La investigación realizada por Kemeny ha puesto de relieve que las situaciones estresantes provocadas por una fuente impersonal —como una molesta alarma de automóvil que no podemos apagar, por ejemplo— no ponen en peligro nuestra necesidad de aceptación y pertenencia. Quizás sea por ello, según Kemeny, que nuestro cuerpo se recupera más rápidamente —en cuestión de cuarenta minutos— de un disparo impersonal de la tasa de cortisol mientras que, si la causa se debe a un juicio social negativo, la tasa de cortisol asciende un 50 por ciento por encima de la normalidad y el sujeto no se recupera hasta pasada una hora o incluso más.
Las herramientas de imagen cerebral de que dispone la ciencia actual nos permiten identificar las regiones cerebrales que reaccionan con mayor intensidad a la percepción de la maldad. Recordemos, por ejemplo, la simulación de ordenador empleada en el laboratorio de Jonathan Cohen en Princeton en la que dos voluntarios que se hallan en un escáner RMN juegan al Ultimatum Game y en donde, como ya hemos visto en el Capítulo 5, deben repartirse una determinada cantidad de dinero que el otro sólo puede aceptar o rechazar.
Cuando los voluntarios consideran que el otro les ha hecho una propuesta injusta, su cerebro evidencia una especial activación de la ínsula anterior, que parece acompañar a los sentimientos de ira y disgusto. En consecuencia, no sólo muestran signos de malestar, sino también es mucho más probable que no sólo rechacen esa oferta, sino también, independientemente de cuál sea, la siguiente. Cuando creen, por el contrario, estar jugando contra un simple programa de ordenador, su ínsula se mantiene tranquila, independientemente de lo injusta que sea la oferta. Y es que el cerebro social parece establecer una distinción crucial entre el daño accidental y el daño intencional y reacciona más intensamente a este último.
Estos descubrimientos pueden ayudar a los clínicos a entender un rompecabezas ligado al trastorno de estrés postraumático. ¿Por qué calamidades de intensidad similar provocan un sufrimiento más intenso y duradero cuando la víctima cree que han sido provocados deliberadamente por otra persona que cuando se trata del mero resultado de una catástrofe natural? Los huracanes, los terremotos y otros desastres naturales provocan muchas menos víctimas del TEP que actos malvados como la violación y el abuso físico. Las consecuencias del trauma, como las de todo estrés, son peores cuando la víctima cree que han sido intencionalmente dirigidos contra él,
La clase del 57
Mil novecientos cincuenta y siete fue el año en que Elvis Presley irrumpió en la conciencia nacional de los Estados Unidos apareciendo en la noche dominical del show de Ed Sullivan, el programa de televisión de mayor audiencia en aquella época. La economía americana experimentaba el auge de la posguerra, Dwight D. Eisenhower era presidente, los automóviles ostentaban estrafalarias aletas posteriores y los adolescentes se reunían en guateques a los que acudían con adultos que actuaban como “carabinas”.
Ese año, los investigadores de la University of Wisconsin emprendieron un estudio en el que participaron unos diez mil estudiantes de secundaria, casi un tercio de los matriculados en todo el estado. Esos adolescentes volvieron a ser entrevistados en un par de ocasiones más, al alcanzar los cuarenta y cuando tenían en torno a los cuarenta y cinco años. Unos veinte años después, algunos de ellos fueron reclutados por Richard Davidson, de la University of Wisconsin, para llevar a cabo una investigación de seguimiento en el WM Keck Laboratory for Functional Imaging and Behavior que, usando una metodología mucho más sofisticada que la disponible en 1957, estudió la correlación existente entre su biografía social, su actividad cerebral y su función inmunitaria.
Las entrevistas anteriores habían establecido la cualidad de las relaciones mantenidas por los sujetos a lo largo de su vida, que ahora se vieron comparadas con valores ligados al deterioro físico, como la actividad crónica de sistemas que fluctúan cuando el sujeto se ve enfrentado al estrés, como la presión sanguínea y las tasas en sangre de colesterol, cortisol y otras hormonas ligadas al estrés. Éstos y otros valores similares no sólo demostraron su valor como predictores de la probabilidad de experimentar una enfermedad cardiovascular, sino también del deterioro del funcionamiento mental y físico posterior. Una puntuación total muy elevada en este sentido presagia una muerte temprana. Esta investigación estableció claramente la importancia de las relaciones, porque existe una correlación muy elevada entre el perfil físico de riesgo elevado y el tono emocional desfavorable acumulado a lo largo de las relaciones más importantes que el sujeto mantiene durante su vida.
Consideremos, por ejemplo, el caso de la chica anónima de la clase del 57 a la que llamaremos Jane. Su vida afectiva había sido muy difícil, una auténtica letanía de desencuentros. Sus padres habían sido alcohólicos. Durante su infancia, convivió muy poco con su padre, cuando entró en la adolescencia, se vio acosada sexualmente por él y, cuando alcanzó la madurez, temía a la gente y se mostraba alternativamente enfadada y ansiosa con las personas más cercanas. Posteriormente se casó, pero no tardó en divorciarse y su escasa vida social le proporcionó muy poco consuelo. En la investigación médica realizada para el estudio de Davidson, presentaba nueve de los veintidós síntomas médicos seleccionados de los que fue evaluada.
La historia de las relaciones de Jill —una de las compañeras de clase del instituto de Jane—, por el contrario,había sido muy rica y plena. Aunque su padre había muerto al poco de cumplir los nueve años, se sintió muy protegida y cuidada por su madre. Jill también se sentía muy próxima a su marido y a sus cuatro hijos, una vida familiar muy satisfactoria y una vida social muy activa, llena de amigos y conocidos. Y, a los sesenta años, sólo parecía presentar tres de los veintidós síntomas de los que anteriormente hablábamos.
También debemos señalar aquí, obviamente, que la presencia de una elevada correlación no necesariamente debe ser interpretada como causación. El único modo de demostrar la existencia de un vínculo causal entre la calidad de relación y la salud requiere de la identificación de los mecanismos biológicos específicos intervinientes. En este sentido, las pruebas sobre la actividad cerebral de los integrantes de la clase de 1957 realizadas por Davidson proporcionaron algunas pistas realmente sorprendentes.
Jill, la mujer que había tenido una madre cuidadosa, relaciones satisfactorias y muy pocas quejas médicas era, a eso de los sesenta años, la persona de la clase del 57 con una mayor predominancia de la actividad de la corteza cerebral prefrontal izquierda con respecto a la derecha, el tipo de actividad cerebral que, según los descubrimientos realizados por Davidson, predicen una vida más placentera.
Por su parte, Jane, la mujer divorciada hija de padres alcohólicos y que, a los sesenta, presentaba muchos problemas médicos, tenía precisamente la pauta cerebral opuesta, porque era la persona con una mayor predominancia de la actividad del área prefrontal derecha sobre la izquierda de todos los integrantes de su clase. Esa pauta sugiere que Jane reacciona con un mayor desasosiego y que se recupera también más lentamente de los contratiempos emocionales.
Los mecanismos cerebrales de la vía superior encierran una clave muy importante para gestionar adecuadamente la turbulencia característica de la vía inferior. Como demostró una investigación anterior realizada por el mismo Davidson, el área prefrontal izquierda regula los circuitos de las áreas inferiores del cerebro que determinan nuestra resiliencia, es decir, la rapidez con que nos recuperamos del desasosiego. Es por ello que, cuanto mayor es la actividad prefrontal izquierda (con respecto a la derecha) de un determinado sujeto, mejores son las estrategias cognitivas desarrolladas para controlar las emociones y más rápida, en consecuencia, su recuperación emocional lo que, a su vez, determina la velocidad con la que la tasa de cortisol recobra la normalidad. En resumen, pues, la salud resiliente depende, en buena medida, de la capacidad de la vía superior para manejar la inferior.
Entonces fue cuando la investigación dirigida anteriormente por Davidson dio un paso más hacia adelante, descubriendo la existencia de una elevada correlación entre la actividad en la corteza prefrontal izquierda y la rapidez con la que el sistema inmunitario reacciona ante la gripe. El hecho es que las personas que presentan una mayor activación en esa región poseen sistemas inmunológicos que movilizan una cantidad de anticuerpos de la gripe tres veces superior a los demás. Estas son, para Davidson, diferencias clínicamente significativas que muestran, dicho en otras palabras, que quienes presentan una mayor actividad en la corteza prefrontal izquierda tienen menos probabilidad de contraer la gripe en el caso de verse expuestos al virus.
Davidson considera que todos estos datos le proporcionan una ventana para establecer la anatomía de la resiliencia. En este sentido, una historia de relaciones lo suficientemente segura proporciona, en su opinión, los recursos internos necesarios para recuperarse más prontamente de las pérdidas y contratiempos emocionales, como ilustra el caso de Jill, la mujer con una madre amorosa, pero que también había perdido a su padre a los nueve años.
Así pues, los estudiantes de Wisconsin que, durante su infancia, se vieron obligados a soportar situaciones más estresantes mostraron, al alcanzar la edad adulta, una menor capacidad de recuperación y se vieron, en consecuencia, más desbordados por el estrés. Aquellos otros que, por el contrario, se habían visto expuestos, durante la infancia, a niveles más manejables de estrés, era más probable que, al llegar a la edad adulta, tuvieran una ratio prefrontal más positiva. Parece esencial, por tanto, para el desarrollo de la capacidad de recuperación emocional, la presencia, durante la infancia, de un adulto atento y cuidadoso que proporcione al niño un fundamento seguro.
La epigenética social
Laura Hillenbrand, autora del best-séller Seabiscuit, padece, desde hace mucho tiempo, síndrome de fatiga crónica, una enfermedad debilitante que la deja enfebrecida y exhausta y que, en ocasiones, requiere cuidados intensivos durante meses enteros. Mientras escribía Seabiscuit, ese cuidado se lo proporcionó su marido Borden que, de algún modo, sacó la energía necesaria — mientras todavía seguía estudiando— para ser su enfermero, ayudándola a comer y beber, acompañándola cuando necesitaba caminar y leyendo en voz alta para ella.
Pero Hillebrand recuerda que, una buena noche escuchó, mientras estaba en su dormitorio, “un ruido suave y bajo” y, cuando miró hacia arriba, descubrió a su marido “caminando y sollozando por el piso de arriba”. Entonces estuvo a punto de llamarle, pero se contuvo a tiempo al darse cuenta de que quería estar solo.
A la mañana siguiente, Borden estaba a su lado, “tan jovial y alegre como siempre”. dispuesto a ayudarla.
Borden supo manejar adecuadamente su angustia para no preocupar innecesariamente a su débil esposa. Son muchas las personas que, como Borden, se ven obligadas a cuidar día y noche de un ser querido, una situación estresante que, cuando se mantiene mucho tiempo, exige un peaje inevitable del que resienten la salud y el bienestar hasta del más devoto de los cuidadores.
Los datos más reveladores a este respecto proceden de una investigación interdisciplinar llevada a cabo en la Ohio State University por la psicóloga Janice Kiecolt-Glaser y su marido, el inmunólogo Ronald Glaser. En una serie de experimentos muy interesantes, los Glaser han acabado demostrado que los efectos del estrés prolongado se manifiestan incluso en el nivel de la expresión genética de las células inmunológicas esenciales para luchar contra las infecciones y restañar las heridas.
El equipo de la Ohio State University estudió a diez mujeres de más de sesenta años que cuidaban de un marido que padecía la enfermedad de Alzheimer que, hablando en términos generales, se hallan sometidas a una gran tensión las veinticuatro horas del día y que, con mucha frecuencia, se sienten terriblemente aisladas y descuidadas. Un estudio anterior sobre mujeres que se hallaban en situaciones de estrés similares había descubierto que su sistema inmunológico era casi incapaz de elaborar los anticuerpos necesarios para enfrentarse a la gripe y, en consecuencia, contraían con más frecuencia la enfermedad. La nueva y más elaborada investigación sobre la función inmunológica reveló que las mujeres pertenecientes al grupo de cuidadores de enfermos de Alzheimer presentaban signos muy inquietantes en un amplio rango de indicadores.
Los datos genéticos, en particular, resultaron sorprendentes. La investigación demostró que, comparadas con las mujeres de su mismo rango de edad, las mujeres del experimento mostraban un descenso del 50 por ciento en la expresión de un gen que regula el funcionamiento de varios mecanismos inmunológicos esenciales. El gen en cuestión, llamado GHmRNA, se ocupa de la producción de linfocitos y estimula la actividad de las llamadas células asesinas y de los macrófagos, que cumplen con la función de destruir las bacterias invasoras. Esto también puede explicar el descubrimiento anterior de que las mujeres más estresadas necesitaron del orden de nueve días más para cicatrizar una pequeña herida que las mujeres no estresadas del grupo de control.
Un factor clave en el deterioro de la capacidad inmunitaria parece girar en torno a la ACTH [hormona adrenocorticotrópica], precursora del cortisol y una de las hormonas segregadas cuando se dispara el funcionamiento del eje HPA. La ACTH bloquea la producción de interferón, un agente inmunológico esencial que disminuye la reactividad de los linfocitos, es decir, los glóbulos blancos que dirigen el ataque del cuerpo contra las bacterias invasoras. La cuestión es que el estrés continuo generado por el cuidado prolongado en una situación de aislamiento social afecta al control cerebral del eje HPA que, a su vez, reduce la capacidad de los genes del sistema inmunitario como el GHmRNA para desempeñar adecuadamente su trabajo de oponerse a la enfermedad.
Las consecuencias del estrés prolongado también parecen afectar al mismo ácido desoxirribonucleico de los cuidadores, acelerando la tasa de envejecimiento de las células y añadiendo años a su edad biológica. Otra investigación centrada en el ADN de las madres que cuidan de un hijo crónicamente enfermo ha descubierto que, cuanto mayor es la carga que soporta el sujeto, mayor es también su tasa de envejecimiento celular.