Read Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva Online
Authors: Douglas Adams
—De acuerdo— dijo Random, soltando una carcajada—. Intentemos ir a la Tierra. Vayamos a la Tierra a algún punto de su, humm...
—¿Eje de probabilidad?
—Sí. Donde no haya sido destruida. Tú eres el Guía. Así que ¿cómo conseguimos que nos lleven?
—¡ngeniería inversa.
—¿Qué?
—¡ngeniería inversa. Para mí, el flujo del tiempo es intrascendente. Tú decides lo que quieres. Luego yo me limito a comprobar que eso haya sucedido ya.
—Estás de broma.
—Todo es posible.
—Estás de broma, ¿verdad?— insistió Random, frunciendo el ceño.
—Deja que te lo explique de otro modo— repuso el pájaro—. La ingeniería inversa nos permite evitar el engorro de esperar a que una de esas horriblemente escasas naves espaciales que pasan por tu sector galáctico una vez al año más o menos, se decida sobre si le apetece o no llevarte. El piloto pensará que tiene una entre un millón de razones para parar y recogerte. La verdadera razón será que yo he determinado su voluntad.
—Ahora estás siendo sumamente vanidoso, ¿verdad, pajarito?
El pájaro guardó silencio.
—Muy bien— concluyó Random—. Quiero una nave que me lleve a la Tierra.
—¿Ésta te parece bien?
La nave era tan silenciosa, que Random no la vio bajar hasta que casi la tuvo sobre la cabeza.
Arthur sí la vio. Ahora estaba a kilómetro y medio, y seguía acercándose. justo después de finalizar la exhibición de la salchicha iluminada había observado los tenues destellos de otras luces que atravesaban las nubes y, al principio, pensó que se trataba de otro llamativo espectáculo de son et lumiére.
Tardó unos momentos en darse cuenta de que se trataba de una verdadera nave espacial, y otros tantos en comprender que bajaba directamente donde suponía que estaba su hija. Entonces fue cuando, de pronto, sin importarle la lluvia, olvidándose de la herida de la pierna, a pesar de la oscuridad, echó verdaderamente a correr.
Se resbaló casi inmediatamente, cayendo al suelo, dándose en la rodilla con una piedra y haciéndose bastante daño. Se puso en pie a duras penas y volvió a intentarlo. Tenía la horrible y desalentadora impresión de que estaba a punto de perder a Random para siempre. Cojeando y maldiciendo, se lanzó a la carrera. Desconocía el contenido de la caja, pero el nombre que había en ella era el de Ford Prefect, y ése era el nombre que maldecía al correr.
La nave era de las más atractivas y bellas que Random había visto nunca.
Era asombrosa. Plateada, reluciente, inefable.
De no haber sabido que era imposible, habría dicho que era una RW6. Mientras aterrizaba sin ruido junto a ella vio que en realidad era una RW6, y la emoción casi le cortó el aliento. Una RW6 era de esas cosas que sólo se ven en la clase de revistas concebidas para provocar desórdenes civiles.
Además se puso muy nerviosa. La forma y el momento de su llegada eran profundamente inquietantes. O se trataba de la más extraña coincidencia, o estaba ocurriendo algo muy peculiar y preocupante. Un tanto tensa, esperó a que se abriera la escotilla de la nave. Su Guía— así lo consideraba ya—revoloteaba por encima de su hombro derecho, casi sin mover las alas.
La escotilla se abrió. Salió un poco de luz tenue. Al cabo de unos instantes surgió una figura. Permaneció inmóvil un momento, al parecer tratando de que sus ojos se habituaran a la oscuridad. Entonces distinguió a Random y pareció sorprenderse un poco. Empezó a caminar hacia ella. De repente dio un grito de sorpresa y echó a correr en su dirección.
Random no era de las personas hacia las que se puede echar a correr en una noche oscura cuando están un poco nerviosas. Desde el momento en que vio descender la nave estuvo acariciando inconscientemente la piedra que llevaba en el bolsillo.
Sin dejar de correr, resbalando, tropezando, chocando contra los árboles, Arthur comprendió al fin que llegaba demasiado tarde. La nave sólo había estado unos tres minutos en el suelo y ahora, en silencio, volvía a elevarse graciosamente sobre los árboles, giraba suavemente entre la fina lluvia a que ya se había reducido el aguacero, alzaba el morro, seguía subiendo y, sin esfuerzo, se perdía de pronto entre las nubes.
Desapareció. Y Random iba en ella. Era imposible que Arthur estuviese tan seguro, pero lo sabía y siguió avanzando de todos modos. Random había desaparecido, él había desempeñado la tarea de padre y no podía creer lo mal que lo había hecho. Trató de seguir corriendo, pero arrastraba los pies, le dolía Curiosamente la rodilla y sabía que era demasiado tarde.
No podía concebir que pudiera sentirse más triste y desdichado que en aquel momento, pero se equivocaba.
Al fin llegó cojeando a la gruta donde Random se había refugiado para abrir la caja. El suelo mostraba las marcas de la nave espacial que había aterrizado allí sólo unos minutos antes, pero de Random no había ni rastro. Deambuló desconsolado por la gruta, encontró la caja vacía y montones de bolitas de embalaje desperdigadas. Eso le molestó un poco. Había intentado enseñarle a ser un poco ordenada. El sentirse un tanto molesto con ella le ayudó a soportar la desolación que le producía su marcha. Era consciente de que carecía de medios para encontrarla.
Tropezó con algo inesperado. Se agachó a recogerlo y se quedó completamente pasmado al descubrir lo que era: su vieja Guía del autoestopista galáctico. ¿Cómo había ido a parar a aquella cueva? No había vuelto a recogerla al lugar del accidente. No tenía deseos de volver a aparecer por allí y no quería recuperar la Guía. Había supuesto que se quedaría para siempre en Lamuella, haciendo bocadillos ¿Cómo había ido a parar allí? Estaba funcionando. En la portada destellaban las palabras NO SE ASUSTE.
Salió de la cueva y volvió a la tenue y húmeda luz de la luna. Se sentó en una piedra a echar un vistazo a su vieja Guía, y entonces descubrió que no era una piedra sino una persona.
Arthur se puso en pie de un salto, sobrecogido de miedo, Sería difícil decir de qué estaba más asustado: si de haber hecho daño a la persona sobre la que inadvertidamente se había sentado, o de que la persona sobre la que inadvertidamente se había sentado le hiciera daño a su vez.
La inspección reveló que, después de todo, por el momento no había motivo para alarmarse. Quienquiera que fuese, la persona sobre la que se había sentado estaba inconsciente. Lo que probablemente allanaría bastante el camino hacia la explicación de qué hacía allí tendida. Pero parecía respirar perfectamente. Le tomó el pulso. También estaba bien.
Yacía de costado, medio encogido. Hacía tanto tiempo y estaba tan lejos de la última vez que había suministrado los primeros auxilios, que Arthur no se acordaba de lo que había que hacer. Lo primero, recordó entonces, era disponer de un botiquín de primeros auxilios. Maldita sea.
¿Debía ponerlo de espaldas o no? ¿Y si tenía algún hueso roto? ¿Y si se había tragado la lengua? ¿Y si luego le denunciaba? Pero, aparte de todo, ¿quién era?
En aquel momento, el hombre inconsciente emitió un sonoro gruñido y se puso boca arriba.
Arthur se preguntó si debía...
Lo miró.
Volvió a mirarlo.
Lo miró de nuevo, sólo para estar completamente seguro.
Pese a su creencia de que se sentía más deprimido de lo que jamás estaría, experimenta una terrible sensación de hundimiento.
El hombre volvió a quejarse y abrió despacio los ojos. Tardó un poco en ajustar la visión, luego parpadeó y se puso rígido.
—¡Tú!— exclamó Ford Prefect.
—¡Tú!— exclamó Arthur Dent.
Ford se quejó de nuevo.
—¿Qué necesitas que te explique esta vez?— le preguntó, cerrando los ojos con cierta desesperación.
Cinco minutos después estaba sentado y frotándose la sien, donde tenía un chichón bastante grande.
—¿Quién coño era esa mujer?— inquirió—. ¿Por qué estamos rodeados de ardillas y qué es lo que quieren?
—Las ardillas me han estado molestando toda la noche— contestó Arthur—. Insisten en darme revistas y cosas.
—¿De verdad?— dijo Ford, frunciendo el ceño.
—Y trapos.
Ford reflexionó.
—Ah. ¿Estamos cerca de donde se estrelló tu nave?
—Sí— contestó Arthur, un tanto tenso.
Pues será eso. Puede ocurrir. Los robots de cabina de la nave quedan destruidos. Los cibercerebros que los controlan sobreviven y empiezan a infestar la flora y la fauna de la comarca, Pueden transformar todo un ecosistema en una especie de inútil y abrumadora empresa de servicios que ofrece toallitas calientes y bebidas a los transeúntes. Debería haber una ley que lo prohibiera. Quizá la haya. Probablemente también otra ley que prohibiera que hubiese una ley que prohibiera eso, para que todo el mundo estuviera contento y motivado. Vaya. ¿Qué has dicho?
—He dicho que esa mujer es mi hija.— Ford dejó de frotarse la sien.
—Repítelo.
—He dicho— dijo Arthur en tono resentido— que esa mujer es mi hija.
—No sabía que tuvieras una hija.
—Bueno, posiblemente hay muchas cosas que ignoras de mí. Y ya que lo mencionamos, quizá haya muchas cosas que yo tampoco sepa de mí.
—Vaya, vaya, vaya. ¿Cuándo ocurrió eso, entonces?
No estoy muy seguro.
—Eso ya parece un territorio más familiar— aseguró Ford—. ¿Hay una madre de por medio?
—Trillian.
—¿Trillian? No creía que...
—No. Es un poco enrevesado, ¿entiendes?
—Recuerdo que una vez me dijo que tenía una niña, pero sólo como de pasada. La veo de cuando en cuando. Pero nunca con la niña.
Arthur no dijo nada.
Con cierta perplejidad, Ford empezó a tocarse de nuevo la sien.
—¿Estás seguro de que era tu hija?— preguntó.
—Cuéntame lo que ha pasado.
—Uf. Es una larga historia. Venía a recoger el paquete que envié a tu casa, a mi nombre...
—Bueno, ¿y qué era?
—Creo que puede ser algo inconcebiblemente peligroso.
—¿Y me lo enviaste a mi?— protestó Arthur.
—Al sitio más seguro que se me ocurrió. Pensé que con tu manera de ser podía confiar en que no lo abrirías. En cualquier caso, como he venido de noche no he podido encontrar el pueblo ese. Venía con información bastante general. No he encontrado indicación alguna. Supongo que aquí no tendréis señales ni nada.
—Eso es lo que me gusta de aquí.
—Entonces capté una débil señal de tu viejo ejemplar de la Guía, y localicé su posición pensando que me conduciría hasta ti. Me encontré con que había aterrizado en un bosque. No sabía lo que estaba pasando. Salí de la nave y entonces vi a esa mujer allí de pie. Fui a saludarla cuando de pronto me di cuenta de que tenía eso.
—¿El qué?
—¡Lo que te envié! ¡La nueva Guía! ¡El pájaro! Lo que tú debías tener a buen recaudo, idiota, pero estaba justo encima del hombro de la mujer. Eché a correr hacia ella y entonces me dio una pedrada.
—Ya veo— dijo Arthur—. ¿Y tú qué hiciste?
—Pues me caí al suelo, claro. Quedé muy maltrecho. Ella y el pájaro se dirigieron a mi nave. Y cuando digo mi nave, me refiero a una RW6.
—¿Una qué?
—Una RW6, por amor de Zark. Ahora mantengo grandes relaciones entre mi tarjeta de crédito y el ordenador central de la Guía. Esa nave es increíble, Arthur, es...
—Entonces, una RW6 es una nave espacial, ¿no?
—¡Sí! Es..., bueno, no importa. Mira, entérate por tu cuenta, ¿vale, Arthur? O consulta algún catálogo. A esas alturas estaba muy preocupado. Y medio aturdido, supongo. Estaba de rodillas y sangrando profusamente, así que hice lo único que se me ocurrió, que fue pedirles que por favor, por amor de Zark, no se llevaran mi nave. Les dije: No me dejéis abandonado aquí, en medio de un bosque dejado de la mano de Zark, sin instalaciones sanitarias y con una herida en la cabeza. Podía tener serios problemas, y ella también.
—¿Y qué dijo ella?
—Me dio otra pedrada en la cabeza.
—Me parece que puedo confirmar que era mi hija.
—Una niña muy tierna.
—Hay que conocerla.
—¿Llega a ablandarse?
—No, pero uno llega a saber cuándo agacharse. Ford apoyó la cabeza en las manos y trató de entender las cosas.
El cielo empezaba a clarear por el Oeste, que es por donde salía el sol. Arthur no tenía especial interés en verlo. Después de una noche infernal como aquella, sólo le faltaba que se presentara el puñetero día.
—¿A qué te dedicas en un sitio como éste, Arthur?
—Pues, principalmente, a hacer bocadillos.
—¿Qué?
—Hago, o mejor dicho, hacía bocadillos para una pequeña tribu. En realidad era un poco molesto. Cuando llegué, es decir, cuando me rescataron de los restos de aquella nave espacial de tecnología superavanzada que se había estrellado en su planeta, se portaron muy bien conmigo y pensé que debía ayudarlos un poco. Ya sabes, soy un tipo educado, procedente de una cultura de avanzada tecnología, podía enseñarles algunas cosas. Y por supuesto, fui incapaz. A la hora de la verdad, no tengo la menor idea de cómo funciona nada. No me refiero a los magnetoscopios, que nadie sabe cómo funcionan. Me refiero simplemente a una pluma, un pozo artesiano o algo así. Ni puñetera. No podía remediarlo. Un día me dio la depre y me hice un bocadillo. Todos se quedaron boquiabiertos. Nunca habían visto nada igual. Era una idea que jamás se les había ocurrido, y da la casualidad de que a mí me encanta hacer bocadillos, así que todo surgió de ahí.
—¿Y a ti te gustaba eso?
—Pues sí. En cierto modo, creo que sí. Disponer de un buen juego de cuchillos, esas cosas.
—¿Y no te pareció, por ejemplo, agotadora, fulminante, pasmosa, cargantemente aburrido?
—Pues, bueno, no. En realidad, no era cargantemente aburrido.
—Qué raro. A mí me lo habría parecido.
—Bueno, supongo que tenemos diferentes puntos de vista.
—Sí.
—Como los pájaros pikka.
Ford no tenía ni idea de a qué se refería, y no se molestó en averiguarlo. En cambio, le preguntó:
—Entonces, ¿cómo coño salimos de aquí?
—Pues creo que lo más sencillo es seguir valle abajo hasta la llanura, lo que probablemente nos llevará una hora, y luego dar un rodeo desde allí. No creo que soportara volver por el mismo sitio.
—¿Dar un rodeo hacia dónde?
—Pues hacia el pueblo, supongo— contestó Arthur, suspirando con cierta desesperación.
—¡No quiero ir a ningún jodido pueblo!— replicó Ford—. ¡Tenemos que salir de aquí!