Read Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva Online
Authors: Douglas Adams
—No— aseguró Tricia—. No hice lo que debía. Ni tampoco pude seguir haciendo lo que hacía. Era astrofísica, sabe usted. No se puede ser una buena astrofísica si no se conoce realmente a alguien de otro planeta con dos cabezas y una de ellas finge que es un loro. Simplemente, no se puede. Al menos yo no pude.
—Comprendo que le resultara duro. Y probablemente es por eso por lo que usted tiende a ser un poco dura con otras personas que hablan de cosas que parecen completamente absurdas.
—Sí— convino Tricia—. Supongo que tiene razón. Lo siento.
—No tiene importancia.
—A propósito, es usted la primera persona a quien cuento esto.
—Me pregunto si es usted casada.
—Pues no. Hoy resulta difícil adivinarlo, ¿verdad? Pero hace bien en preguntar, porque ésa fue probablemente la razón. He estado a punto más de una vez, sobre todo porque quería tener un niño. Pero todos los chicos acababan preguntando por qué no les quitaba la vista del hombro. ¿Qué podía decirles? Una vez hasta pensé en dirigirme a un banco de esperma y conformarme con lo que viniese. Tener un hijo de un desconocido, al azar.
—¿En serio? No sería capaz de hacer eso, ¿verdad?
—Probablemente no— dijo Tricia, riendo—. No llegué a ir, así que no lo averigüé. No lo hice. La historia de mi vida. jamás he llegado a hacer nada en serio. Por eso trabajo en televisión, supongo. Ahí no hay nada serio.
—Disculpe, señora. ¿Es usted Tricia McMillan?
Tricia se volvió, sorprendida. Era un hombre con gorra de chófer.
—Sí— contestó, volviéndose a tranquilizar de inmediato.
—Hace una hora que la estoy buscando, señora. En el hotel me dijeron que no conocían a nadie con ese nombre, pero lo comprobé otra vez con la oficina de míster Martin y, sin ningún género de duda, me aseguraron que era aquí donde se alojaba usted. De modo que volví a preguntar, y cuando me repitieron que no la conocían hice que la buscara un botones de todos modos, pero no la encontraron. Así que pedí a la oficina que me enviaran por el FAX del coche una fotografía suya para echar un vistazo personalmente.
Miró su reloj.
—Quizá ya sea un poco tarde, pero ¿quiere venir de todos modos?
Tricia se quedó pasmada.
—¿Míster Martin? Se refiere a Andy Martin, de la NBS?
—Exactamente, señora. Prueba de pantalla para USIAM.
Tricia bajó disparada del asiento. Ni quería pensar en todos los recados que había oído para míster MacManus y míster Miller.
—Pero tenemos que apresurarnos— advirtió el chófer—. He oído que míster Martin es partidario de probar un acento británico. En la emisora, su jefe está absolutamente en contra de la idea. Es míster Zwingler, y resulta que sé que toma el avión para la costa esta tarde, porque yo soy el que tiene que recogerlo para llevarlo al aeropuerto.
—Muy bien— dijo Tricia—. Estoy lista. Vamos.
—Perfectamente, señora. Es la gran limusina estacionada frente a la entrada.
—Lo siento— dijo Tricia, volviéndose a Gail.
—¡Vaya! ¡Vaya usted!— repuso la astrólogo—. Y buena suerte. Me alegro de haberla conocido.
Tricia hizo ademán de coger el bolso para sacar dinero.
—Maldita sea— exclamó. Se lo había dejado arriba.
—Yo pago las copas— insistió Gail—. De veras. Ha sido muy interesante.
Tricia suspiró.
—Mire, siento de verdad lo de esta mañana y...
—No diga una palabra más. No es más que astrología. Es inofensiva. No se acaba el mundo por eso.
—Gracias— dijo Tricia, abrazándola en un impulso.
—¿Lo lleva todo?— inquirió el chofer—. ¿No quiere recoger el bolso ni nada?
—Si hay algo que he aprendido en la vida— repuso Tricia— , es a no volver por el bolso.
Poco más de una hora después, Tricia se sentó en una de las camas gemelas de la habitación del hotel. Estuvo unos minutos sin moverse, mirando fijamente el bolso, que reposaba inocentemente encima de la otra cama.
En la mano tenía una nota de Gail Andrews, que decía: «No se sienta demasiado decepcionada. Llámeme si quiere hablar de ello. Yo que usted, no saldría de la habitación hasta mañana por la noche. Descanse un poco. Pero no me tome en serio y no se preocupe. No es más que astrología. No el fin del mundo. Gail.»
El chófer había estado completamente en lo cierto. En realidad parecía saber más de lo que ocurría en el interior de la NBS que cualquier otra persona con quien hubiese hablado en la organización. Martin se había mostrado favorable. Zwingler, no, le hicieron una toma para demostrar que Martin tenía razón y echó a perder la oportunidad.
Qué lástima. Qué lástima, qué lástima, qué lástima.
Hora de volver a casa. Hora de llamar a las líneas aéreas y ver si aún podía coger el avión de la noche para Heathrow. Cogió la enorme guía telefónica.
Bueno, lo primero es lo primero.
Volvió a dejar la guía, cogió el bolso y se dirigió al baño. Sacó del bolso la cajita de plástico en que guardaba las lentes de contacto, sin las cuales había sido incapaz siquiera de leer debidamente el guión ni de saber cuándo tenía que empezar a hablar.
Mientras se aplicaba en los ojos las diminutas concavidades de plástico, pensó que si había aprendido una cosa en la vida era que hay veces que no se debe volver por el bolso y otras que sí conviene. Sólo le quedaba aprender a distinguir ambas situaciones.
En eso que en broma llamamos el pasado, la Guía del autoestopista galáctico tenía mucho que decir sobre el tema de los universos paralelos. No obstante, muy pocos aspectos de la cuestión resultan comprensibles para quien esté por debajo del nivel de Dios Avanzado, y como ya está perfectamente demostrado que todos los dioses conocidos cobraron existencia unas tres millonésimas de segundo después del inicio del universo y no la semana anterior, como ellos mismos solían afirmar, ahora, tal como están las cosas, tienen mucho que explicar y, por consiguiente, de momento no están en condiciones de comentar asuntos de física profunda.
Una cosa alentadora que la Guía tiene que decir con respecto a los universos paralelos es que no hay ni la más remota posibilidad de comprenderlos. En consecuencia, puede decirse «¿Qué?» y «¿Eh?», incluso quedarse bizco y ponerse a hablar por los codos sin temor a quedar en ridículo.
Lo primero que hay que entender de los universos paralelos, dice la Guía, es que no son paralelos.
También es importante comprender que, estrictamente hablando, tampoco son universos, pero eso resulta más fácil si se trata de entenderlo un poco después, cuando se haya comprendido que todo lo que se ha entendido hasta ese momento no es cierto.
Y no son universos debido a que todo universo dado no es realmente una cosa en sí, sino una forma de enfocar lo que técnicamente se conoce como TCRG, o Toda Clase de Revoltijo General, que tampoco existe realmente, sino que es la suma total de todas las diversas formas de enfocarlo en caso de que tuviese una existencia real.
Y no son paralelos por la misma razón por la que el mar no es paralelo. No significa nada. Puede dividirse el Toda Clase de Revoltijo General en las partes que se quiera y, en general, se obtendrá algo que alguien llamará hogar.
Por favor, no tenga reparos en ponerse a hablar por los codos ahora mismo.
La Tierra que ahora nos ocupa, a causa de su particular orientación en el Toda Clase de Revoltijo General, fue alcanzada por un neutrino del que se salvaron las demás Tierras.
Ser alcanzado por un neutrino no significa gran cosa.
En realidad, resulta difícil pensar en nada más pequeño con lo que pueda justificarse la esperanza de ser alcanzado. Y no es que el ser alcanzado por neutrinos fuese un acontecimiento especialmente insólito en algo del tamaño de la Tierra. Todo lo contrario. No pasaría un insólito nanosegundo sin que la Tierra fuese alcanzada por varios billones de neutrinos de paso.
Todo depende del sentido que se dé a «alcanzado», claro está, puesto que como materia equivale prácticamente a nada. Las posibilidades de que un neutrino llegue a alcanzar algo en su recorrido por todo el bostezante vacío son aproximadamente semejantes a la de arrojar un cojinete de bolas al azar desde un 747 en pleno vuelo y acertar, pongamos, a un sandwich de huevo.
Sea como fuere, aquel neutrino alcanzó algo. Nada tremendamente importante en la escala de las cosas, podría decirse. Pero el problema de afirmar algo así es que hay que ponerse bizco y hablar escupiendo a la gente. Siempre que llega a ocurrir verdaderamente algo en alguna parte de algo tan complicado como el Universo, Kevin sabe en qué acabará todo, en donde «Kevin» es cualquier sujeto aleatorio que no sabe nada de nada.
Aquel neutrino chocó con un átomo.
El átomo formaba parte de una molécula. La molécula formaba parte de un ácido nucleico. El ácido nucleico formaba parte de un gen. El gen formaba parte de una receta genética para crecer..., y así sucesivamente. El resultado fue que a una planta le acabó creciendo una hoja de más. En Essex. O lo que, tras un montón de absurdas discusiones y problemas de carácter geológico, llegaría a ser Essex.
Esa planta era un trébol. Extendió su influencia o, mejor dicho, su semilla, alrededor de forma sumamente rápida y eficaz y se convirtió en el tipo de trébol predominante en el mundo. La exacta relación causal entre ese minúsculo azar biológico y otras cuantas variaciones menores que existen en esa parte del Toda Clase de Revoltijo General— como la de que Tricia McMillan no se marchara con Zaphod Beeblebrox, las ventas anormalmente bajas de helado con sabor a nuez tropical y el hecho de que la Tierra en que ocurría todo esto no fuese demolida por los vogones para construir en su lugar una nueva desviación hiperespacial—está actualmente clasificada con el número 4.763.984.132 en la lista de prioridades del programa de investigación de lo que antiguamente fue la Sección de Historia de la Universidad de Maximégalon, y ahora parece que ninguno de los que se congregan para la oración al borde de la piscina considera urgente el problema.
Tricia empezó a creer que el mundo conspiraba contra ella. Comprendía que era una forma de pensar absolutamente normal después de un vuelo nocturno en dirección Este, cuando de pronto uno se encuentra ante otra jornada entera, plagada de oscuras amenazas, para la cual no se está preparado en lo más mínimo. Pero aun así.
Había marcas en su jardín.
En realidad no le importaban mucho las marcas en el jardín. En lo que a ella se refería, podían largarse a hacer gárgaras. Era sábado por la mañana. Acababa de volver de Nueva York y estaba cansada, de mal humor y paranoica, y lo único que quería era irse a la cama con la radio encendida y el volumen bajo para irse quedando dormida mientras Ned Sherrin decía cosas tremendamente inteligentes sobre cualquier tema.
Pero Eric Bartlett no iba a consentir que se quedara sin hacer una completa inspección de las marcas. Eric era el viejo jardinero que venía del pueblo todos los sábados por la mañana para hurgar con un palo por el jardín. No creía en la gente que venía de Nueva York a primera hora de la mañana. No lo aprobaba. Era algo contra natura. Pero creía prácticamente en todo lo demás.
—Seres del espacio, probablemente— sentenció inclinándose para tantear con el palo los bordes de las pequeñas hendiduras—. Estos días se habla muchos de alienígenas. Serán ellos, supongo.
—Ah, ¿sí?— repuso Tricia, mirando furtivamente su reloj. Diez minutos, calculó. Sería capaz de seguir en pie diez minutos. Luego se desplomaría, simplemente, ya estuviera en su cuarto o allí, en el jardín. Y eso si sólo tenía que estar de pie. Si además debía asentir con aire inteligente y decir «Ah, ¿sí?» de cuando en cuando, el plazo podía reducirse a cinco.
—Pues claro— continuó Eric—. Bajan por aquí, aterrizan en tu jardín y luego se largan, a veces con tu gato. El gato de mistress Williams, la de la oficina de correos, ya sabe, esa pelirroja, fue secuestrado por extraterrestres. Claro que al día siguiente lo trajeron de vuelta, pero estaba de un humor muy raro. Por la mañana no hacía más que dar vueltas por ahí y luego se pasaba la tarde durmiendo. Lo curioso es que antes era al revés. Dormía por la mañana y zancadilleaba por la tarde. Iba atrasado, ¿comprende?, por el viaje en una nave interplanetaria.
—Comprendo.
—Lo tiñeron de atigrado, dice ella. Éstas son exactamente la clase de marcas que probablemente dejarían las patas articuladas de su tren de aterrizaje.
—¿Y no pueden ser de la cortacésped?— insinuó Tricia.
—Si fuesen más redondas, diría que sí, pero éstas se abren hacia fuera, ¿no ve? Una forma absolutamente más espacial.
—Es que usted mencionó que la cortacésped estaba dando la lata y había que arreglarla o empezaría a hacer hoyos en la hierba.
—Sí que lo dije, miss Tricia, y lo mantengo. No descarto totalmente la cortacésped, sólo digo lo que me parece más probable, vista la forma de los agujeros. Vienen por encima de esos árboles, ¿comprende?, con las patas articuladas del tren de aterrizaje...
—Eric...— dijo Tricia, pacientemente.
—Pero le diré lo que voy a hacer, miss Tricia— anunció Eric—. Echaré un vistazo a la cortacésped, tal como tuve intención de hacer la semana pasada, y la dejaré tranquila para que haga lo que guste.
—Gracias, Eric. En realidad me voy a acostar. Sírvase lo que quiera en la cocina.
—Gracias, miss Tricia, y buena suerte.
Eric se agachó y cogió algo del césped.
—Mire— dijo—. Un trébol de tres hojas. Da buena suerte, ¿ve?
Lo examinó con atención para asegurarse de que efectivamente se trataba de un trébol de tres hojas y no uno ordinario de cuatro al que se le hubiese caído una.
—Pero en su lugar, yo estaría atento a ver si hay señales de alienígenas por esta zona— prosiguió Eric, escudriñando sagazmente el horizonte—. Sobre todo por ahí, en la dirección de Henley.
—Gracias, Eric— repitió Tricia—. Lo haré.
Se acostó y soñó a intervalos con loros y otras aves. Por la tarde se levantó y se puso a dar vueltas por la casa, inquieta, insegura sobre qué hacer el resto del día, o incluso el resto de su vida. Presa de incertidumbre, tardó al menos una hora en decidir si iba al pueblo a pasar la velada en Stravro's, que por entonces era el local de moda de los profesionales más encopetados de los medios de comunicación y ver a algunos amigos que la ayudasen a recuperar la normalidad. Al fin decidió ir. No estaba mal. Era divertido. Apreciaba mucho a Stavro, un griego de padre alemán, combinación bastante extraña. Un par de noches antes Tricia había estado en el Alpha, que era el club original de Stavro en Nueva York y que ahora llevaba su hermano Karl, quien se consideraba alemán de madre griega. Stavro se pondría muy contento al saber que su hermano no daba una dirigiendo el club de Nueva York, así que Tricia le daría una alegría... Entre Stavro y Karl Mueller la antipatía era mutua.