Ingenieros del alma (39 page)

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Authors: Frank Westerman

Tags: #Ensayo,Historia

BOOK: Ingenieros del alma
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Como tantos otros, el escritor se había habituado al clima más indulgente y liberal de Kruschev. Al reanudarse la persecución de los disidentes bajo Brezhnev, Paustovski deja de doblegarse a los dictados de las autoridades. Se niega a renunciar a las libertades adquiridas. Anciano y enfermo, con acreditado prestigio dentro y fuera del país, se sabe a salvo de los escarmientos. Sin necesidad de asumir un papel de mártir acude en defensa de los hostigados disidentes. Junto con otros simpatizantes firma una declaración de apoyo a Alexandr Solzhenitsyn (quien pretende someter a discusión la legitimidad de la censura), así como una petición de clemencia para Daniel y Siniavski, dos literatos acusados de
tamizdat
(y condenados respectivamente a cinco y siete años de cárcel en 1966).

Los jóvenes desafectos al sistema le llevan sus peticiones y cartas abiertas.

—Se sentaban aquí a la mesa de la cocina y decían: «Konstantin Georgievich, necesitamos su firma».

Galia me contó que entonces Paustovski se calaba las gafas, sujetaba la hoja bajo la luz de la lámpara y comenzaba a leerla en voz alta.

—No había carta que escapase a sus objeciones lingüísticas. Los chicos se agitaban en sus sillas, temerosos de que les negara su firma por una formulación poco afortunada.

—¿Pero al final firmaba?

—Siempre —respondió Galia.

Y cuando estaba hospitalizado, Tatiana introducía las cartas de protesta furtivamente en el hospital del Kremlin, guardándolas en su bolso. Gracias a ella, Paustovski pudo firmar en su lecho de enfermo una «Carta abierta a Brezhnev» en la que trece celebridades, desde el físico nuclear Andrei Sajarov hasta la primera bailarina Maya Plisetskaya, advertían al jefe del Partido de que «el pueblo no comprendería ni aceptaría una vuelta al estalinismo» .

El KGB no le pidió cuentas a Paustovski, sino a su esposa Tatiana.

Galia relató que su madre fue convocada por un coronel del servicio secreto especializado en asuntos literarios con motivo de la «Carta abierta a Brezhnev». Tuvo que comparecer en una pequeña estancia aislada de la Casa de los Escritores para aclarar su papel en la propagación de la carta. Pero en el momento en que el interrogador cerró con llave la puerta de su diminuto despacho, Tatiana, furiosa, sacó las uñas.

—¡No he venido aquí a ver mi honra mancillada! ¡Cómo se atreve siquiera a insinuar algo así!

El oficial del KGB dejó que se desfogase. Después, con su ma cortesía, según Galia, le encareció a que en el futuro no volviera a implicar a su esposo en actividades subversivas.

—¿Eso es todo? —preguntó Tatiana en tono mordaz, sin prometer nada.

—Sí —le contestó el coronel—. Puede marcharse.

Paustovski jamás adoptó una actitud tan provocadora. La confrontación no iba con él. Prefería fomentar desde dentro la tolerancia y la apertura del aparato soviético, cuyos principios no rechazaba. Tanto era así que, en los últimos años de su vida, el apreciado literato accedió a ocupar un puesto directivo en la Unión de Escritores, aceptando incluso las prebendas asociadas al cargo. Un coche con chófer y un secretario personal fueron puestos a su disposición. Paustovski se justificaba ante sus amigos por esos empleados que le habían sido asignados por el Estado afirmando una y otra vez que, de todas formas, «no estaban siempre» y que podría prescindir de ellos sin el menor problema. Un buen día, su secretario mandó imprimir un mazo de papel de cartas con el membrete «K. G. Paustovski. Escritor». Al verlo, Paustovski exclamó consternado:

—¡Retíreme eso, por favor! Lo mejor será que lo cuelgue de un gancho en el retrete.

En tanto que directivo de la Unión de Escritores Soviéticos, Paustovski se encargó de reeditar las obras de Isaak Babel y otras víctimas del terror de Stalin. Si bien la entrega de certificados de rehabilitación a los deudos de los escritores «condenados injustamente», realizada en 1956, representó un momento crucial, no por ello se devolvió la vida a sus libros, reducidos a pulpa.

Hubo que esperar hasta 1964 para que los continuos esfuerzos de Kira, la viuda de Pilniak, por reimprimir la obra de su esposo en la Unión Soviética se vieran recompensados. Tras obtener permiso para participar en la comisión de rehabilitación, consiguió que se publicasen algunos fragmentos de
La granja de sal
(el manuscrito que permaneció durante diez años enterrado en el jardín de su antigua dacha).

Ese mismo año también apareció por fin la novela corta de Platonov,
Dzhan.
Habían transcurrido treinta años desde su creación y trece desde la muerte del autor. La obra tuvo una acogida clamorosa.

En 1967, Paustovski escribió en un número especial de la revista
Novi Mir
en torno al tema «Cincuenta años de literatura soviética»: «¿Cómo es posible que hayamos catapultado a la categoría de obras de arte unos libros carentes del más mínimo valor artístico, en tanto que otros escritos francamente brillantes han tardado un cuarto de siglo en ver la luz del día, tras permanecer ocultos durante largos años?».

Visto en perspectiva, el cincuentenario de la llegada al poder de los bolcheviques marca un punto de inflexión en la historia de las letras soviéticas. Mientras los veteranos de la edad de Paustovski hacen balance de los cinco decenios de literatura soviética, una joven generación de escritores se retira a pueblos remotos que aún no han sufrido los efectos de ningún plan quinquenal. En su obra, parten en busca de la genuina vida del campo ruso, un tema que, ajuicio de GlavLit, no entraña peligro alguno.

Por primera vez desde que Gorki instara a los escritores soviéticos a emplear todas sus capacidades artísticas en ensalzar la construcción del socialismo, los
liriki
cuestionan el trabajo de los
fiziki.
En su poema «La central eléctrica de Bratsk»
(1965),
Yevgeni Yevtushenko rompe con la tradición de comparar las presas con las pirámides egipcias. ¿Acaso no son éstas «símbolo de sinsentido y humillante esclavitud»?

Dos años más tarde, uno de los discípulos de Paustovski en el Instituto Gorki califica la excavación del Gran Canal de Turkmenistán de «empresa inútil». Falta ya muy poco para que también se pongan en duda los beneficios de la construcción de presas.

Cuando Valentin Rasputin presenta en 1976 un manuscrito sobre la vida en un pueblo siberiano, los censores se conforman con suprimir algunos detalles. No son conscientes de que
Adiós a Matiora
puede interpretarse como un panfleto contra las obras de los ingenieros soviéticos. El libro describe el último verano de la aldea Matiora, antes de que sea engullida por el embalse de Bratsk. A los funcionarios de GlavLit simplemente no se les ocurre que el lector pueda tomar partido por las belicosas
babushkas y,
por tanto, contra la generación de electricidad para los nuevos complejos industriales de cuño socialista.

A diferencia de lo que sucedía en la época de Gorki, la protección de la naturaleza ya no se considera óbice para la construcción del socialismo. Se admite que esta preocupación pueda basarse en un sincero sentimiento patriótico. De ahí que los «escritores de pueblo» gocen de carta blanca para encumbrar la Rusia virgen. A los ideólogos del Partido no les preocupa leer en la
Literaturnaya Gazeta
cálculos numéricos del estilo de: «Desde la ejecución del Primer Plan Quinquenal de Stalin, 2.600 pueblos y 165 pequeñas ciudades han sido anegados por las aguas de los embalses». Este tipo de observaciones no entran en la categoría «Crítica». Todo lo contrario, por el momento son motivo de orgullo, no de vergüenza, para los planificadores soviéticos.

MinVodChoz sigue contando con el apoyo del Politburó. En el período 1970-1975 se suceden una serie de malas cosechas por causa de la sequía. El Ministerio aprovecha la situación para convencer al jefe del Partido, Brezhnev, de la necesidad de poner en marcha la
perebroska.
Bajo su dirección, la URSS se decide, por fin, a llevar a cabo el plan fluvial después de varias décadas de dudas y vacilaciones. En 1977 Brezhnev ordena el desvío acelerado de cinco ríos de la Rusia europea y de Siberia en una operación llamada «Estrategia Meridional». Dos años después, los ingenieros hidráulicos presentan su proyecto definitivo, garantizando un trasvase anual de sesenta kilómetros cúbicos de agua. La primera fase —la menos compleja— de esta «redistribución racional de las reservas de agua soviéticas», el cierre de la bahía de Kara Bogaz, concluye en febrero de 1980.

Sin embargo, surgen cada vez más voces contrarias al plan. En 1981 aparece en París, en
tamizdat,
una crítica acérrima, previamente rechazada por GlavLit, de uno de los escritores de pueblo. Queda claro que los
liriki
de los pueblos no son unos nostálgicos inofensivos, sino un grupo de fanáticos que se ensañan contra el desvío de los ríos.

Al profesor Velikanov le había asustado sobremanera el «instinto gregario» de sus contrincantes.

—Hasta entonces los escritores soviéticos siempre habían aplaudido nuestro trabajo —señaló, indignado—. Y de buenas a primeras, esos «patriotas» se pasan en masa al otro bando.

A diferencia de otros muchos ingenieros hidráulicos, Velikanov comprendió por qué los literatos se encarnizaron con la
perebroska:
el afán por invertir el curso de los ríos se había convertido en sinónimo de la arrogancia del poder soviético.

—De pronto, todo liberal que se preciara comenzó a arremeter contra la
perebroska
—prosiguió Velikanov—. Torpedearon nuestro trabajo por frustración, una frustración absoluta e indiscriminada.

Cuando a finales de 1983 se filtra la noticia de que los flamencos yacen en montones rosas sobre el suelo desecado de Kara Bogaz,
los liriki
disponen de una nueva baza. Bajo el título «EL DESACIERTO DEL TENIENTE ZHEREBTSOV», tomado de Paustovski, la
Literaturnaya Gazeta
escribe: «El drama de Kara Bogaz demuestra una vez más hasta qué punto las intervenciones agresivas en ecosistemas estables tienen consecuencias nefastas».

El profesor Velikanov deploraba que se hubiera cometido un error durante el cierre de la bahía («un error de bulto en el cálculo teórico»). Ello hizo que los aspectos útiles del proyecto de desvío se convirtieran también en blanco de las diatribas.

—Nuestros argumentos de contenido técnico cayeron en saco roto —se quejó Velikanov—. En realidad, todos los reparos que nos planteaban a nosotros iban dirigidos, de principio a fin, al Estado.

Yo no me explicaba por qué razón ese conflicto social había tenido que dirimirse a expensas de los ingenieros soviéticos. La interpretación de Velikanov era que el fiel de la balanza se había decantado de golpe hacia el lado opuesto: primero los
liriki
ponían las obras socialistas de los ingenieros por las nubes y después las echaban por tierra.

Los escritores de pueblo adoptaron un tono chovinista. Quienes sustraían agua a la taiga eslava en beneficio de la estepa asiática eran considerados traidores al pueblo ruso. Valentin Rasputin, el caudillo de la nueva generación de escritores, equiparó la
perebroska
con el exterminio de los
kulaks
practicado por Stalin. En una carta al Gobierno de la Unión Soviética amenazó con quemarse vivo en la Plaza Roja si el proyecto de desvío seguía adelante.

En medio de toda esa controversia, en 1985 ascendió al poder el séptimo y último dirigente soviético, Mijail Gorbachov. El nuevo jefe, menos rígido, había iniciado su carrera política durante el deshielo de Kruschev. Tras convocar en el Kremlin a los
liriki y fiziki
más destacados y escucharlos con atención, el 14 de agosto de 1986 dio orden de parar la
perebroska.

MinVodChoz, uno de los pilares de la burocracia soviética, estaba a punto de desplomarse. El gran coloso del agua había sido despojado de su razón de ser.

Poco antes se había desenmascarado al máximo protector de MinVodChoz, el yerno de Leonid Brezhnev, como gran estafador del sistema soviético. Durante casi veinte años había llevado las riendas de una organización mafiosa especializada en la falsificación de estadísticas públicas. Apoyándose en una red de defraudadores, «había suministrado» año tras año cuantiosas partidas de algodón ficticio, millones de toneladas de fibras inexistentes incluidas simplemente en las cuentas de la Oficina Estatal de Compras. Mientras los campos de algodón de Asia Central se cubrían de sal y se empobrecían cada vez más, Uzbekistán presentaba todos los años un nivel de cumplimiento de los objetivos del cien por cien o incluso superior. Dentro de los límites del experimento social que en sí fue la Unión Soviética, la mentira de las cosechas récord jamás recogidas pudo prosperar con mayor facilidad que la propia planta del algodón.

Mijail Gorbachov exigió que el «escándalo del algodón» se desentrañara hasta sus últimas ramificaciones y mandó castigar a todos los culpables. Durante los masivos procesos del algodón, celebrados a finales de los años ochenta, fueron encarcelados 27.000 funcionarios soviéticos por complicidad con la Gran Estafa, entre ellos el yerno de Brezhnev.

Gorbachov confió en poder salvar el carcomido imperio soviético reformándolo, pero fueron precisamente esas operaciones las que precipitaron su desmoronamiento.

Konstantin Paustovski ni siquiera presenció el inicio del duelo final entre los
liriki y los fiziki.
Falleció el 14 de julio de 1968 en el hospital del Kremlin tras sufrir un infarto cardíaco. Tenía setenta y seis años.

Como era obligado, pusieron su nombre a una de las cumbres de la cordillera del Pamir. El pico Paustovski, dominado por los picos de la Revolución (6.974 metros) y del Comunismo (7.495 metros), mide 6.150 metros.

Galia me enseñó algunas fotografías del funeral. Paustovski había estado de cuerpo presente en la Casa de los Escritores, luciendo en la solapa de su americana la estrella de cinco puntas de la Orden de Lenin (con la que había sido condecorado en su setenta y cinco cumpleaños). Después de que sus amigos y admiradores se despidieran de él en Moscú, sus restos mortales fueron trasladados a Tarusa. Cientos de personas afligidas escoltaron en cortejo el féretro abierto en el que yacía Paustovski, las manos unidas sobre el vientre. La multitud invadió las angostas calles del pueblo y escaló la frondosa colina rumbo al cementerio.

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