Ingenieros del alma (37 page)

Read Ingenieros del alma Online

Authors: Frank Westerman

Tags: #Ensayo,Historia

BOOK: Ingenieros del alma
2.86Mb size Format: txt, pdf, ePub

Como todos los rusos, Galia y su esposo se entregaban de lleno a los placeres de la vida rural. En un abrir y cerrar de ojos, la mesa de la cocina se llenó de pan, fiambres, queso y leche con nata.

—Sírvase —me invitó la dueña de la casa—. Aquí comemos con las manos.

Dejó escapar un sonoro y quejumbroso «¡ay!», y mientras se llevaba a la boca una loncha de embutido de hígado, exclamó:

—¡Con lo delgada que estaba yo antes… y lo feliz que era entonces!

Le comenté que en toda la obra de Paustovski sólo había encontrado dos pequeñas alusiones a su persona.

—En algún momento se refiere a usted como «una joven mujer con cierta tendencia al comportamiento impulsivo» —le informé.

Galia se rió de buena gana.

—Ya lo sé, pero eso dice más sobre él que sobre mí. Él era siempre tan cauteloso y tan… ¿cómo diría…? tan formal.

Estaba al tanto de las anécdotas sobre la pulcritud de Paustovski, sus camisas abotonadas hasta el cuello y sus corbatas anchas como la palma de la mano. Pero también sabía que durante el «deshielo» iniciado bajo Kruschev, el sucesor de Stalin, había actuado en más de una ocasión con espontaneidad, dando muestras de una gran valentía. Mencioné su «Discurso sobre los Drozdov», una legendaria alocución cuyo título remitía al antihéroe de la novela corta
No sólo de pan vive el hombre
(el indolente funcionario Drozdov). En esa obra literaria, publicada en 1956, el satírico Vladimir Dudintsev se mofaba del arquetipo del burócrata soviético. El protagonista resultaba tan reconocible que Kruschev, entonces dirigente del Partido, tachó el libro de «difamatorio». Si bien el año anterior había roto de forma radical con el pasado de Stalin (denunciando las fechorías de su antecesor), Kruschev alegó que el autor se excedía en el uso de las nuevas libertades.

En ese contexto, Paustovski había arremetido en público contra «la inercia y la autocomplacencia de los Drozdov», «aquellos inútiles y pelotilleros con los que hemos de vernos todos los días».

—A una persona que asume un riesgo tan grande difícilmente se le puede llamar cauteloso —sugerí—. En aquel caso cometió un acto más bien irreflexivo.

Mis anfitriones se sumieron en un hondo silencio. Volodia miró a su esposa. Al cabo de unos segundos dijo por fin:

—Venga, cuéntale cómo fue.

Galia se limpió la boca con una servilleta bordada.

—Era, en efecto, un discurso atrevido —afirmó, sopesando sus palabras—. Pero en realidad lo pronunció porque le obligamos nosotros, los estudiantes de crítica literaria.

Galia me contó cómo habían visto en el Instituto Gorki un cartel anunciando el debate. Lugar de celebración: el restaurante situado en la primera planta de la Casa de los Escritores. Fecha: 22 de octubre de 1956. Debajo figuraban los nombres de cuatro pesos pesados de la literatura soviética dispuestos a atacar el polémico texto. El joven poeta Yevgeni Yevtushenko aparecía como único defensor.

«¡Al pobre Yevgeni se lo van a comer vivo!», habían exclamado Galia y sus condiscípulos.

Era un simple estudiante, ciertamente muy valeroso, pero ante aquellos próceres lo tenía todo perdido de antemano.

Una de las amigas de Galia le había sugerido en un aparte:

Yevgeni necesita ayuda. Tenemos que convencer a tu padrastro.

En un primer momento, Paustovski se mostró reticente.

—Ya sabéis que no me gusta hablar en público.

Sin embargo, cuando leyó los nombres de los contrincantes se llevó las manos a la cabeza del disgusto. ¿Por qué se prestaba ese cuarteto de literatos a ejercer de artillería pesada para sofocar el único resquicio de resistencia literaria que había?

—De acuerdo —prometió—. Les plantaré cara.

La noticia de que Paustovski se encargaría de la defensa de
No sólo de pan vive el hombre
corrió cual reguero de pólvora.

—La calle situada delante de la Casa de los Escritores estaba atestada de gente —relató Volodia—. En la sala no quedaba ni un solo asiento libre; nosotros permanecimos de pie, al fondo, apretados como sardinas en lata.

En cuanto Paustovski tomó la palabra, el alborotado público enmudeció. Galia se lamentaba de que hablara con una voz tan débil, casi inaudible. Ella hubiera preferido un tono más vehemente, más fogoso.

—El problema es que en nuestro país se ha desarrollado una nueva capa social —argumentó su padrastro—. Una casta de nuevos ricos ligados al Partido…

Galia se subía por las paredes. «¡Ve al grano de una vez!», pensó.

—Se trata de una casta de buitres carroñeros ajenos a la Revolución y al socialismo. Son unos cínicos, unos tenebrosos oscurantistas, que ni siquiera se avergüenzan de lanzar nuevos mensajes antisemitas. ¿De dónde demonios han salido estos Drozdov? Se arrogan el derecho de hablar en nombre del pueblo, aunque en su fuero interno lo aborrezcan. Nos topamos con ellos a diario, se visten todos igual, se expresan con las mismas fórmulas repugnantes. Emplean un lenguaje fosilizado, una jerga de burócratas, manifestando así su absoluto desdén hacia la lengua rusa.

Paustovski terminó su intervención con el pronóstico (¿o había que interpretarlo como un llamamiento?) de que el pueblo no tardaría en «deshacerse de los Drozdov».

—Esa frase final se convirtió en aforismo —subrayó Galia.

Al día siguiente, nada más llegar al Instituto Máximo Gorki, la gente la colmó de abrazos y parabienes. Por toda la Unión Soviética aparecieron copias manuscritas del discurso pronunciado por Paustovski, bajo el título «El pueblo se deshará de los Drozdov». En la Universidad de Varsovia se impusieron sanciones disciplinarias por tenencia y distribución del texto, lo cual no fue óbice para que una de las copias acabara en París, donde sería publicado de inmediato en francés en el semanario
L'Express.

Galia concluyó que el discurso había colocado a Paustovski inesperadamente en el bando de los disidentes. —Por instigación mía —agregó, orgullosa.

El propio Paustovski no fue objeto de ninguna sanción disciplinaria. Sin embargo, la
Literaturnaya Gazeta
le dio un toque de atención resumiendo su contribución al debate sobre
No sólo de pan vive el hombre
con las siguientes palabras: «El camarada K. Paustovski extrajo una serie de conclusiones equivocadas, presentando a los Drozdov como un fenómeno generalizado».

Por fortuna, el asunto no pasó a mayores. Paustovski tuvo la dicha de poder consagrarse el resto del año con toda tranquilidad a la preparación de sus
Obras completas,
aparecidas entre 1957 y 1958. En esos seis tomos —con sus tapas de cuero artificial marrón— faltaba
El nacimiento del mar,
una omisión clamorosa, aunque ya no me sorprendía; concordaba con lo que me había dicho Galia: Paustovski no quería que nada ni nadie le recordase aquel libro encargado desde las altas instancias. Además de la película
Kara Bogaz
de 1935, totalmente ausente de las
Obras completas,
también parecía haber borrado de su vida el episodio del Volga-Don.

Eso era al menos lo que yo creía. Pero al volver a hojear una vez más los seis tomos de principio a fin, me tropecé con un relato de más de cien páginas («El sudeste heroico») que me sonaba mucho. Reconocí varios fragmentos tomados directamente de
El nacimiento del mar.
Llegué a la conclusión de que debía de tratarse de una versión adaptada. Un examen más detenido me reveló que Paustovski había desechado una tercera parte del original, reuniendo el resto del texto bajo un título distinto.

La comparación entre ambas variantes arrojaría sin duda una nueva luz sobre las opiniones y preferencias personales del escritor. ¿Qué fragmentos había omitido por vergüenza? ¿Y cuáles había mantenido por decisión propia?

Como es lógico, el relato no contiene ninguna alusión a Stalin. Por aquel entonces ya nadie se inspiraba en «las ideas geniales del camarada Stalin». Paustovski habría dado muestras de ignorancia política si, en 1958, hubiera dejado inalterada su digresión acerca de «la visión, la voluntad, la dedicación y la valentía de Stalin». La versión reducida tampoco recoge las promesas poco creíbles del «nacimiento del comunismo» y «el siglo de oro de la humanidad». Los personajes de «El sudeste heroico» ya no irradian una felicidad absoluta; con el paso de los años se han tornado más realistas y más sensatos.

Pero en el fondo todo lo demás sigue igual. El himno a los logros obtenidos por los ingenieros soviéticos permanece intacto, lo cual hace pensar que Paustovski les tenía realmente un gran aprecio. Las obras de construcción continúan siendo un símbolo de la concordia y la firmeza; y las abejas obreras no son tampoco en la versión adaptada prisioneros de guerra alemanes ni presidiarios, sino trabajadores voluntarios. Está claro que Paustovski no sentía ninguna necesidad de moderar su euforia por las conquistas de la hidráulica soviética.

A este respecto, la versión de 1958 desprende un entusiasmo aún mayor que la de 1952. Al haberse suprimido gran parte del texto, el relato adquiere un tono más imperioso. En «El sudeste heroico», el protagonista de
El nacimiento del mar
(el maestro de obras Basargin) se ve desbancado por un personaje secundario: el pelirrojo ingeniero Starostin.

Starostin es un hombre modesto, por no decir tímido, con una misión «asombrosa».

—¡Pero si es el mismísimo Starostin! —exclama Basargin cuando lo ve por primera vez—. Nuestro experto de Leningrado que va a desviar los ríos Obi e Irtish en dirección al mar Caspio.

El desgarbado Starostin se sonroja. Así es. En realidad, está ahí para reconocer el terreno con vistas a otro proyecto aún más ambicioso: la inversión del curso de los ríos siberianos. Mediante «instalaciones de bombeo cuya potencia supera diez veces la de las bombas existentes» y «un canal de dos mil kilómetros de longitud», ingenieros de la talla de Starostin aplacarán la sed de las plantas de algodón de Asia Central con agua de Siberia. Para alguien como él, la construcción del canal Volga-Don es pan comido, mero prolegómeno de la obra final. En su calidad de ingeniero del futuro se reconcentra tanto en el estudio de las técnicas de excavación y la búsqueda de una solución óptima que no se percata de que Klava, la maquinista de draga más bella y más atlética, se enamora de él. Nada ni nadie puede apartarlo de su meta: la
perebroska.

«Era a todas luces una empresa osada y grandiosa. Si bien el propio Starostin ya no se asombraba de las proporciones de la obra, las cifras seguían causando un gran impacto en los profanos (…). Starostin comprendió que precisamente allí, en el canal Volga-Don, se estaban sentando las bases de lo que acabaría siendo el mayor proyecto hidráulico del mundo. Era el lugar donde se estaba agrupando un ejército de maestros de la construcción, donde los especialistas estaban buscando los mejores métodos de trabajo, donde se estaba acumulando la experiencia más valiosa».

En palabras de Paustovski: entre el Volga y el Don el hombre soviético escribe «la historia del futuro».

En 2001, el Instituto de Asuntos Hidráulicos de Moscú seguía ocupado por «desviadores» de carne y hueso. Se sentían como veteranos de una batalla perdida. Uno de ellos, el profesor Alexandr Velikanov, se ofreció para desvelarme «el verdadero motivo del fracaso de la
perebroska».
Nada más saludarlo me advirtió de que el proyecto estaba envuelto en «una bruma de mitos», de la que responsabilizaba a los
liriki.

Saltaba a la vista que el Instituto de Asuntos Hidráulicos había conocido tiempos mejores; el edificio estaba pidiendo a voces una mano de pintura, tanto por fuera como por dentro. Los gases de escape del tráfico, que cruzaba a gran velocidad por delante del instituto, habían recubierto la fachada con una capa de hollín. El profesor me condujo hacia una pequeña aula, ubicada en algún lugar de la tercera planta, en cuya pizarra figuraban unas fórmulas matemáticas medio borradas.

—Aquí estamos mejor que en el despacho de dirección. Hoy es día de pago y ello supone un continuo ir y venir de gente.

En los años setenta, Velikanov, un sesentón con el cabello desgreñado y el rostro marcado por los años, había ascendido al cargo de subdirector de Asuntos Hidráulicos desde su cátedra de Hidráulica.

—La
perebroska
era una opción natural —dijo en tono reflexivo—. Habría sido un paso lógico en la evolución de nuestra civilización.

Con destreza, el profesor movió entre los dedos una tiza, insertando una pausa efectista bien programada.

—Si salvamos grandes distancias transportando petróleo y gas, ¿por qué no íbamos a ser capaces de trasvasar agua de un río a otro? También lo hacen los estadounidenses.
Inter-basin watertransfer.
No es ninguna novedad. Llevan ya muchos años haciéndolo. ¿No ha oído hablar usted del río Colorado? ¿O del Tajo en España? La única diferencia es que nuestro proyecto se situaba en otra escala. Sus dimensiones infundían respeto. Y, en ocasiones, incluso temor.

Alexandr Velikanov fue uno de los pioneros del «desvío». Nada más terminar sus estudios, en 1955, el Comité Central mandó realizar los preparativos necesarios para invertir el cauce de cinco cursos fluviales (tres de ellos en la Rusia europea y dos en Siberia). La supervisión de los estudios preliminares fue encomendada al Instituto de Asuntos Hidráulicos.

—Contábamos con medios ilimitados —rememoró el profesor con un aire de nostalgia—. Disponíamos de nuestra propia flota, una red de estaciones de medición, helicópteros para llevar a cabo expediciones sobre el terreno, todo cuanto necesitáramos.

En poco tiempo, 68.000 colaboradores procedentes de más de setenta instituciones científicas se dedicaban a estudiar las diferentes facetas del problema.

—Pero usted debe saber que existe una diferencia entre un proyecto y un
projet
—puntualizó, pronunciando la última palabra a la francesa, con la mayor afectación posible—. En el siglo
XIX
, mi escritor favorito, Nikolai Gogol, ya reservó ese término melindroso para las quimeras. La
perebroska
como tal era un proyecto normal. Útil, viable. Pero algunos de los nuestros perdieron la cabeza soñando, por ejemplo, con la posibilidad de excavar canales mediante explosiones nucleares controladas.

—¿Lo que se diría un
projet?

—Efectivamente —respondió Velikanov—. Pero lo triste es que, de hecho, llegaron a realizarse pruebas nucleares de ese tipo en los Urales en el marco de «Átomo de la Paz», una investigación sobre la aplicación pacífica de explosiones nucleares en el ámbito de la hidráulica.

Other books

For the Love of God by Janet Dailey
90_Minutes_to_Live by JournalStone
Reluctant Demon by Linda Rios-Brook
Dead Girls Don't Lie by Jennifer Shaw Wolf
Montana Wrangler by Charlotte Carter
Quarterback Bait by Celia Loren
The Blue Flower by Penelope Fitzgerald
The Ex by Abigail Barnette