamente?

—No lo sabemos— contestaron ellos, pacientemente.— Porque han perdido la cabeza— repitió Tricia en tono triste.

—¿Quiere ver la televisión? Es un viaje largo. Nosotros vemos la televisión. Nos gusta.

Así de interesante era el contenido de la cinta, que además no se veía bien. En primer lugar, la calidad de la película era sumamente mala, Tricia no sabía exactamente por qué. Tenía la impresión de que los grebulones respondían a un radio levemente distinto de frecuencias ligeras y de que en el ambiente había mucha luz ultravioleta, lo que era muy perjudicial para la cámara. También había nieve y un montón de interferencias. Quizá fuese algo relacionado con la energía remolcadora, de la que ninguno de ellos tenía la menor idea.

Así que lo que tenía filmado era, en esencia, un grupo de personas un tanto delgadas y pálidas sentadas frente a unos televisores que emitían programas de redes de distribución. También había enfocado hacia el diminuto ojo de buey que tenía cerca del asiento, con lo que consiguió un bonito efecto de estrellas, si bien con algunas rayas. Ella sabía que era auténtico, pero sólo se habrían tardado tres o cuatro minutos en falsificarlo.

Al final decidió dejar su preciosa cinta de vídeo para cuando llegara a Ruperto, y se sentó a ver la televisión. Incluso se quedó dormida un rato.

De manera que su sensación de mareo procedía en parte de que había pasado todas esas horas en una nave espacial de extraterrestres, de una concepción técnica asombrosa, y a mayor parte de esas horas dormitando frente a reposiciones de MASH y Cagney y Lacey. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? También había hecho algunas fotografías, desde luego, pero todas salieron bastante borrosas, según comprobó al recogerlas del laboratorio.

Su sensación de mareo posiblemente provenía también del aterrizaje en Ruperto. Eso, al menos, había sido sensacional y espeluznante. La nave había descendido majestuosamente sobre un paisaje triste y oscuro, un territorio tan desesperadamente alejado del calor y la luz de su sol principal, que parecía el mapa de las cicatrices psicológicas de un niño abandonado.

Unos focos destellaron entre la helada oscuridad y guiaron la nave hacia la embocadura de una gruta que pareció partirse por la mitad para que entrara la pequeña nave.

Lamentablemente, debido al ángulo de aproximación y a la profundidad en que el pequeño y grueso ojo de buey estaba colocado en el fuselaje de la nave, fue imposible enfocarla directamente con la cámara. Vio esa parte de la película.

La cámara enfocaba directamente al sol.

Eso suele ser muy malo para la cámara. Pero cuando el sol se encuentra aproximadamente a medio billón de kilómetros de distancia, no hace daño alguno, En realidad, apenas se nota. únicamente hay un pequeño punto luminoso en el centro del encuadre, lo que podría ser cualquier otra cosa. Sólo un astro entre una multitud.

Tricia pasó la cinta hacia adelante.

Ah. Esta vez, la siguiente escena había sido bastante prometedora. Al salir de la nave se encontraron en una vasta estructura gris semejante a un hangar. Aquello era una muestra clara de tecnología extraterrestre a una escala impresionante. Enormes edificios grises bajo la oscura bóveda de la burbuja de perspex. Eran los mismos edificios que antes había visto al final de la película. Había tomado más metraje de ellos a la salida de Ruperto, unas horas después, en el momento de abordar la nave para el viaje de vuelta. ¿Qué le recordaban?

Pues, bueno, igual que todo lo demás, le recordaban los decorados de cualquier película de ciencia ficción de bajo presupuesto rodada en los últimos veinte años. Aquello era mucho más grande, claro, pero en la pantalla tenía un aspecto chillón y poco convincente. Aparte de la horrorosa calidad de la película, tuvo que luchar con los inesperados efectos de la gravedad, que era considerablemente más baja que la de la Tierra, y le costó mucho trabajo evitar que la cámara saltara de un lado para otro de forma poco profesional y embarazoso. Por lo que le resultó imposible definir detalle alguno.

Y ahí estaba el jefe, que se acercaba a saludarla sonriente y con la mano extendida.

Así era como lo llamaban. El jefe.

Los grebulones no tenían nombres, sobre todo porque no se les ocurría ninguno. Tricia descubrió que algunos habían pensado en llamarse como ciertos personajes de los programas de televisión que recibían de la Tierra, pero por mucho que intentaran llamarse Wayne, Bobby o Chuck, algo que permanecía acechante en lo más hondo del subconsciente cultural que los acompañaba desde sus lejanos planetas de procedencia debió decirles que aquello no estaba bien y no serviría de nada.

El jefe tenía casi el mismo aspecto que todos los demás. Algo más delgado, posiblemente. Le dijo que le gustaban mucho sus programas de televisión, que era su más grande admirador, que se alegraba mucho de que hubiese podido venir a Ruperto, que todo el mundo ansiaba su llegada, que esperaba que hubiese tenido un vuelo agradable, etcétera. Tricia no percibía ninguna sensación especial de que fuese un especie de emisario de las estrellas ni nada parecido.

Desde luego, al verlo en el vídeo, parecía simplemente un individuo con ropa de vestuario y maquillaje frente a unos decorados que no aguantarían mucho si alguien se apoyaba en ellos,

Se quedó mirando la pantalla con las manos en la cara y moviendo despacio la cabeza, llena de perplejidad.

Aquello era horroroso.

No sólo era que aquella parte fuese horrorosa, sino que sabía lo que venía después. El jefe le preguntó si el viaje le había dado hambre y si le apetecía acompañarlo a comer algo. Podían charlar mientras comían.

Se acordaba de lo que había pensado en aquel momento.

Comida extraterrestre.

¿Cómo iba a salir del paso?

¿Tendría que llegar a comérsela? ¿No dispondría de alguna especie de servilleta de papel donde escupirla? ¿No habría toda clase de problemas de inmunidad diferencial?

Resultó que eran hamburguesas.

No sólo hamburguesas, sino que resultaron hamburguesas que sin ningún género de dudas eran hamburguesas de McDonald's, recalentadas en microondas. No se trataba únicamente de su aspecto. Ni sólo del olor. Eran los envoltorios de poliestireno en forma de concha, que tenían impreso el nombre «McDonald's».

—¡Coma! ¡Disfrute!— le dijo el Jefe—. ¡Nada es demasiado bueno para nuestra distinguida huésped!

Estaban en sus aposentos privados. Tricia miró alrededor con una perplejidad rayana en el miedo, pero a pesar de ello lo filmó todo.

En la estancia había una cama de agua. Y una cadena Midi. Y uno de esos cilindros de cristal con iluminación eléctrica que se ponen encima de las mesas y parecen tener largos glóbulos de esperma flotando en su interior. Las paredes estaban tapizadas de terciopelo.

El jefe se recostó en un puf de pana marrón y se roció la boca con un aerosol para refrescarse el aliento.

De pronto, Tricia empezó a sentir mucho miedo. Que ella supiera, estaba más lejos de la Tierra de lo que ningún ser humano hubiese estado jamás, y se encontraba en compañía de un alienígena recostado en un puf de pana marrón que estaba poniéndose aerosol en la boca para refrescarse el aliento.

No deseaba hacer ningún falso movimiento. No quería alarmarlo. Pero había cosas que tenía que saber.

—¿Cómo consiguió..., de dónde sacó... todo esto?— preguntó, haciendo un gesto nervioso hacia la habitación.

—¿La decoración?— dijo el jefe—. ¿Te gusta? Es muy distinguida. Los grebulones somos un pueblo muy refinado. Adquirimos bienes de consumo ultramodernos... por correo.

En ese punto, Tricia asintió muy despacio con la cabeza.

—Por correo...— repitió.

El jefe soltó una risita. Era una de esas risitas suaves y tranquilizadoras como chocolate oscuro.

—Pero no pienses que nos lo envían aquí. ¡No! ¡ja, ja! Disponemos de un apartado especial de correos en New Hampshire. Hacemos visitas periódicas para recogerlo. ¡ja, ja!

Se recostó con toda tranquilidad en el puf, alargó el brazo para coger una patata frita recalentada y le dio un mordisquito en la punta con una sonrisa de regocijo en los labios.

Tricia sintió que el cerebro se le erizaba un poco. Mantuvo la cámara en funcionamiento.

—¿Cómo hacen para... bueno, cómo pagan estos maravillosos... objetos?

El jefe volvió a soltar una risita.

—American Express— contestó, encogiéndose de hombros.

Tricia volvió a asentir despacio. Sabía que daban tarjetas absolutamente a todo el que lo pidiese.

—¿Y esto?— preguntó, cogiendo la hamburguesa que le había ofrecido.

—Muy sencillo— contestó el jefe—. Hacemos cola.

Una vez más, con un lento escalofrío que le recorrió la espalda, Tricia comprendió que aquello explicaba muchas cosas.

Pulsó de nuevo el botón para pasar la cinta. No había nada que pudiera utilizarse. Todo era una espantosa locura. Si hubiese falsificado algo, habría tenido una impresión más convincente.

Otra sensación de mareo empezó a apoderarse de ella mientras veía aquella inútil y horrible cinta, y con lento horror empezó a comprender que ésa debía ser la causa.

Debía estar...

Sacudió la cabeza y trató de serenarse.

Un vuelo nocturno hacia el Este... Las pastillas que había tomado para dormir durante todo el viaje. El vodka que había bebido para que las pastillas le hicieran efecto.

¿Qué más? Pues, bueno. Los diecisiete años de obsesión por un hombre encantador de dos cabezas, una de ellas disfrazada de loro enjaulado, que intentó ligársela en una fiesta pero que luego se largó impaciente a otro planeta en un platillo volante. Aquella idea pareció llenarse de pronto de inquietantes aspectos en los que jamás había pensado verdaderamente. Nunca se le habían ocurrido. En diecisiete años.

Se metió el puño en la boca.

Debía pedir ayuda.

Luego estaba Eric Bartlett, insistiendo en que una nave espacial de extraterrestres había aterrizado en su jardín. Y antes... en Nueva York había tenido, bueno, mucho calor y mucha tensión. Grandes esperanzas y amarga decepción. Lo de la astrología.

Debió haber sufrido una crisis nerviosa.

Eso era. Estaba agotada y había sufrido una crisis nerviosa, con las consiguientes alucinaciones poco después de llegar a casa. Lo había soñado todo. Una raza de extraterrestres desposeídos de su vida y su historia sacados en un lugar remoto de nuestro sistema solar, que llenaban su vacío cultural con la basura de nuestra civilización. ¡Ja! Esa era la forma que la naturaleza adoptaba para indicarle que ingresara sin tardanza en un centro médico de los más caros.

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