Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva (7 page)

BOOK: Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva
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—De los chistes me encargo yo— rezongó Ford.

—No— repuso Harl—. Usted se encargará de la columna gastronómica.

Lanzó una ficha de plástico sobre el escritorio. Ford no hizo ademán de recogerla.

—¿Que usted se encargará de qué?

—No. Yo, Harl. Usted, Prefect. Usted hará la columna gastronómica. Yo, redactor jefe. Yo, aquí sentado, le encargo la columna gastronómica. ¿Entendido?

—¿Columna gastronómica?— repitió Ford, demasiado perplejo todavía para enfadarse de veras.

—Siéntese, Prefect— ordenó Harl. Dio la vuelta en su sillón giratorio, se puso en pie y miró por la ventana las diminutas manchas que festejaban el carnaval veintitrés pisos más abajo.

—Es hora de levantar este negocio, Prefect— anunció bruscamente—. En empresas Dimensinfín somos...

—¿Empresas qué?

—Empresas Dimensinfín. Hemos adquirido todas las acciones de la Guía.

—¿Dimensinfín?

—Ese nombre nos ha costado millones, Prefect. Si no le gusta, ya puede ir recogiendo sus cosas.

Ford se encogió de hombros. No tenía nada que recoger.

—La Galaxia está cambiando— explicó Harl—. Hay que acomodarse a los cambios. Ir de acuerdo con el mercado, que está en ascenso. Nuevas aspiraciones. Nuevas técnicas. El futuro es...

—No me hable del futuro— le interrumpió Ford—. Yo he andado por todo el futuro. He pasado en él la mitad de mi vida. Es lo mismo que en cualquier otra parte. Que en cualquier otro tiempo. Lo que sea. Lo mismo de siempre, sólo que con coches más rápidos y el aire más emponzoñado.

—Ése es un futuro— arguyó Harl—. Su futuro, si es que lo acepta. Tiene que aprender a pensar bajo un punto de vista multidimensional. Existe una infinidad de futuros que se extienden en todas direcciones a partir de este instante; desde aquí, desde ahora mismo. ¡Billones de futuros que se bifurcan a cada instante! ¡En toda posición que pueda adoptar cada posible electrón surgen billones de probabilidades! ¡Billones y billones de luminosos y radiantes futuros! ¿Sabe lo que significa eso?

—Se le cae la baba por la barbilla.

—¡Billones y billones de mercados!

—Entiendo— repuso Ford—. Así que venden billones y billones de Guías.

—No— repuso Harl, buscando el pañuelo sin encontrarlo—. Discúlpeme, pero este asunto me excita mucho.

Ford le tendió su toalla.

—No vendemos billones y billones de Guías— prosiguió Harl tras limpiarse la boca debido a los gastos. Lo que hacemos es vender una Guía billones y billones de veces. Explotamos el carácter multidimensional del universo para reducir los costes de producción. Y no vendemos a esos autoestopistas sin un céntimo. ¡Qué idea tan absurda era ésa! Dirigirse al segmento del mercado que, más o menos por definición, no tiene dinero, y tratar de venderle el producto. No. Vendemos al viajante de comercio acomodado y a su ociosa mujer en un billón de futuros diferentes. Es la empresa más radical, dinámica y emprendedora de todo el infinito multidimensional del espacio tiempo probabilidad que haya existido jamás.

—Y usted pretende que yo sea su crítico gastronómico.

—Tendremos en cuenta sus prestaciones.

—¡Mata!— gritó Ford. Se dirigía a la toalla.

La toalla saltó de las manos de Harl.

No porque tuviera fuerza motriz propia, sino porque Harl se sobresaltó ante la idea de que pudiera tenerla. Volvió a sobresaltarse al ver que Ford Prefect se abalanzaba sobre él por encima del escritorio esgrimiendo los puños. En realidad, Ford sólo pretendía apoderarse de la tarjeta de crédito, pero nadie ocupa un puesto como el de Harl sin desarrollar un sano sentido paranoide de la vida. Tomó la sensata precaución de lanzarse hacia atrás, se dio un fuerte golpe en la cabeza contra el cristal a prueba de cohetes y se sumió en unos sueños inquietantes y muy personales.

Ford, de bruces sobre el escritorio, se sorprendió de lo espléndidamente que había salido todo. Lanzó una rápida mirada al trozo de plástico que ahora tenía en la mano— era una tarjeta de crédito Nutr-O-Cuenta, con su nombre ya grabado y fecha de expiración a dos años vista, y posiblemente se trataba del objeto más emocionante que Ford hubiese visto jamás-, y luego trepó por el escritorio para examinar a Harl.

Respiraba acompasadamente. A Ford se le ocurrió que respirarla aun mejor sin el peso de la cartera oprimiéndole el pecho, de modo que se la sacó del bolsillo interior y le echó un vistazo. Una buena cantidad de dinero. Bonos de crédito. Tarjeta de socio del club Ultragolf. Tarjetas de otros clubs. Fotografías de la mujer y la familia de alguien, probablemente de Harl, pero en estos tiempos es difícil estar seguro. Con frecuencia, los atareados directivos carecen de tiempo para tener esposa y familia a tiempo completo y se contentan con alquilarlas para los fines de semana.

¡Ja!

No podía creer lo que acababa de encontrar.

De la cartera sacó despacio un trozo de plástico locamente excitante cobijado entre un puñado de recibos.

Su aspecto no era locamente excitante. En realidad era bastante soso, traslúcido, más pequeño y un poco más grueso que una tarjeta de crédito. Al ponerlo a contraluz se veía una holografía con información en clave y unas imágenes ocultas a unos pseudocentímetros bajo la superficie.

Era un Ident-i-Klar, y llevarlo en la cartera era algo temerario y estúpido por parte de Harl, aunque perfectamente comprensible. En aquellos días se estaba obligado a dar pruebas concluyentes de la propia identidad de santísimas maneras distintas, que la vida podía resultar sumamente pesada únicamente por ese factor, sin contar los problemas profundamente existenciales de tratar de asumir una conciencia coherente en un universo físico epistemológicamente ambiguo. No hay más que fijarse en los cajeros automáticos, por ejemplo. Colas de gente que esperaban la comprobación de las huellas dactilares, la exploración de la retina, el raspado de piel de la nuca y el análisis genético inmediato (o casi inmediato, unos buenos seis o siete segundos de tediosa realidad), para luego tener que contestar preguntas capciosas acerca de la familia que ya ni recordaban tener y de sus consignadas preferencias sobre el color de los manteles. Y eso sólo para conseguir un poco de dinero para los gastos del fin de semana. Si se pretendía pedir un préstamo para un coche a reacción, firmar un tratado sobre misiles o pagar toda la cuenta del restaurante, las cosas podían ser verdaderamente penosas.

De ahí el Ident-i-Klar, que codificaba todas las informaciones relativas al físico y la vida de una persona en una tarjeta de utilidad general que cualquier máquina podía leer y se llevaba cómodamente en la cartera, por lo que hasta la fecha representaba el mayor triunfo de la técnica tanto sobre sí misma como sobre el sentido común.

Ford se la guardó en el bolsillo. Acababa de ocurrírsele una idea extraordinaria. Se preguntó cuánto tiempo permanecería inconsciente Harl.

—¡Oye!— gritó al robot del tamaño de una sandía pequeña que continuaba baboseando de euforia por el techo—. ¿Quieres seguir siendo feliz?

El robot, gorgoteando, dijo que sí.

—Entonces ven conmigo y haz todo lo que yo te diga, sin falta.

El robot repuso que ya era bastante feliz donde estaba, en el techo, y que muchas gracias. Nunca se había imaginado cuánta excitación pura podía hallarse en un buen techo, y quería explorar más profundamente sus impresiones sobre los techos.

—Tú quédate ahí, que pronto volverán a capturarte— le advirtió Ford— y a ponerte otra vez tu chip condicionante. Si quieres seguir siendo feliz, ven conmigo.

El robot dejó escapar un largo y hondo suspiro de apasionada melancolía y se dejó caer a regañadientes del techo.

—Oye— le dijo Ford—. ¿Puedes hacer que el resto del sistema de seguridad siga contento unos minutos?

—Una de las alegrías de la verdadera felicidad— sentenció gorgojeando el robot— es compartirla. Desbordo, espumeo, reboso de...

—Vale— le cortó Ford—. Sólo esparce un poco de felicidad por la red de seguridad. No comuniques información alguna. Sólo haz que se sientan bien para que no tengan necesidad de pedir datos.

Recogió la toalla y, alegremente, se dirigió corriendo hacia la puerta. La vida había sido un poco aburrida últimamente. Ahora tenía todos los indicios de volverse sumamente interesante.

7

Arthur Dent había estado en algunos sitios infectos a lo largo de su vida, pero jamás había visto un puerto espacial con un letrero que dijera: «Incluso viajar sin esperanza es mejor que venir aquí.» Para dar la bienvenida a los visitantes, en el vestíbulo de llegadas se exhibía una foto del presidente de Ahoraqué, que sonreía. Era la única fotografía que podía encontrarse de él, y la habían tomado poco después de que se pegara un tiro, de modo que aun retocada lo mejor posible la sonrisa era más bien aterradora. Un lado de la cabeza estaba dibujado a lápiz. Y no habían cambiado de fotografía porque no se había encontrado sustituto para el presidente. Los habitantes habían tenido desde siempre una sola ambición, que era marcharse del planeta.

Arthur se registró en un pequeño motel de las afueras de la ciudad y se sentó abatido en la cama, que estaba húmeda, y hojeó el pequeño folleto informativo, que también estaba húmedo. Decía que el planeta Ahoraqué recibió el nombre de las primeras palabras pronunciadas por los primeros colonos que llegaron allí después de años luz de vagar por el espacio en un esfuerzo por alcanzar los más remotos e inexplorados confines de la Galaxia. La ciudad principal se llamaba Pues-vaya. No había más ciudades propiamente dichas. La colonización de Ahoraqué no había sido un éxito, y la clase de gente que verdaderamente quería vivir en aquel planeta no era muy recomendable para hacer vida en común.

El folleto mencionaba el comercio. La principal actividad económica era el comercio de pieles de puercos de las marismas, pero no estaba muy desarrollada porque nadie en su sano juicio quería comprar una piel de puerco de las marismas ahoraqueño. Dicho comercio sólo se mantenía a duras penas porque en la Galaxia había un considerable número de gente que no estaba en su sano juicio. Arthur se había sentido muy incómodo observando a ciertos ocupantes de la pequeña cabina de pasajeros de la nave.

El folleto describía una parte de la historia del planeta. Era evidente que la intención de su autor había sido suscitar cierto entusiasmo por el lugar poniendo primero de relieve que no era frío y húmedo todo el tiempo, pero, al no poder añadir muchos rasgos positivos, el tono del artículo degeneraba rápidamente en cruel ironía.

Hablaba de los primeros años de colonización. Decía que las principales actividades llevadas a cabo en Ahoraqué consistían en la captura, desuello e ingestión de puercos de las marismas ahoraqueños, únicas formas de vida animal supervivientes en Ahoraqué, pues todas las demás habían muerto o desaparecido mucho tiempo atrás. Los puercos de las marismas eran criaturas pequeñas y maliciosas, y el escaso margen que les faltaba para ser completamente incomestibles era el motivo por el que aún quedaba vida en el planeta. Entonces, ¿qué ventajas había, por pequeñas que fuesen, para que mereciese la pena vivir en Ahoraqué? Bueno, pues ninguna. Ni una sola. Incluso el hacerse ropa de abrigo con pieles de puercos de las marismas era un esfuerzo inútil y decepcionante, ya que las pieles eran inexplicablemente tenues y permeables.

Eso provocó un montón de confusas conjeturas en los colonos. ¿Tenía el puerco de las marismas algún secreto para dar calor? Si alguien hubiera aprendido alguna vez el lenguaje que hablaban los puercos de las marismas, habría descubierto que no había ningún truco. Los puercos de las marismas eran tan fríos y húmedos como cualquier otra cosa del planeta. Nadie tuvo jamás el menor deseo de aprender el lenguaje de los puercos de las marismas por la sencilla razón de que dichas criaturas se comunicaban mediante fortísimos mordiscos en el muslo. Y en vista de cómo era la vida en Ahoraqué, la mayoría de las opiniones que un puerco de las marismas tuviese sobre la existencia podía expresarse fácilmente por ese medio.

Arthur hojeó el folleto hasta encontrar lo que buscaba. Al final había unos mapas del planeta. Eran bastante toscos y chapuceros, pues probablemente no tenían mucho interés para nadie, pero le revelaron lo que quería saber.

Al principio no se dio cuenta porque los mapas estaban puestos en sentido contrario al que cabía esperar, y por tanto resultaban enteramente confusos. No cabe duda de que arriba y abajo, norte y sur, son denominaciones absolutamente arbitrarias, pero estamos acostumbrados a mirar las cosas de la forma en que estamos habituados a verlas, y Arthur tuvo que volver los mapas del revés para poder entenderlos.

En el extremo superior izquierdo de la página había una enorme masa de tierra que se estrechaba en una cintura diminuta y luego volvía a henchirse como una enorme coma. En la parte derecha había una amalgama de amplias formas que le resultaba familiar. Los contornos no eran exactamente los mismos, y Arthur ignoraba si se debía a la tosquedad del mapa, a que el nivel del mar era más alto. O, bueno, a que las cosas eran diferentes en aquel planeta. Pero los indicios eran concluyentes.

No cabía duda de que era la Tierra.

O, mejor dicho, no cabía duda de que no era la Tierra.

Simplemente se parecía mucho y ocupaba las mismas coordenadas del espacio temporales. Cualquiera sabía las coordenadas que ocupaba en la Probabilidad.

Suspiró.

Comprendió que, probablemente, aquello era lo más cerca de casa que iba a llegar. Lo que significaba que se encontraba lo más lejos posible de casa. Abatido, cerró de golpe el folleto y se preguntó qué demonios iba a hacer en aquella tierra.

Se permitió una sorda carcajada ante aquella ocurrencia. Consultó su viejo reloj y lo sacudió un poco para darle cuerda. Según su propia escala temporal, llegar allí le había costado un año de penosos viajes. Un año desde el accidente en el hiperespacio en el que Fenchurch había desaparecido como por ensalmo. En un momento dado estaba sentada junto a él en el Desplomjet; al momento siguiente la nave había dado un salto perfectamente normal en el hiperespacio y, cuando volvió a mirar, Fenchurch ya no estaba. Su asiento ni siquiera estaba caliente. Su nombre ni siquiera figuraba en la lista de pasajeros.

Cuando presentó la reclamación, la compañía mostró cierta inquietud. En los viajes espaciales ocurren muchas cosas extrañas, que suelen reportar un montón de dinero a los abogados. Pero cuando le preguntaron de qué sector galáctico procedían Fenchurch y él contestó que de ZZ9 Plural Z Alfa, los de la compañía adoptaron una actitud de absoluta tranquilidad que no acabó de gustar a Arthur. Hasta se rieron un poco, aunque con simpatía, claro está. En el contrato del billete le indicaron una cláusula que recomendaba no viajar por el hiperespacio a los seres cuyo ciclo vital se hubiese originado en algunas de las zonas Plural, advirtiendo de que, si lo hacían, sería por su propia cuenta y riesgo. Todo el mundo lo sabía, le aseguraron. Se rieron un poco entre dientes y sacudieron la cabeza.

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