Read Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva Online
Authors: Douglas Adams
Al salir de las oficinas de la compañía, Arthur temblaba ligeramente. No sólo había perdido a Fenchurch de la forma más completa y absoluta posible, sino que le daba la impresión de que cuanto más tiempo pasaba en la Galaxia más parecía aumentar la cantidad de cosas de las que no tenía la menor idea.
Justo en el momento que más absorto estaba en aquellos vagos recuerdos, llamaron a la puerta de la habitación. Abrieron inmediatamente y apareció un individuo gordo y desgreñado con la única maleta de Arthur.
—¿Dónde le dejo...?— preguntó el recién llegado.
No llegó a decir más porque de pronto se produjo una violenta conmoción y se derrumbó pesadamente contra la puerta, tratando de desprenderse de un pequeña y asquerosa criatura que había surgido con un grito de la húmeda noche para clavarle los dientes en el muslo, traspasándole incluso la gruesa protección de cuero que llevaba en aquella parte. Hubo un breve y horrible barullo de insultos y golpes. El hombre gritó frenéticamente señalando algo con el dedo. Arthur cogió un pesado garrote colocado junto a la puerta expresamente para esas circunstancias y dio un trancazo al puerco de las marismas.
El animal se apartó súbitamente y retrocedió cojeando, aturdido y calamitoso. Se volvió con aire anhelante al extremo de la habitación, con la cola metida entre las patas traseras, y se quedó mirando nerviosamente a Arthur, sacudiendo la cabeza hacia un lado de forma incongruente y repetida. Parecía tener la mandíbula dislocada. Lloraba un poco y barría el suelo con la cola húmeda. Sentado en el umbral, el individuo gordo que traía la maleta de Arthur estaba soltando maldiciones, intentando contener la hemorragia del muslo. Tenía la ropa empapada de lluvia.
Arthur observó al puerco de las marismas sin saber qué hacer. El animal lo miraba con aire interrogativo. Trató de acercarse a él, haciendo ruiditos lastimeros y quejosos. Movía penosamente la mandíbula. De pronto saltó al muslo de Arthur, pero no tenía fuerza para apretar con la mandíbula dislocada y cayó al suelo, gimiendo tristemente. El individuo gordo se puso en pie de un salto, empuñó el garrote, golpeó al puerco de las marismas hasta dejarle los sesos hechos una pulpa pegajosa en la tenue alfombra, y permaneció inmóvil, jadeante, como desafiando al animal a que hiciese el más mínimo movimiento.
Entre los restos de la cabeza hecha puré, el globo de un ojo del puerco de las marismas miraba a Arthur con aire de reproche.
—¿Sabe usted qué quería decir?— preguntó Arthur con voz queda.
—Pues, nada de particular— contestó el hombre—. Sólo pretendía ser amable. Y ésta es nuestra manera de ser amables— añadió, blandiendo el garrote.
—¿Cuándo sale el próximo vuelo?— preguntó Arthur.
—Creía que acababa de llegar.
—Sí. No era más que una breve visita. Sólo quería ver si éste era el sitio indicado. Lo siento.
—¿Quiere decir que se ha equivocado de planeta?— preguntó el hombre en tono sombrío—. Es curioso, la cantidad de gente que dice eso. Sobre todo los que viven aquí.
Miró los restos del puerco de las marismas con un resentimiento profundo y ancestral.
—Oh, no. Es el planeta adecuado, ya lo creo— repuso Arthur, recogiendo el folleto húmedo que estaba sobre la cama y guardándoselo en el bolsillo—. Está bien, gracias. Me llevaré esto— añadió, cogiendo la maleta. Se dirigió a la puerta y miró afuera, hacia la noche fría y lluviosa.
—Sí, es el planeta adecuado, desde luego— repitió—. El planeta correcto y el universo equivocado.
Un pájaro describió círculos sobre su cabeza mientras él se ponía de nuevo en marcha hacia el puerto espacial,
Ford tenía su propio código ético. No es que fuese gran cosa, pero era suyo y, más o menos, se atenía a él. Una de sus normas consistía en no pagar jamás sus propias consumiciones alcohólicas. No estaba seguro de si eso era ético, pero uno ha de conformarse con lo que tiene. Era, asimismo, firme y absolutamente contrario a cualquier tipo de crueldad con los animales, con todos menos con las ocas. Y además nunca robaría a sus jefes.
Bueno, no exactamente robar.
Si el supervisor de sus facturas no empezaba a respirar demasiado fuerte ni lanzaba una alerta de seguridad para cerrar todas las salidas cuando le entregaba la relación de gastos, Ford tenía la impresión de que no estaba haciendo adecuadamente su trabajo. Pero robar era otra cosa. Morder la mano que te alimenta. Chupar de ella lo más posible, incluso darle algún mordisquito cariñoso estaba muy bien, pero nunca morderla de verdad. Sobre todo si la mano pertenecía a la Guía, que era algo sagrado y especial.
Pero eso, pensó Ford mientras avanzaba por el edificio agachándose y dando virajes, estaba cambiando. Y la culpa sólo la tenían ellos. No había más que mirar alrededor. Filas de pulcros cubículos grises para los oficinistas y lujosos estudios informatizados para los directivos. Todas las dependencias estaban inundadas del monótono murmullo de informes y actas que revoloteaban por las redes electrónicas. En la calle se jugaba a la Busca del Wocket por amor a Zark, pero allí, en el núcleo de las oficinas de la Guía no había nadie que, ni siquiera por descuido, diera patadas a un balón por los pasillos ni llevara ropa de playa de colores chocantes.
—Empresas Dimensinfín— rezongó Ford para sus adentros mientras pasaba airosamente de un corredor a otro. Las puertas se abrían mágicamente a su paso sin pregunta alguna. Los ascensores le llevaban satisfechos adonde no debían. Ford se dirigía a la parte baja del edificio, siguiendo en general el camino más enrevesado y complejo posible. Su pequeño y feliz robot se encargaba de todo, esparciendo ondas de aquiescente alegría por todos los circuitos de seguridad que encontraba.
Ford pensó que necesitaba un nombre y decidió llamarlo Emily Sanders, como una chica de la que guardaba recuerdos muy cariñosos. Luego se le ocurrió que Emily era un nombre absurdo para un robot de seguridad y en cambio lo llamó Colin, como el perro de Emily.
Ahora circulaba por las más profundas entrañas del edificio, en zonas donde jamás había entrado, protegidas por una seguridad cada vez mayor. Empezaba a notar miradas perplejas en los agentes que encontraba. A aquel nivel de seguridad ya no se les consideraba personas. Y probablemente se ocupaban únicamente de las tareas propias de los agentes. Cuando llegaban a casa por la noche se volvían personas otra vez, y cuando sus hijos pequeños levantaban la vista hacia ellos y les preguntaban: «¿Qué has hecho hoy en el trabajo, papi?», se limitaban a contestar: «He desempeñado mis tareas de agente», sin dar más explicaciones.
Lo cierto era que ocurrían muchas cosas turbias tras la desenfadada y alegre fachada que a la Guía le gustaba adoptar, o que solía gustarle antes de que apareciese esa pandilla de Empresas Dimensinfín y empezase con sus oscuros tejemanejes. Había toda clase de fraudes fiscales, estafas, chanchullos y tratos dudosos sosteniendo el reluciente edificio, y abajo, en los inviolables niveles de investigación y proceso de datos, era donde se tramaba todo.
Cada pocos años la empresa instalaba sus actividades, junto con sus dependencias, en un mundo nuevo, y durante un tiempo todo eran risas y alegría mientras la Guía echaba raíces en la cultura y la economía locales, facilitando empleo, sentido de la fascinación y la aventura y, en el fondo, menos ingresos de lo que esperaban los habitantes del lugar.
Cuando la Guía se mudaba, llevándose el edificio consigo, se marchaba por la noche, casi como un ladrón. En realidad, exactamente igual que un ladrón. Solía largarse de madrugada y al día siguiente siempre se echaba en falta un montón de cosas. En su estela se derrumbaban culturas y economías, con frecuencia al cabo de una semana, dejando a planetas que antes eran prósperos sumidos en la desolación y la neurosis de guerra, pero todavía con la sensación de haber participado en una gran aventura.
Los «agentes» que lanzaban miradas perplejas a Ford mientras seguía adentrándose en las profundidades de las zonas más secretas del edificio se tranquilizaban por la presencia de Colin, que volaba a su lado con un zumbido de plenitud emotiva facilitándole el paso a lo largo de las diversas etapas. Empezaban a sonar alarmas en otras partes del edificio. Quizá porque ya habían encontrado a Van Harl, lo que supondría un problema. Ford confiaba en volver a guardarle en el bolsillo el Ident-i-Klar antes de que volviese en sí. Bueno, ése era un problema que tendría que resolver después, y ahora no tenía ni idea de cómo hacerlo. De momento no había de qué preocuparse. Dondequiera que iba con el pequeño Colin, se veía rodeado por una capa de luz y dulzura y, cosa más importante, de ascensores dispuestos y condescendientes y de puertas extremadamente obsequiosas.
Ford incluso empezó a silbar, lo que probablemente fue un error.
A nadie le gustan las personas que silban, sobre todo a la divinidad que configura nuestro destino.
La siguiente puerta no se abrió.
Y fue una lástima, porque era precisamente a la que Ford se dirigía. Allí estaba, gris y cerrada a cal y canto, con un letrero que decía:
PROHIBIDA LA ENTRADA
INCLUSO AL PERSONAL AUTORIZADO.
ESTÁ PERDIENDO EL TIEMPO.
MÁRCHESE.
Colin informó de que, en general, las puertas era mucho más severas en aquellas zonas profundas del edificio.
Ahora se encontraban a unos diez niveles por debajo de la entrada. Había aire acondicionado y las elegantes paredes tapizadas de arpillera habían dado paso a toscos muros de acero remachados con tornillos. La exuberante euforia de Colin se había difuminado en una especie de voluntariosa animación. Dijo que se empezaba a cansar un poco. Le hacía falta toda su energía para inocular la menor afabilidad en aquella puerta.
Ford le dio una patada. La puerta se abrió.
—Una mezcla de placer y dolor— murmuró—. Siempre da resultado.
Cruzó el umbral y Colin entró volando tras él. Incluso con el cable conectado directamente en el electrodo del placer, su felicidad tenía cierto cariz nervioso. Hizo un pequeño reconocimiento, subiendo y bajando rápidamente.
La estancia era pequeña y gris. Había un murmullo.
Era el centro neurálgico de la empresa.
Los terminales informáticos alineados en las paredes grises eran ventanas abiertas a todos los aspectos de las actividades de la Guía. Allí, en la parte izquierda de la sala, se compilaban en la red Sub-Etha los informes enviados por los investigadores de campo desde todos los rincones de la Galaxia, y se transmitían a los despachos de los subredactores jefe, cuyas secretarias suprimían todos los pasajes interesantes porque ellos habían salido a comer. El artículo que quedaba se enviaba entonces a la otra mitad del edificio— la otra pata de la «H»-, que era el servicio jurídico. Ese departamento suprimía todos los pasajes restantes que aún parecían remotamente buenos y lo enviaban a los despachos de los redactores jefe, que también habían salido a comer. Entonces, las secretarias de los redactores jefe lo leían, afirmaban que era una estupidez y suprimían la mayor parte de lo que quedaba.
Por último, cuando alguno de los redactores jefe volvía dando tumbos de comer, exclamaba:
—¿Qué es toda esta mierda que X— donde «equis» representa el nombre del investigador de turno—nos ha enviado desde el otro extremo de la puñetera Galaxia? ¿Qué sentido tiene enviar a alguien a pasar tres ciclos orbitales completos en las malditas Zonas Mentales de Gagrakacka, con todo lo que está pasando por allí, si lo mejor que se molesta en mandarnos es este montón de intragable basura? ¡Que no le admitan los gastos!
—¿Qué hago con el artículo?— preguntaba la secretaria.
—Pues póngalo en la red. Algo tiene que circular por ahí. Me duele la cabeza, me voy a casa.
De modo que el artículo corregido pasaba por última vez por la censura y la hoguera del servicio jurídico y luego era enviado a aquella sala, donde se transmitía a la red Sub-Etha para que pudiera recuperarse inmediatamente en cualquier punto de la Galaxia. De eso se encargaba la instalación que inspeccionaba y comprobaba los terminales de la parte derecha de la sala.
Mientras, la orden de denegación de la nota de gastos se transmitía al terminal del rincón derecho, que era hacia donde Ford se dirigía rápidamente en aquel momento.
Si está leyendo esto en el planeta Tierra, entonces:
a) Buena suerte. Hay un montón de cosas que usted ignora por completo, pero no es el único. Sólo que en su caso, las consecuencias de su ignorancia son especialmente horribles, pero bueno, oiga, así es como están ahora las cosas y no hay remedio.
b) En cuanto a saber qué es un terminal informático, ni lo sueñe.
(Un terminal informático no es ningún absurdo y anticuado aparato de televisión con una máquina de escribir delante. Sino una interfaz donde la mente y el cuerpo pueden conectar con el universo y mover de acá para allá algunas de sus partes.)
Ford se apresuró hacia el terminal, se sentó frente a él y se sumergió rápidamente en el universo que le ofrecía.
No era el universo normal a que estaba acostumbrado. Era un universo de mundos tupidos, pliegues, topografías agrestes, picos escarpados, barrancos que cortaban la respiración, lunas que brincaban sobre hipocampos, grietas bruscas y malignas, océanos que se henchían en silencio, abismos que se precipitaban en círculos hacia un fondo insondable.
Permaneció quieto para tratar de orientarse. Controló la respiración, cerró los ojos y volvió a mirar.
Así que en eso era en lo que los contables empleaban el tiempo. Aquello tenía más miga de lo que parecía a primera vista. Miró bien, cuidando de que aquello no se dilatara ante sus ojos, ni se desdibujara ni le abrumara.
Estaba despistado en aquel universo. Ni siquiera conocía las leyes físicas que determinaban sus dimensiones o sus hábitos, pero el instinto le decía que buscase el rasgo más destacado y se lanzase hacia él.
A lo lejos, a una distancia incalculable— ¿era uno o un millón de kilómetros, o acaso tenía una mota en el ojo?-, había una pasmosa cumbre que se erguía en el cielo, sobresaliendo, ascendiendo y esparciéndose en floridos penachos (1), amalgamas (2) y archimandritas (3).
Se lanzó hacia ella, tumultuoso y agitadamente, y al fin la alcanzó en un abrir y cerrar de ojos absurdamente largo.
Se aferró a ella con los brazos extendidos, agarrándose fuertemente a su superficie llena de hoyos y ásperos relieves. Una vez convencido de que estaba bien asegurado, cometió el error de mirar hacia abajo.